Viernes, 15 de junio de 2007 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A JUAN MANUEL ROCA, UN POETA FUNDAMENTAL DE LA COLOMBIA DE HOY
“En Colombia hay todo un cambio de piel, un relevo que veo más interesante en lo que están escribiendo más las mujeres que los hombres”, dice el poeta, que analiza el poder que el Festival de Poesía posee para poner un paréntesis en la violenta cotidianidad de su país.
Por Silvina Friera
Juan Manuel Roca dice que hay un lenguaje de emergencia que sirve para pedir café o cerveza, y pide, apelando a ese “lenguaje de sobrevivencia”, un cortado, mientras termina de acomodarse en la mesa de un bar de Palermo. Su poesía “sucede como el relámpago y el trueno, el resplandor y la descarga eléctrica, la iluminación y el pulso”, según advierte José Angel Leyva en la solapa del nuevo poemario del poeta colombiano, Las hipótesis de Nadie (Alforja Arte y Literatura). Gran creador de atmósferas que exceden los márgenes del poema, del libro y de la charla con Página/12, Roca cuenta que empezó a escribir poesía, al igual que tantos otros, por una gran insatisfacción con la realidad, pero también por una incapacidad congénita para la vida. “No me alcanza lo que veo, lo que siento”, explica con ese acento tan cálido, propio de los antioqueños. “En el colegio nunca logré entender que cinco por ocho fuera cuarenta o treinta y cinco, porque tenía la conciencia de que quería ser escritor, aunque no pensaba ser poeta. Empecé a estudiar filosofía y me retiré por una razón paradójica: la universidad no me dejaba tiempo para leer y escribir.” El ambiente familiar –especialmente por la vía materna– contribuyó en su elección por la escritura. Su tío, el poeta comunista Luis Vidales, publicó un libro vanguardista, Suenan timbres, en 1926. “Aunque no entendía su poesía y lo que se hablaba en su casa, me inquietaba mucho saber qué pasaba, lo cual me mostró, muy precozmente, que la poesía no está solamente para entenderla, sino que tiene que ver con la inteligencia del corazón y de la vida”, recuerda el escritor, reciente ganador del Premio Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval, un reconocimiento a su trayectoria.
Roca, uno de los poetas más destacados de Colombia, admite que en su país se conjugan la belleza y el horror. “En una misma esquina se encuentra el beso y la puñalada”, señala el poeta. ¿Entonces, cómo explicar un fenómeno como el Festival Internacional de Poesía de Medellín que convoca a miles de colombianos y que logra poner entre paréntesis la violencia? “En la medida en que todos estábamos saturados por la violencia y el discurso mesiánico de los políticos, de pronto nació el festival y la gente sintió que era una forma de resistencia espiritual, que necesitaba volcarse hacia ámbitos que quizá no le ofrecieran mejores mundos para siempre, pero sí donde la palabra estaba mediada por un rechazo a la violencia, sin que se mencionara programáticamente ese rechazo”, responde.
–¿Qué buscan o qué encuentran en la poesía?
–El pueblo antioqueño, el pueblo de Medellín, de donde soy, es más sensible que otros a la poesía. Hay una frase muy desgastada y descontextualizada de Hölderlin: para qué la poesía en tiempos sombríos. Si eso hubiera sido cierto, en mi país nunca habría habido poesía, porque todos nuestros tiempos han sido sombríos. Prefiero una frase de Flaubert que dice que “el arte, como el dios de los judíos, se alimenta de holocaustos”. Es decir que, en la medida en que haya encrucijadas históricas o sociales –que la palabra pan no reemplaza al pan y la palabra libertad está en labios del carcelero–, aparece la palabra desinteresada de la poesía. Nos dimos cuenta de que en medio de las bombas del narcotráfico necesitábamos la poesía, por eso la respuesta fue tan masiva, y en la medida en que el festival fue creciendo y haciéndose internacional, se fue volviendo más masivo en los parques, en las calles, en las universidades, en la cárcel. Los poetas se conmueven mucho cuando leen en las cárceles y no falta el humorista que dice que a los poetas les gusta leer en la cárcel porque no se escapa el público, encuentran la audiencia cautiva que tanto estaban buscando (risas).
–¿Pero qué pasa después del festival de Medellín con la poesía? ¿Se logra captar nuevos lectores o es sólo un acontecimiento, algo así como un estado de excepción?
–Estuve muy cerca del festival, de hecho ayudé a organizarlo, de manera que podría ser juez y parte fácilmente, pero prefiero no serlo. Pienso que se trata de fenómenos episódicos, necesarios para la vida de una ciudad, pero que de pronto tienen un carácter un tanto sísmico porque no aumenten las ventas de los libros, no hay más revistas, debates o más talleres alrededor de la poesía. Lamentablemente, el festival tiene un carácter episódico, pero no quisiera volcar mis dudas sólo hacia el festival, sino hacia otros elementos de la vida en esa ciudad. Por un lado, el rol del Estado, que debería servir de manera pedagógica para atraer a los estudiantes no sólo hacia la poesía, sino hacia las letras en general, y también las editoriales que, muy cómodamente, siguen con la idea de que la poesía no le interesa a nadie. Si esas miles de personas que reúne el festival no están interesadas, así sea de una manera episódica en la poesía, no veo qué otro potencial lector podrían tener. Las editoriales en Colombia, y supongo que en la Argentina y en todas partes de nuestra aérea lingüística, relegaron la poesía a la trastienda, mientras mantienen la fachada de muchas novelas.
–¿A qué se refiere con fachada?
–Ahora hay una especie de baby boom, con muchos jóvenes que hacen el tránsito inmediato de la escritura a la publicación y de la publicación al olvido. Hay una cosa perversa de producir y producir novelas de dudosa calidad. Hay un segmento que algunos llamamos de manera burlona “la sicaresca”, que es una picaresca de los sicarios, un tema que tiene mucho atractivo. Hay una novela que tuvo mucho éxito y fue llevada al cine, Rosario Tijeras, de Jorge Franco, y ejemplifica mucho este fenómeno del baby boom. Es una generación que no está muy bien formada en la literatura, sino en el cine, entonces lo que consagra o sacraliza es la pantalla y no el libro. A veces no hacen novelas, sino guiones de cine con pretensiones novelísticas. Con la poesía no se dio este fenómeno, lo cual ha sido muy saludable. Los poetas jóvenes hacen una lenta digestión de lo que escriben y de esa manera resulta mucho más elaborada la poesía que la narrativa. En Colombia hay dos grandes géneros literarios olvidados en este momento. Se dice que Colombia es un país de poetas, pero yo creería que es más un país de grandes cuentistas, de novelistas no tanto. Pero tampoco se publican cuentos. Ni el ensayo ni el cuento ni la poesía, tan rigurosos y que demandan tanta atención, encuentran sus espacios.
–Sin embargo, más allá de que el fenómeno del festival sea transitorio, daría la impresión de que al menos ahora los poetas latinoamericanos están muchos más conectados entre sí que cuando usted empezó a escribir.
–Sí, sin duda alguna, y en eso creo que han cumplido una función extraordinaria los festivales de poesía. Colombia ha sido un país un tanto autista, ensimismado. Un político colombiano decía, con cierta ironía, que éramos “el Tíbet de América latina”, en el sentido de que no tuvimos grandes migraciones, no tuvimos una política de inmigración tan poderosa como la que tuvieron ustedes. Los poetas colombianos eran muy mal divulgados en América latina, y también éramos poco conocedores de lo que pasaba en el resto de la región. Para mí los modernistas hicieron una gran revolución, porque devolvieron las carabelas hacia España cargadas de un nuevo sentido de la lengua. Cuando Rubén Darío publicaba en Chile Azul, a los tres meses era leído en todo el continente, y no había fax ni Internet, sino que llegaba a lomo de burro y en barco. Es decir que Rubén Darío escribía para la lengua y no para su país, que era Nicaragua. Hasta hace muy poco, en un continente tan balcanizado como el nuestro, los colombianos desconocíamos lo que pasaba en Ecuador, en Venezuela, en nuestros vecinos más cercanos, para no hablar de Argentina o de Chile. Creo que eso se ha roto gracias a los festivales, que aportaron vasos comunicantes, que nos contactaron no solamente con los libros, sino que humanamente crearon una gran cofradía, una gran hermandad.
–¿Esos vasos comunicantes que aportaron los festivales se traducen también en lo que están escribiendo los poetas? ¿Qué puntos de contacto encuentra?
–Hay una gran diversidad, y me gusta que no sea el mismo coro cantando la misma tonada. Hay poetas de un impulso lingüístico, otros mucho más empiristas y otros de expresión más metafórica. Muchos poetas sienten que tienen unas filiaciones, unas familias electivas, que terminan eligiendo como su propia familia poética por las coincidencias o inclusive por las fobias. Alguien me decía que uno debe leer a los poetas de su misma raza, pero he encontrado poetas de mi misma raza en distintos países y en poetas de diferentes edades. Encuentro que hay vertientes que son constantes, a lo mejor porque vienen de las mismas influencias, de las mismas cabeceras del lenguaje o de la cultura.
–¿Qué características comparten los jóvenes poetas colombianos?
–Hay poetas en formación que aún no tienen una obra consolidada. Hasta los nacidos en los ’50 uno más o menos tiene claro el panorama, pero de ahí para acá hay muchísimos poetas y de muy pocos uno puede arriesgarse a decir algo. En mi país, una de las más jóvenes es Lucía Estrada, de Medellín, que tiene 27 años y es sorprendente. Hay todo un cambio de piel, un relevo que veo más interesante en lo que están escribiendo las mujeres que los hombres. Colombia nunca ha dado una gran poetisa, y sé que esta palabra le molesta a muchas mujeres, pero el barbarismo de la poeta me parece horrible, y siempre digo que me resulta más bella sacerdotisa que sacerdota. Colombia no ha tenido una gran poetisa desde la madre Josefa del Castillo, que pongo a la altura de Sor Juana Inés de la Cruz. La poesía colombiana no tuvo la fortuna de tener el esplendor de las mujeres mexicanas, argentinas o chilenas, pero de unos años para acá hay propuestas muy interesantes, casi privativamente de las mujeres.
–¿Cuál es su familia electiva de escritores?
–Un poeta fundamental de América latina es César Vallejo. No me canso de leerlo; para mí es una especie de Santo Patrón de la poesía. Me gusta mucho Huidobro, menos Neruda, porque le encuentro mucha adiposidad en el lenguaje y mucha hojarasca. Me interesa un precursor de la poesía en Venezuela, José Antonio Ramos Sucre, y el chileno Gonzalo Rojas, pero también tengo muchas influencias de poesía en otras lenguas, mucho más que la poesía española, como Rimbaud. A mí el poeta que más me gusta es el García Lorca de Poeta en Nueva York, me parece el libro más espléndido de toda la poesía en España. Ni los poetas beatniks lograron penetrar en el alma de una ciudad, en sus miserias y en sus fastos como García Lorca. Pero también pienso en narradores poetas como Juan Rulfo. Yo me siento más de Comala que de Macondo.
–¿Fue difícil escribir en Colombia después de la presencia abrumadora de García Márquez?
–Creo que no, aunque para los narradores que lo precedieron fue difícil desprenderse del realismo mágico. Imagine un pobre muchacho que empieza a escribir y no tiene una abuela autista que engulle luciérnagas o una novia que vuele por los patios en medio de la ropa. Pero por fortuna los escritores más jóvenes se desligaron de esa preocupación y cada uno va buscando su propia voz. Hay novelistas espléndidos en Colombia, como Germán Espinosa, que no hizo realismo mágico y que podría estar mucho más vinculado con expresiones como Bomarzo, de Mujica Lainez. Hay una perversidad de parte de los editores, fundamentalmente europeos, que es el pintoresquismo. Nos decían: “Hagan pintoresquismo, mujeres que vuelan, bandadas de mariposas amarillas, que nosotros nos ocupamos del pensamiento”. Afortunadamente, Borges nos demostró que se puede ser reflexivo en esta área del continente. A los que hicieron garciamarquismo, la máquina devoradora de ese gran escritor de alguna manera los trituró. Además, lo último de García Márquez no es propiamente una gran literatura, es más bien producto de “garcía marketing”.
–Eso lo dice su colega Efraim Medina Reyes...
–No, eso lo digo yo y Efraim me copió (risas). Dígale que me tiene que pagar derechos de autor (risas). Soy muy amigo de Efraim... además está muy loco... La literatura colombiana, tan ordenadita y tan pulcra, necesitaba un bárbaro. Como dice el poema de Kavafis Esperando a los bárbaros: “Ahora, ¿qué será de nosotros sin bárbaros?”. Ahí llegó el bárbaro, que es Efraim.
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