LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR HECTOR ABAD FACIOLINCE
El autor colombiano vino a Buenos Aires para presentar El olvido que seremos, un libro sobre su padre, un médico prestigioso asesinado en 1987 por los paramilitares. El crimen sigue impune. “Escribí para que mis hijos sepan de dónde vienen mis propias neurosis”, señala.
“Tu papá se está exponiendo mucho y lo van a terminar matando”, le dijeron a una de las hijas. Quizá no hubo una muerte tan anunciada como la del médico Héctor Abad Gómez. Un día antes de que los paramilitares lo asesinaran, el 24 de agosto de 1987, lo llamaron de una radio para informarle que su nombre figuraba en una lista de personas amenazadas. Hasta le leyeron los “motivos” de la sentencia: “Presidente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia, médico auxiliar de guerrilleros, falso demócrata, peligroso por simpatía popular para la elección de alcaldes en Medellín. Idiota útil del PCC-UP”. El crimen, como tantos otros, continúa impune, y el próximo 25 de agosto, cuando se cumplan 20 años de la muerte, la causa judicial prescribirá. El ex jefe paramilitar de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Carlos Castaño (desaparecido en 2004, y cuyo cuerpo fue encontrado en septiembre del año pasado), confesó: “Me dediqué a anularles el cerebro a los que en verdad actuaban como subversivos de ciudad. ¡De esto no me arrepiento ni me arrepentiré jamás!”. El escritor Héctor Abad Faciolince se sacó esos recuerdos, como se tiene un parto, como se saca un tumor. Si un libro es un intento desesperado para hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito, el escritor necesitó tomar distancia, dejar que el tiempo apaciguara la rabia y el dolor para poder escribir El olvido que seremos (Planeta). Al mismo tiempo que evoca al padre –un reto literario en el que se midieron, con suerte dispar, Kafka, Joseph y Philip Roth, Martin Amis, Hanif Kureishi y V.S. Naipul–, sin pretenderlo, el libro es un retrato de la sociedad colombiana.
El olvido que seremos está en las antípodas de Carta al padre, de Kafka. “Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor”, cuenta el escritor colombiano en el primer capítulo. Aunque en la reconstrucción de la figura paterna se perciba la tensión entre hagiografía, memoria y literatura, el autor la resuelve cuando cuestiona al padre por su excesiva confianza roussoniana en el ser humano, por el optimismo exagerado y la furia con que defendía las reivindicaciones sociales de la izquierda. “Es una de las paradojas más tristes de mi vida –confiesa el escritor–: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra.” Y no es fácil conjurar la sombra de ese padre, en lo doméstico y en lo público.
Faciolince sorprende a los empleados del hotel cuando pide que le suban un termo con agua y mate a la habitación. “Está muy amargo, como la vida”, dice después de tomar el primer mate. Para escribir el libro, el autor colombiano consiguió el expediente judicial del asesinato de su padre, un “mamotreto grande”, de más de 700 páginas. “Es un ejercicio de no investigación –señala en la entrevista con Página/12–. Lo que la jueza hizo fue llamar a muchas personas a declarar: a mis hermanas, a mi mamá; declaraciones que no sirven para nada porque contamos lo que mi papá hacía y nuestras sospechas. Después llegó un investigador de Bogotá para vigilar la misma investigación y al mes le dieron vacaciones a la jueza encargada del caso. Más que una investigación parece una farsa, nunca hubo un detenido ni un implicado. Nunca, ni con la aparición del libro, ha habido interés en retomar la investigación.” Faciolince advierte que a partir del comienzo del proceso de paz con los paramilitares, podrían surgir testimonios sobre por qué lo hicieron, por órdenes de quiénes y qué militares estuvieron implicados en el asesinato.
–¿Y esta pacificación está logrando domesticar y controlar la violencia, o Colombia sigue siendo un país “tan fértil para la muerte”?
–Sigue siendo fértil, aunque ahora las cosechas son menos abundantes, afortunadamente. Desde que los paramilitares se desmovilizaron, ha habido menos asesinatos. Eso demuestra una cosa: quienes más mataban eran ellos, y si el proceso se rompe, podríamos volver a los mismos niveles de asesinatos. Mi familia y la de muchas otras víctimas, por el simple hecho de que las muertes han disminuido, estamos, más que de acuerdo, resignados a que haya una dosis alta de impunidad, que es lo está sucediendo ahora. Pero lo que pedimos, y lo que no se está dando, es que haya una dosis muy completa de verdad. No queremos que solamente se acusen a los militares muertos o algunos que están presos por casualidad. Nosotros quisiéramos que se supieran todos los nexos que hay entre el paramilitarismo y los que supuestamente tienen las manos limpias, que no las tienen. Ni las manos ni la conciencia. El mismo comisionado de Paz dijo que Colombia no soportaría la verdad, y creo que tenemos que encarar la verdad que hasta que no la encaremos, si no vamos a seguir en la misma farsa. Pero hay mucho temor; los asesinatos son un mensaje a los demás, es como decir que si intentan investigar, pueden morir. Estamos en manos de la fiscalía y los jueces, confiamos en que realmente hagan el trabajo de armar el rompecabezas de los asesinatos, aunque todo en Colombia es tan grande que es como si la realidad lo superara a uno. No sé si ellos van a ser capaces de armar este rompecabezas en tan poco tiempo.
–Usted señala que su padre se definía como un híbrido: cristiano en religión, marxista en economía y liberal en política. Pero en un momento recuerda que por la formación que recibió él se sentía un hombre del siglo XVIII que estaba por cumplir 200 años. ¿Era un hombre de ideales románticos “trasplantado” al XX?
–Lo que sucede es que el siglo XVIII al que se refería, el antioqueño, era como el medioevo. Pero su personalidad era del siglo XVIII, un idealista con sueños patrióticos, con ideales que aspiran al martirio, como Byron. En mi padre había una mezcla rara de muchas tradiciones porque su formación intelectual, y la que me dio a mí, es muy del Siglo de las Luces, de confianza en la razón, en la educación, en la ciencia, como si hubiera pasado por encima del desastre del siglo XX que hizo perder la confianza en la razón. Su pensador de cabecera era Bertrand Russell. Es como un nuevo iluminismo, en el que todavía confió.
–Sin embargo, hay momentos en que cuestiona fuertemente a su padre por cierta ingenuidad iluminista...
–Me enojaba su confianza muy roussoniana en el ser humano. Lo malo es que creía que las personas eran esencialmente buenas, y que con el diálogo podrían recuperar su bondad. Era de una tolerancia tan extrema que toleraba a los intolerantes más fanáticos, y eso es ingenuidad. Creo que confiar tanto en la naturaleza humana y no darse cuenta de que somos muy imperfectos, y de que hay personas profundamente malas, es ser ingenuo. El tenía una confianza genética que yo no tengo; no pienso que nazcamos buenos. Creo que somos un amasijo de cosas buenas y malas. Lo critico por su bondad y optimismo excesivos; es una crítica con pesar por su ingenuidad.
–En un momento confiesa que le resultaba insoportable tener un padre tan perfecto. ¿Ese punto de vista es una construcción literaria?
–Es muy difícil ser entrevistado en la Argentina, todos tienen la figura de un padre tan psicoanalítico (risas), que forma las estructuras del super yo, una figura autoritaria, que es imposible... No es una creación literaria, es tal cual lo cuento. La memoria, de todas maneras, es una creación literaria que acomoda y deforma las cosas. Pero si las deformo y las acomodo sin darme cuenta es basado en algo completamente real. Cuando digo que es excesivamente bueno, tal vez estaba pensando en la Carta al padre de Kafka al revés, y eso sí es muy literal (suspira). Es más difícil escribir sobre un padre con el que se ha tenido una buena relación, como es más complicado escribir sobre un amor feliz que sobre uno infeliz. La retórica contemporánea no admite mucho las historias felices, las familias felices y los amores que terminan bien porque todo parece una novela cursi y sentimental. Probablemente por eso me demoré tanto en escribir este libro, porque al fin y al cabo soy consciente de la tradición literaria en la que vivo. Tener un padre muy bueno, fuera de la dificultad literaria, implica una dificultad vital: no tener un antagonista... ¡uf! suena tan psicoanalítico (risas).
–Hay que matar al padre...
–Sí, tienes que matar al padre, pero no por lo que los psicoanalistas dicen, sino por lo contrario, para alejarte de él, no para competir. Bueno, no sé, no puedo pensar en esos esquemas, pero los tengo también incorporados porque me psicoanalizó una argentina (risas). No me propuse hacer una descripción ni cultural ni sociológica ni psicoanalítica de nada. Lo que me planteé fue contar esa historia que me parecía necesario contarla para mí y para que mis hijos supieran de dónde vienen mis propias neurosis, para que supieran por qué vivo aterrorizado con las motos, con los lunares (por la muerte de mi hermana Marta), con la violencia; quería explicarles muchas cosas. Uno deja de ser niño cuando se da cuenta de que hay un mundo antes del nacimiento, que es el mundo de la infancia de los padres, de los abuelos, imposible de pensar, pero que lo construye a uno como persona. Escribir este libro era importante para mí, para mi familia y para la sociedad donde vivo; que las víctimas, los muertos, contaran su historia en una sociedad que ha sido muy contada desde el punto de vista de los matones. Me interesaba que se viera la otra historia, pero me doy cuenta de que en la Argentina tiene unas implicaciones psicoanalíticas que no sé resolver, que me hacen sudar. Bueno, si quiere me acuesto y trato de responder, pero vamos despacio (risas).
–¿El capítulo más difícil de escribir fue “Abrir los cajones”, en el que después de revolver papeles y documentos, descubre la homosexualidad de su padre?
–No, el capítulo que más me hizo sufrir fue el de la muerte de mi hermana, que es el personaje más olvidado y más triste e importante porque fue una vida trunca. El que siempre me resistí a escribir era el capítulo del asesinato de mi padre. Llegaba a esa instancia y me ponía a escribir un cuento, me iba de viaje, le sacaba el cuerpo como fuera. El cerebro te engaña, ¿no?, ya había escrito todo lo otro y me inventaba excusas para no seguir. Lo tuve que sacar a la fuerza, como un tirabuzón. El capítulo “Abrir los cajones” no fue tan difícil de escribir, pero me costó mostrárselo a mi familia. Recuerdo que tenía un viaje, por una traducción de un libro mío al chino, y me iba a Pekín. Entonces les dejé el libro a mis hermanas y a mi mamá: “Ahí tienen”. No quería ver sus caras ni sus reacciones, prefería estar en China (risas). Cuando volví hubo llantos, algunas de mis hermanas ni siquiera sabían, otras sí. Yo estaba dispuesto a quitarlo, pero mi mamá, que sí lo sabía, me dijo: “A mí me gustaba tu papá como era, todo entero, completo”. En Colombia nunca me preguntaron por este tema, creo que les da miedo hablar de esto. Incluso una de las reseñas que publicaron era muy torpe, escrita por un periodista, probablemente muy inculto, que decía que yo lanzaba insinuaciones y no las resolvía, como si mi papá hubiera hecho algo incorrecto en su vida pública. Evidentemente, es una persona que no sabe leer.
–¿Por qué piensa que su papá no se fue del país, si un día antes de que lo mataran supo que figuraba en una lista de personas amenazadas de muerte?
–Es muy raro; no sé por qué no lo agarramos y lo obligamos a irse... El tenía un sentido muy estético para vivir; creo que esa muerte le parecía horrible, pero hermosa. Como era un optimista, creía que era una muerte útil, pensaba que si lo mataban a él, que era una figura respetada, la sociedad se iba a conmover. Se han conmovido más con este libro, pero no con la muerte directa. Es curioso: se necesita más contar las cosas que vivirlas para que la gente se conmueva.
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