Mar 14.08.2007
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LITERATURA › ALVARO ABOS Y SU INVESTIGACION SOBRE EL JERARCA NAZI

“El libro habla de Eichmann, pero también de este país”

El escritor cuenta que su libro nació de la intensa sensación de vergüenza que le produjo saber que, poco antes de morir, Adolf Eichmann vivó a la Argentina, donde pudo esconderse durante una década. Y destaca que esa clase de “hombres grises” resultan aún más peligrosos que los grandes tiranos.

› Por Silvina Friera

Segundos antes de que ahorcaran al mayor asesino del siglo XX, que envió a la cámara de gas a seis millones de seres humanos, el verdugo le preguntó si quería decir unas palabras. “¡Larga vida a Alemania! ¡Larga vida a Austria! ¡Larga vida a la Argentina! ¡Nunca las olvidaré!”, exclamó Adolf Eichmann cuando faltaban pocos minutos para la medianoche del 31 de mayo de 1962, en la cárcel de Ramla (Israel). En la primera página de Eichmann en la Argentina (Edhasa), el escritor Alvaro Abós confiesa que, cuando supo que este burócrata de la muerte murió con la palabra “Argentina” en su boca, sintió vergüenza. Necesitaba investigar cómo habían sido los días y las noches de Eichmann durante los diez años que vivió en el país, bajo la identidad falsa de Ricardo Klement, para tratar de comprender esa gratitud hacia la Argentina. Abós fue descubriendo que trabajó en un taller mecánico de Palermo (en Serrano 1818, hoy un edificio), que se sumergió en los ríos de Tucumán para medir el nivel del agua, que vendió licuados de fruta en el puerto de Olivos, que abrió una lavandería con sus ahorros, que fue capataz de depósito en una pequeña fábrica metalúrgica, que crió conejos en una granja de Joaquín Gorina (a 75 kilómetros de Buenos Aires), que fue mecánico en la fábrica de calefones Orbis y electricista en la fábrica de camiones Mercedes Benz, entre otros oficios.

Cuando Abós habla de Eichmann se percibe esa vergüenza intensa que siente como una llamarada. La biografía que escribió fue el paliativo que encontró para eclipsar, en parte, esa vergüenza. “Vengo pensando en Eichmann toda mi vida. Para mí es un enigma cómo un jerarca del Tercer Reich se convirtió en un obrero argentino que se metía en los ríos, que levantó la casita con los muchachos de la fábrica de Mercedes Benz y que viajaba dos horas y media de Bancalari a González Catán. El verdugo más grande del siglo XX viajaba en dos colectivos y un tren por todo el Gran Buenos Aires”, señala el escritor en la entrevista con Página/12. “Después de haber leído toda la bibliografía que se ha escrito sobre el criminal nazi, llegué a la conclusión de que su estilo de vida austero era una estrategia premeditada para no llamar la atención”, añade. “Algunos nazis se hicieron cirugías estéticas o se escondieron en la selva; otros, como Hitler o Goering, optaron por el suicidio.”

“Las grandes fieras de la historia, los Hitler, los Himmler, los Goe-bbels, habrían pasado como siniestros meteoros por el cielo de Europa si no hubieran existido mil fieles ejecutores ciegos –los Eichmann, los Höss, los Baer– de las órdenes recibidas”, escribió Primo Levi. “Estos fueron los hombres más peligrosos del siglo XX.” Entre 1945 y 1950, Eichmann deambuló durante cinco años por el norte de Alemania con otras identidades, convencido de que en unos años sus crímenes serían olvidados. “Un aspecto fundamental, porque hay que leer la historia no con los ojos de hoy, sino bajo la perspectiva de las circunstancias coyunturales del pasado, era la inminencia de una nueva guerra mundial. Todos estos nazis que quedaban desperdigados por el mundo esperaban el inminente estallido de la tercera guerra mundial, y pensaban que esa guerra contribuiría a diluir la memoria sobre los crímenes cometidos”, explica el biógrafo.

El acoso de Simón Wiesenthal y otros cazadores de nazis fue uno de los motivos de la huida de Eichmann, primero a Bari, luego a Roma, donde obtuvo el documento que acreditaba su nueva identidad, Ricardo Klement. Desde Génova partió hacia la Argentina en el buque “Giovanna C”. Llegó al puerto de Buenos Aires el 15 de julio de 1950, tras 28 días de navegación. Su primer destino fue el hotel Palermo, en la esquina de Oro y Santa Fe; después se alojó en una pensión en Barracas, vivió muy poco tiempo en el Tigre, hasta que la compañía Capri lo envió a Tucumán, donde realizó trabajos de hidrografía. “Para un escritor que reconstruye pasados y atmósferas, es muy importante saber que Eichmann caminaba por el centro, que se reunía en el bar ABC, en Lavalle al 400, con el doctor Mengele. A ese café iba Julio Cortázar y quién sabe si alguna vez no se cruzaron, sin saber uno ni otros quiénes eran...”, sugiere Abós.

–¿Cómo explica ese contraste entre el criminal nazi y el obrero que trabajaba camuflado como un argentino más?

–Hannah Arendt, esa gran filósofa política, lo explicaba en su extraordinario libro Eichmann en Jerusalén. El mal es banal, salvo algunos casos como el de Hitler, que era un desequilibrado paranoico. En el caso de Eichmann no cabe ninguna duda de que era un hombre gris. Fue un ferviente nazi, aunque es cierto que en Alemania, en esos años, no había muchas posibilidades: o eras nazi o te ibas, como Arendt. Eichmann puso mucho de sí en el exterminio, sobre todo inventó esa fórmula, que reducida a sus términos esenciales, consistía en solucionar el gran problema que le planteaba el Tercer Reich: cómo matar personas de manera industrial y evitar que queden los cuerpos. Entonces inventó el gas ziclón y el horno crematorio. Con ese gas, que usaban los veterinarios, se podía matar a 2000 personas en media hora y mediante el horno eliminaba los cuerpos. Por eso un hombre mediocre como Eichmann llegó, al final de la Segunda Guerra, al grado de teniente general de las SS.

–¿Coincide con Primo Levi en que “los ejecutores ciegos” fueron los más peligrosos del siglo XX?

–Sí, estos hombres grises son quizá mucho más peligrosos que los mesiánicos y los grandes tiranos, porque se reproducen como hongos... pienso en Bush o en el propio Videla, que tenía mucho más de Eichmann que de Hitler. Un Hitler puede haber uno en un siglo, pero hay muchos Eichmann en la Argentina y lo peor es que son peligrosísimos, porque dicen siempre “sí”.

–¿Por qué en el libro cuestiona esa idea tan generalizada de que Perón protegió a los nazis que llegaron al país?

–Si hubiera habido tanta identificación entre Perón y los criminales nazis, ¿por qué en 1955, cuando llegaron todos los antiperonistas al gobierno, no agarraron a Eichmann y a Mengele de las pestañas? Más que la protección personal de Perón, o su involucramiento ideológico, lo que explica que Eichmann y estos criminales hayan podido subsistir y permanecer tanto tiempo ocultos es la corrupción estructural de la Argentina. A Perón le preguntaron muchas veces por qué había protegido a los criminales nazis, pero él había firmado el protocolo del Pacto de Río de Janeiro, por el que los países de Latinoamérica se comprometieron a no ayudar y a perseguir a los criminales de guerra. Perón no quería criminales de guerra, ¿qué hubiera ganado trayéndolos? Si algo se puede decir de Perón es que no era tonto. Perón quería científicos alemanes. Ellos habían jurado fidelidad al Führer porque si no juraban no podían ser ayudantes de cátedra, ni barrer el piso de un aula en Alemania. Todos los países de Occidente trataron de llevarse la mayor cantidad de científicos alemanes. El que más se llevó fue Estados Unidos.

“Muchos lectores me dicen que no pueden concebir cómo Eichmann estuvo viviendo diez años en la Argentina. Pero hay que considerar que Eichmann fue Eichmann después de Jerusalén. Antes era conocido sólo por los cazadores nazis. Eichmann tuvo la precaución de quemar todo, porque cuando huyó de Alemania no dejó nada. Por eso ni Simón Wiesenthal ni nadie podía encontrar una fotografía de Eichmann”, aclara Abós. Después de años de una minuciosa persecución, tanto Wiesenthal como el Mossad, servicio de inteligencia israelí, identificaron a Klement como Eichmann. Entre marzo y abril de 1960 un grupo de expertos, reclutados por Isser Harel, director del Mossad, llegó a la Argentina para preparar la captura del criminal, que fue secuestrado el 11 de mayo de ese año, cuando regresaba de su trabajo en la Mercedes Benz a su casa. “Eichmann vivió diez años sin que el Estado argentino supiera que entró, que estaba, y tampoco supo que se lo llevaron. Frondizi se enteró de la captura leyendo el diario y todo esto nos habla de nuestro país. Por eso creo que el libro es sobre la Argentina, quizá más que sobre Eichmann”, plantea Abós. “Cuando el gobierno argentino protestó a las Naciones Unidas, a través del canciller Mario Amadeo, se produjo un debate. En la sesión, en Nueva York, Amadeo llevó un ejemplar del New York Times y leyó un artículo de Erich Fromm, judío alemán que vivía en Estados Unidos, como Arendt. En ese artículo, Fromm afirmaba que estaba en contra de lo que había hecho Israel porque había violado la ley llevándose a una persona de un país y que eso se equiparaba a lo que hacían los nazis”, detalla el escritor. “Golda Maier, que estaba en la sesión, sacó otro artículo, un recorte del diario argentino El Mundo, donde Ernesto Sabato decía que los argentinos tendríamos que pedir perdón a los judíos por haber preservado a un hombre que cometió esas crueldades.”

Abós recuerda que la ejecución de Eichmann fue muy criticada. “Martin Buber, que tenía 95 años y era un patriarca de la cultura judía que vivía en Israel, decía que no había que condenarlo a morir, porque de alguna manera era permitirle que algún día llegara a ser un mártir para algún trasnochado. Lo que había que hacer era mandarlo a un kibutz a trabajar la tierra de Israel hasta que muriera de viejo. En los debates sobre la ejecución de Eichmann nadie dijo ‘no lo maten porque la pena de muerte en sí es un crimen’, que es un concepto que hoy, cuarenta años después, alguien hubiera dicho.”

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