LITERATURA › MANUEL RIVAS Y LAS HISTORIAS DE “LOS LIBROS ARDEN MAL”
El periodista, poeta y narrador, autor de La lengua de las mariposas, hace foco en la brutal imagen de la quema de bibliotecas durante el golpe franquista. “Surgen muchas preguntas sobre la utilización de la cultura, y es una cuestión clave, porque estamos en un tiempo en el que la gran batalla es por el control de las mentes”, dice.
› Por Angel Berlanga
En La lengua de las mariposas, aquel relato de Manuel Rivas que nutrió la película que se hizo después, también se quemaban libros. La madre de Pardal, el pibito protagonista que recién empieza el colegio, les prendía fuego a los papeles comprometedores de su marido semirrepublicano. Y luego, para congraciarse con los golpistas, la familia entera insulta públicamente a los rojos. El pibe, entonces, siguiendo lo que le mandan, lo que le enseñan en la casa, lo que empuja la corriente, la emprende a cascotazos contra los detenidos y especialmente contra don Gregorio, el maestro (en la película, el gran Fernando Fernán Gómez). Eso a pesar de que se había encariñado con él. Si en ese cuento el escritor gallego había retratado magistralmente, en un pueblo y en el preciso momento en que ocurre la usurpación, el cruce entre unas pocas historias individuales y la gran historia, el formateo personal que deviene de los sucesos sociales, en Los libros arden mal, la novela que vino a presentar a Buenos Aires, ese universo estalla y se expande en una multiplicación de voces, tiempos, escenarios, personajes y formateos, para delinear “una historia dramática de la cultura gallega”. En la foto que antecede a las 610 páginas del volumen se ve a un grupo de soldados de brazo extendido ante una fogata. Dice el epígrafe: “Quema de libros tras el golpe fascista del 18 de julio. Dársena de A Coruña, agosto de 1936”. “Esa foto podría ser como un destello brutal de la novela”, dice Rivas, pausado, en el hotel de Recoleta en el que se aloja.
Rivas se incomoda cuando se le comenta que un crítico del diario en el que escribe, El País, evaluó que Los libros arden mal era “la gran novela gallega del siglo XX”. “Hombre, yo creo que la literatura es lo contrario de competir, que va por otro camino”, dice. A Rivas le gustan las historias que signan: se ve en sus libros y en la pequeña anécdota que cuenta. “Yo durante mucho tiempo fui a un café porque el camarero era intratable. Un día se puso amable. Y entonces ya no volví.”
–¿Cómo nació este libro, qué se propuso cuando lo encaró?
–Las hogueras con los libros son como el episodio central, el que perturba todas las vidas, pero en este caso yo no distingo un punto de partida, un acontecimiento concreto. El origen, más bien, está en la incubación de un desasosiego cada vez más perturbador, más intenso, que ha crecido con la propia experiencia del libro, y se da en la paradoja terrible de ver cómo son personas cultas las que dirigen las quemas. Gente con formación cultural y académica, que hace gala de sensibilidad para el canto y las bellas artes, de la que cabría esperar el surgimiento de su humanismo, a la que asociamos con la civilización, de pronto aparece encabezando la barbarie. Esto ha ocurrido a lo largo de la humanidad. Estas quemas de libros anticipan el olor de la quema de la carne humana. Y no son actos protagonizados por turbas sin control, fanatizadas e ignorantes, en arrebatos de ira; hay una liturgia detrás, son hechos muy meditados y preparados, que tienen un carácter inmediato de amedrentamiento y también son símbolo del poder autoritario. En cuanto a la evolución del libro, me gusta la idea de un crecimiento biológico, que no responde a un modelo predeterminado. Pasa lo mismo con la escritura: es parte orgánica de nuestro cuerpo. Cada vez me apasiona más esa idea, que rompe ese concepto de que somos una especie de depósito vacío al que llega la palabra: el lenguaje es como los huesos, también crece, está lleno de hematomas y heridas, vive una felicidad clandestina cuando nos alegramos. Forma parte de nosotros, como las uñas y los dientes.
–La “cultura”, plantea, puede utilizarse de formas bien antagónicas.
–Hay brutalidades obvias, que ya tienen la forma de cadáveres, pero a veces los ceremoniales revestidos de “belleza” también estremecen. Los jerarcas nazis recitaban a Hölderlin y escuchaban música sublime en la noche anterior a firmar las leyes de exterminio. Eso produce un desasosiego tremendo, porque surgen muchas preguntas sobre la utilización de la cultura: puede funcionar como máscara, puede confundir. Y creo que es una cuestión clave, porque estamos en un tiempo en el que la gran batalla se libra por el control de las mentes.
–Alguna vez dijo que le gustaban mucho esos acolchados armados con retazos: Los libros arden mal parece remitir a esa construcción, también, fragmentaria, de situaciones, gestos, escenas, pero sobre todo de voces. ¿Por qué privilegia la oralidad?
–Creo que escribir es imposible si uno no pone en comunicación permanente la razón y el sentir. Es una actividad sentipensante. Diría más: realmente, se escribe con los sentidos. Para mí la literatura es sensorial o no es literatura. Lo explicaba muy bien Voltaire: si al hombre le vas quitando los sentidos, no queda nada. El libro está muy lleno de gente, de muchas voces, y hay un esfuerzo expresivo porque creo que los personajes empiezan a existir cuando tienen su voz. Más allá de que guste o no lo que digan; eso no tiene que ver, porque no se escribe una novela para adoctrinar, sino para intentar penetrar en una gran zona de penumbra. Allí donde hay penumbra, la literatura está convocada. Creo, por otra parte, que la primera herramienta de este oficio es escuchar. Hay muchos libros escritos en el aire; para mí tienen mucha importancia los mecanismos de la literatura del habla. Así fue como se transmitió la cultura gallega. Fíjese que los primeros libros, que serían los cancioneros galaico-portugueses, permanecieron ocultos desde la Edad Media hasta prácticamente fines del siglo XIX. La gallega es una cultura que se transmitió por las canciones y los cuentos orales. Entonces la gente escribía en el aire. El aire sostiene los libros. Se habla mucho de la saudade y la melancolía del pueblo gallego, pero yo creo que el componente más fuerte de esa cultura popular es la pulsión del deseo. Su lado hedonista, dionisíaco, erótico, que es el que realmente mueve, hace avanzar la vida, mantenerla. Y por eso aquí tiene su importancia: el libro es un escenario para el duelo entre la pulsión de la muerte y la del deseo. Por eso hay una restitución de voces e ideales, muchos de ellos populares, que fueron quemados, literalmente, que fueron destruidos y enterrados. Y rebrotan.
–¿El gallego es un pueblo festivo que pasa por triste?
–Totalmente. Y surge cuando la gente se expresa sin condicionamientos, ese homo ludens libertario que todos tenemos dentro. Posiblemente llevamos un monstruo, pero también un ser que quiere disfrutar de la vida. Creo en esa dualidad. Roland Barthes decía que una cosa era el placer y otra, un paso más allá, el gozo. En galego la palabra que más se usa es “gozo”. El placer es un disfrute, digamos, pero tiene más que ver con el confort; el gozo en cambio supone riesgo, una apuesta.
–Y eso implicará alguna forma de ruptura.
–Desde luego, es poner en cuestión, poner en entredicho. Y la búsqueda de un más allá siempre, que surja algo nuevo. Yo creo que la literatura que vale la pena está en ese espacio fronterizo. En el siglo XIX, en tiempos de Melville y Poe, en América surgió una división caricaturesca entre escritores rostropálidos y pieles rojas; estos últimos eran los que arriesgaban con sus libros. O como quería Kafka, que los libros golpeasen. Ese es el espacio que me interesa.
–Aquí, respecto de la última dictadura y allá, en torno de la Guerra Civil, se han escrito unas cuantas novelas. ¿Por qué cree que se vuelve tanto a contar la tragedia?
–La guerra española tuvo su prolongación durante una larguísima dictadura, una continuidad por otros medios. Hoy sabemos, además, que fue claramente el primer capítulo de la guerra mundial. Pero además allí ocurrieron todas las guerras del pasado y del futuro. Camus decía que en España se escenificó la derrota de la humanidad. A él también lo interpelaban porque hablaba tanto de España. Ahí tenemos el famoso escenario shakespeareano del mundo, en el que se dieron todos los vendavales, las pasiones, los conflictos. Con cierta cautela, digo que la Guerra Civil Española es la de Troya de nuestro tiempo, tiene un carácter mítico. Fue un laboratorio del horror pero también de resistencia y de dignidad. Allí se experimenta por primera vez el bombardeo de poblaciones civiles; se usa el napalm, lo que veremos en Vietnam; hay miles de desaparecidos; se apropian de niños de los vencidos. Quemas de libros, como en el Medioevo. En la novela cuento que la biblioteca de un hombre muy ilustrado, Santiago Casares Quiroga, que tuvo un gran compromiso republicano, fue en parte quemada, en parte robada y en parte llevada a los tribunales; allí, un juez ordenó que los libros fueran a un calabozo. Presos. Fíjese qué viaje en el tiempo. Yo creo que hay mucho que contar, que está lleno de zonas de sombra. Hay como un cráter entre nosotros y lo que ocurrió. Y creo que la memoria lo tiene que llenar.
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