LITERATURA › ENTREVISTA A JAVIER CERCAS, EL AUTOR DE “SOLDADOS DE SALAMINA”
Siempre crítico e incisivo, Cercas ilustra sobre los mitos del éxito y del fracaso, además de reflexionar acerca de la literatura y acerca del franquismo. Acaba de publicar La verdad de Agamenón, un libro de crónicas y artículos periodísticos.
› Por Silvina Friera
Frente a la corrección política, resulta difícil no pensar que cierta dosis de sarcasmo es más que saludable. Jules Renard, un cínico que siempre se sintió un fracasado, escribió: “Todos los grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente”. En La verdad de Agamenón (Tusquets), Javier Cercas regula esta dosis necesaria de cinismo con una incisiva ironía tanto en las crónicas, en los artículos –publicados en diversos diarios españoles como El País o La Vanguardia–, como en el cuento final que da título al libro, que bien podría definirse como “libro sin género”, “degenerado”, capaz de fagocitarlo todo, de convertir cuanto toca en literatura. Cuando publicó Soldados de Salamina –construida a partir del fallido fusilamiento de Rafael Sánchez-Mazas, uno de los fundadores del Partido Falangista–, el escritor conoció el vértigo del éxito: de vender un promedio de 3 mil ejemplares pasó en pocos meses, y sin anestesia, al millón, comenzó a ser traducido a veinte idiomas y recibió elogios de Mario Vargas Llosa, Susan Sontag, Doris Lessing y J.M. Coetzee. Antes de esta novela, Cercas tenía apenas un puñado de lectores: su mamá, sus hermanos y amigos.
“No hay escritor que no sueñe en secreto tener algún día más lectores de los que es capaz de imaginar, y ya sabemos que hay que tener mucho cuidado con lo que se sueña porque puede acabar consiguiéndose”, escribe Cercas en uno de los artículos de su nuevo libro. Lo bueno de tener tantos lectores es que la historia que quería contar siga viva, porque “cada vez que alguien abre una novela ésta deja de ser un montón de páginas impresas para cobrar nueva vida”. A Cercas no dejan de contarle “otros soldados de Salamina”, como el caso de Hugo del GAP (Grupo Amigos Personales), que pertenecía a la guardia privada del presidente Salvador Allende. Hugo zafó de ser fusilado porque el oficial pinochetista que tenía que mandarlo a la muerte, en el instante en que lo miró a los ojos, decidió salvarle la vida. El escritor atiende el llamado de Página/12 en su estudio en Madrid, donde se pasa los días escribiendo.
–¿Extraña algo de esa época en la que sentía que estaba “condenado al fracaso”, y sus lectores eran sólo sus familiares y amigos?
–Nunca lo viví mal; creía que la condición natural de un escritor como yo era tener 3 mil lectores. Tener lectores no es malo, vamos; es estupendo, y poder ganarse la vida con esto también, pero no hay que darle mayor importancia al asunto. No creo ser mejor por tener más lectores, ni creía ser peor escritor cuando tenía menos. Son cosas azarosas y mi caso es una evidencia: publiqué un libro (Soldados de Salamina) que le ha gustado incomprensiblemente a la gente y eso ha hecho que otros libros míos se hayan vendido bien. Procuro escribir lo que me salga de las tripas, que es lo que hay que escribir. Pero sobre el éxito y el fracaso existen muchísimos mitos. Creer que lo que no se vende es bueno es igual de estúpido que creer que lo que se vende es bueno. No hay reglas. Cervantes fue uno de los mayores best sellers de su época, Dickens también. Lo que pasa es que el romanticismo de las vanguardias nos ha querido acostumbrar a la idea del escritor semisecreto, lo que por otra parte es falso. El primer agente literario fue Joyce, que hizo una fabulosa campaña para ser leído. El mito del escritor fracasado es reciente, y aunque puede halagar la buena conciencia de algunos, no se corresponde con la realidad actual. Para nosotros, que un escritor venda 100 mil ejemplares es un escándalo, nos ponemos como locos, pero no es un pecado tener lectores.
–Le preguntaba si extrañaba algo de esa época en la que pensaba que como mucho iba a tener 3 mil lectores.
–Extraño que era más joven (risas), lo que extraño es mi juventud, que se fue al carajo. Pero no me sentía fracasado, en absoluto.
–¿Lo peor del éxito es tener que soportar las ferias del libro o la celebración del Sant Jordi, como cuenta en unos de los textos?
–Sí, pero ahí miento mucho. La literatura es estar aquí, en mi despacho, donde me paso los días encerrado escribiendo, dándome de cabezas contra el ordenador para ver si sale o no la frase. Sudar, comerme las uñas... eso es la literatura. Lo demás hay que dejárselo al azar. Cualquier escritor quiere tener lectores, y quienes digan lo contrario, simplemente mienten.
–En uno de los textos reivindica la novela como un género capaz de fagocitarlo todo. Pero muchos escritores dicen que están hartos de “la mentira de la novela”. ¿Por qué últimamente se la cuestiona tanto?
–No es últimamente, se la cuestiona desde que nació. Quizá lo que mejor define a la novela es el hecho de estar permanentemente cuestionada, el hecho de que no tiene un status estético claro, desde Cervantes pasando por el siglo XIX, que fue cuando apareció la novela como género prestigioso. Esta es una prueba de la vitalidad del género: o lo cuestionamos o repetimos mecánicamente fórmulas fijas sin capacidad de expresar la realidad. ¿Que estén hartos de la mentira? La novela por definición es ficción. Si se trata de usar materiales reales, la novela no puede usar otra cosa porque parte de la realidad; el problema es cómo se usa eso. Si se refieren a que hay una tendencia a mezclar géneros, eso de nuevo forma parte de la esencia misma de la novela desde Cervantes. Si se trata de que se tiende a cierto documentalismo, al uso del periodismo, me parece bien, porque el periodismo es un instrumento literario que se puede usar creativamente en la novela. Yo reivindico la novela como género maleable, que puede digerirlo y metabolizarlo todo. La novela ha asimilado todo lo que tenía a su alrededor: la poesía, el teatro, el ensayo, los medios de comunicación, la televisión. Si entendemos por novela la repetición mecánica del modelo decimonónico, desde luego que está muerta.
–En El intelectual en la piscina señala que a los escritores no les queda más remedio que asumir la responsabilidad que antes tenían los intelectuales. ¿Cómo se siente frente a este reciclaje de la figura del escritor como un “opinólogo”?
–Me parece evidente el hartazgo que ha generado la idea del escritor comprometido a la mayoría de mi generación, pero el escritor tiene responsabilidad con las palabras, porque usa el lenguaje y el lenguaje crea el mundo, determina la realidad. Otra cuestión es que tengamos que estar obligados permanentemente a exponer nuestras opiniones sobre lo que ocurre en el mundo. Procuro no ser un tuttologo, como llaman en Italia a los que saben de todo. Ahora todos somos intelectuales y todo el mundo opina en los medios de comunicación. No es malo que el que escribe sepa dosificarse. Esa figura del intelectual que era una suerte de profeta me parece horrorosa, un espanto. Pero es un error caer en el otro extremo y afirmar que escribir es inocuo, un puro juego. Kafka anotó en su diario, el 2 de agosto de 1914, que Alemania le había declarado la guerra a Rusia, e inmediatamente después escribió: “Por la tarde, Escuela de Natación”. Esto no significa que Kafka no estuviera comprometido o que no tuviese su opinión acerca de lo que se veía venir. Se da una pausa, “me voy a la piscina a nadar un rato”. El artículo está escrito contra esa gente que se cree tan importante que piensa que tiene que opinar inmediatamente acerca de todo. Es mejor esperar y digerir.
–¿Por qué la sociedad española no consigue, como dice usted, articular un relato común sobre el pasado franquista, a diferencia de Italia, Alemania o Francia?
–Ah, esto es muy complicado (suspira). Cuando hablo de un relato común, me refiero a un mínimo común denominador sobre el que luego se discrepa. En Italia, en Francia y en Alemania terminaron ganando los “buenos”, por decirlo con muchas comillas. La transición española se basó en desdibujar quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y cuando hablo de buenos y malos no me refiero a lo moral sino a lo político. El problema en España es que no se distingue entre moral y política, cosa que no siempre es fácil de hacer. El problema relevante con el franquismo, desde el punto de vista de la historia, es que estaban equivocados políticamente. Ese reconocimiento del error político no se ha producido en España porque la transición consistió en decir que “no ha pasado nada” o que “todos cometieron atrocidades”. Y esto, que desde el punto de vista moral es cierto, no lo es desde el punto de vista político. En España todavía no existe ese relato porque el primer partido de la oposición, el Partido Popular, no acepta que el franquismo fue un error. Confunden el hecho de defender a sus padres con defender una idea política determinada. Mi abuelo era falangista, era un señor excelente, yo me llevaba muy bien con él... ¡pero estaba equivocado, coño!
–¿La Comisión de la Memoria sigue paralizada como cuenta en “Cómo acabar de una vez por todas con el franquismo”?
–Finalmente se está tramitando un anteproyecto de ley en el Parlamento, pero es una ley tibia. Lo que se pedía, muy razonablemente, era la anulación de los juicios políticos llevados a cabo por el franquismo contra militantes antifranquistas. No se van a anular por miedo a la derecha, pero se va a compensar moral y económicamente a las personas que lucharon contra la dictadura franquista. Isaiah Berlin sostenía que no se pueden conseguir dos bienes absolutos a la vez. La libertad y la igualdad son probablemente incompatibles. En el caso de la transición de una dictadura a una democracia ese dilema se plantea con una claridad terrorífica porque no se puede hacer justicia absolutamente. En 1975, los políticos españoles dijeron que si hacían justicia absolutamente –retorno del régimen republicano y castigo a los franquistas y sus cómplices– habría un cataclismo. Y, efectivamente, hubo un intento de golpe de Estado. Para conseguir una democracia decente, homologable a las democracias europeas, había que ceder algo. Y lo que se cedió fue la justicia. Después de cuarenta años, barrer con todo el franquismo significaba dinamita pura. Desde los comunistas hasta los franquistas reciclados decidieron que era mejor ceder la justicia. Con el tiempo, esa justicia puede acabar haciéndose y es lo que esperamos todos. Aunque me temo que finalmente será una justicia “aguada”.
–Da la sensación de que el franquismo dejó instalado un miedo pavoroso en la sociedad...
–ETA, el último vestigio del franquismo en España, no puede desaparecer sin injusticia. Ahora mismo Iñaki de Juana Chaos, acusado de haber matado a 25 personas, ha hecho una huelga de hambre de más de cien días y le acaban de conceder el arresto domiciliario. Esto es una injusticia absoluta y moralmente es inaceptable. De Juana Chaos es un asesino profesional que ha estado quince años en la cárcel. Habrá que encontrar soluciones, términos medios. Lo del franquismo es algo parecido. Desde nuestra purísima atalaya de intelectuales, con 25 mil comillas, únicamente instalados en los principios, es inaceptable, pero la realidad es otra. Sería demagogo decir que el franquismo ha triunfado. Fue derrotado con la democracia. Es fácil decir que lo que tenía que haber habido es un Nuremberg. Eso es lo que esperaba yo cuando tenía quince años.
–Queda claro que pertenece a una generación que al principio rechazó el modo en que se hizo la transición, pero con el tiempo la terminó aceptando como algo correcto.
–No sé si fue lo correcto. Lo cierto es que gente que había padecido el franquismo durísimamente fue la que promovió esa reconciliación nacional. ¿Quiénes somos nosotros, que ni siquiera vivimos prácticamente el franquismo, para decir: “Necesitamos un Nuremberg”? Es fácil decirlo y halaga nuestra vanidad de hombres “virtuosos”, pero creo que los españoles padecemos el complejo de Peter Pan.
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