Domingo, 16 de septiembre de 2007 | Hoy
LITERATURA › ANTICIPO DE “BOULEVARD CENTRAL”, EL LIBRO DE CONVERSACIONES ENTRE JOHN BERGER Y MATIAS SERRA BRADFORD
Así describe el autor de Puerca tierra a las ciudades contemporáneas. En este fragmento del libro que publicará la editorial Edhasa, Berger va trazando distintas líneas reflexivas vinculadas con la vida urbana. Son también postales instantáneas que desnudan la notable capacidad de observación del escritor inglés.
Por Matias Serra Bradford
La noción de lugar para Berger insinúa infinitas variaciones, y puede destinarse tanto a un cuadro, como a un puñado de verbos o a un dibujo. Su libro más reciente, Aquí nos vemos, consiste en una serie de relatos ubicados en distintas ciudades de Europa. En Ginebra, por ejemplo, resume de esta forma un episodio: “Lo que está en movimiento no está ni en el espacio por donde pasa, ni en el espacio donde ya no está; para mí, ésta es una definición de la música... En la velocidad hay una ternura olvidada”. Inexorable, su novela King. Una historia de la calle, retrata sin caridades postizas los márgenes de una capital. Lo que impacta en John Berger, en suma, no es sólo que su rostro sea, como en Beckett, la fisonomía calcada de una obra, sino que haya sido con esos mismos ojos que siguen indagando que consiguió forjar un trabajo y una vida.
¿Pero qué es lo que más impresiona de John Berger en persona? Probablemente sean las manos, la mirada, igualmente vigorosas, elocuentes. Un diálogo a distancia invierte las reglas y reconduce la atención hacia otros sentidos: lo que el otro dice, lo que uno cree escuchar. Desde el primer momento, Berger exigía que se tratara no de una entrevista sino de un diálogo. Borrar los signos de interrogación. Barrer con todo estigma retórico y enviarnos, en cambio, postales instantáneas. A partir de la primera llamada y del primer fax, Berger redactó un plan, un guión clandestino al que bautizó “nuestro mapa”. Entre un envío y otro se coló un dividendo no negociable: dejar el margen justo entre preparación e improvisación. Dejar abierta la puerta a cambios de último momento, al olvido, a la digresión. Los otros intersticios serían facilitados por el desfasaje de la comunicación en vivo y, esto lo descubriría in situ, los “errores de percepción”: el ímpetu ajeno, mi propia miopía. El mapa alistaba tramas, huellas y desvíos que ensayamos por teléfono, pero que no surgieron de ese modo en la entrevista pública. O que simplemente no hubo tiempo u ocasión de plantear de un modo natural.
John Berger: –Las ciudades están llenas de sorpresas, llenas de lo inesperado, de extraños encuentros, llenas de respuestas que no esperabas a tus preguntas. Tal vez por esta razón es que en su origen las ciudades eran lugares de intercambio. En contraste con la ciudad está el campo, tan diferente. El campo está lleno de lo que no sorprende. Al contrario, está lleno de lo esperado, de espera. A veces puede sorprenderte, pero con frecuencia las expectativas se desvanecen. Se trata de un ritmo completamente distinto, hecho de repeticiones y de una cierta sumisión. La sumisión a la naturaleza cíclica del campo. El campo es un lugar de cultivo. También, debemos decirlo, un lugar de inmigración constante, brutal, donde la gente deja atrás todo lo que tiene porque no hay con qué alimentar a los hijos. Y terminan dejando el campo, un lugar de observación, por la ciudad, un lugar de intercambio, de cálculo. Y para dar una pequeña idea que ilustre esto, en un libro de Eduardo Galeano aparece una definición del hombre exitoso, el hombre urbano: alguien que no puede mirar la luna sin calcular las distancias, no puede mirar un árbol sin calcular el bosque, mirar un cuadro sin calcular su precio, o mirar a otro hombre sin calcular sus ventajas, o a una mujer sin calcular el riesgo. Y para contrastar con esto, quisiera evocar dos líneas escritas por un poeta esquimal, hablando de su casa nómada: “Y no buscábamos hacer nada bello, sólo hacerlo verdadero. La belleza allí era sólo una costumbre”.
–De algún modo, la ciudad como lugar de intercambio hace pensar en la ciudad como cuna del dinero y como promesa de dinero. Más dinero a cambio de menos tiempo... Me pregunto qué es lo que una gran ciudad está en condiciones de prometer en la actualidad.
–Eso es muy complicado. Millones de inmigrantes campesinos van a la ciudad –y hemos utilizado la palabra “promesa”– con la determinación, si es posible, de encontrar medios de supervivencia para ellos y sus familias. Sabemos lo difícil que resulta y con cuánta frecuencia esto no es posible, y no podemos, en verdad, llamar a eso “una promesa”. Hoy en día, la gente habla mucho acerca de cómo se siente insegura. Pero probablemente estemos exagerando un poco. Lo cierto es que si regresamos a la palabra “intercambio”, esos intercambios –que es lo que verdaderamente crearon las ciudades y, por supuesto, es cierto lo que dice, se trata de intercambios comerciales a la vez que de otro tipo– se han tornado imposibles, en su mayoría remotos y abstractos. ¿Y qué significa esto? Un tipo muy especial de soledad. Supongo que el cambio que intento definir tiene que ver con el ciudadano como habitante de una ciudad y que ahora se está convirtiendo ya sea en un cliente –es decir alguien que compra, consume– o en alguien que no tiene los medios para ser un cliente. Esta es una nueva clase de pobreza y, en esa situación, la ciudad se torna un campo de batalla entre ricos y pobres.
–Alguna vez usted subrayó la relación simbiótica que se da entre una clase social y la clase de lugar que habita: “Los pobres viven a cielo abierto, donde improvisan lugares para sí mismos... Estos lugares son tan protagonistas como sus ocupantes”.
–Sí, pero volvamos por un momento a la ciudad. Cada ciudad es muy diferente, dada la clase de intercambios que tienen lugar en el mundo, dada la tiranía neoliberal, dado el sueño offshore de un mercado global único y fluido, que es una clase de locura, pero es lo que sucede, dado que realmente más y más lugares dejaron de ser lugares. Son ninguna parte, o para decirlo en otras palabras, zonas enteras de ciertos lugares se ocultan unas de otras, cada vez más. El ejemplo más evidente es el shopping. Me parece que uno de los fenómenos que vive la gente hoy en las ciudades es que con frecuencia tiene esta sensación, la de no estar en ninguna parte. Y tal vez sea por esto que en la ciudad –no exclusivamente, pero especialmente allí– haya tantos teléfonos celulares. ¿Lo notó? Cada vez que hay una llamada, personal, de negocios, no importa de qué clase, lo primero que la persona dice es dónde está. Donde sea, bajando las escaleras... como algo que los tranquiliza. ¿Lo ha notado?
–Sí, y eso nos remite a la impaciencia, ¿no? No poder esperar a ver a tal persona, a que transcurra el tiempo que lleva trasladarse de un lugar a otro...
–¿A la impaciencia?
–La impaciencia tal como la provoca la ciudad, el contexto urbano...
–En efecto, hay una historia de Eduardo Galeano que debe suceder en su ciudad. Un hombre camina con su celular y de pronto lo pisa un colectivo de línea mientras hablaba consigo mismo. ¿Estaba simulando hablar con alguien o realmente hablaba con alguien? El teléfono era de juguete, no funcionaba...
–Recuerdo cómo, en su obra, siempre subrayó el sentido de la historia de los campesinos, su particular experiencia del tiempo, en contraste con los habitantes urbanos. Y cómo esas diferencias reclaman distintas clases de narración. Lo fecundo que resulta observar el comportamiento del tiempo en la ciudad a diferencia de cómo se comporta en el campo.
–Sí, se dan distintos relatos en el campo y en la ciudad, distintos sentidos del tiempo, sin duda. En las ciudades “de ninguna parte” de las que hablábamos –y es exactamente así porque no están en ningún lado– no hay huellas del pasado. Pero en las verdaderas ciudades el pasado está realmente en las paredes, en las piedras. Y esto no es simplemente un modo de decir. Es tangible y algo de lo que, hasta ahora, la gente ha sido consciente. Mientras que en el campo no. Quiero decir, las montañas siempre están allí pero ése es un pasado geológico, no humano. En el campo el pasado existe en la palabra. En las historias contadas y repetidas y vueltas a contar. No sólo cuentos populares, pueden ser cosas crueles y chismosas o trágicas. Allí, el pasado es una voz continua, que va de boca en boca. Y ésa es una gran diferencia. De un modo curioso eso se puede sentir, los distintos tiempos que implica, y es una pena que no podamos oír eso en la ciudad. Es equivalente a lo que sucede en música, entre el folk y el rock... ¿Se entiende lo que quiero decir?
–Sin duda, y es interesante porque si ahondamos en la comparación entre folk y rock –entre campo y ciudad– se vería que en las letras de las canciones, por ejemplo, el rock es mucho más fragmentado, más cinematográfico, mientras que el folk es más épico, con frecuencia una canción de folk relata una vida entera... A la vez, hace un rato dijo algo acerca del pasado en las paredes de la ciudad. Y enseguida pensé –y no es un juego de palabras sobre el término “rock”– en las cuevas de Chavet y de Altamira, todavía vivas de algún modo. Si tomamos el graffiti, por ejemplo, es como si la ciudad repitiera ese gesto antiguo, como si en lugar de pintar los animales que se matan esa conexión violenta se hubiera trasladado a la política...
–Sin duda, la escritura de eslóganes en una pared o de graffiti en un muro es una especie de réplica o respuesta a la historia de esas paredes. Creo que los pintores de las cavernas son un poco distintos porque estamos hablando de gente que era nómade. Y tienen una forma de mirar completamente distinta a la de la gente de ciudad, pero también a la de gente sedentaria en cualquier parte del mundo. Y su tipo de observación es, en un sentido, muy precisa y muy densa, de un modo constante. Volvamos al presente un minuto. Siempre me gusta hablar de motos. Si hablamos de las motos y de quienes las manejan, cuando conducen ejercen un grado de observación inimaginable para casi todo el resto de los conductores de otros vehículos, ya que deben considerar cada posible movimiento de todo lo que está a su alrededor, considerar la superficie del camino, el clima, y así podrían enumerarse muchas otras cuestiones. Quiero decir, el grado de concentración es extraordinario. Y la pequeña verdad de esto es la siguiente. No sé si esto sucede en su país pero aquí, especialmente en el campo, cuando dos motociclistas se cruzan se saludan aunque no se conozcan. Hay que imaginar que van a 100 km por hora, o tal vez más, y si se suman las dos velocidades, se cruzan a 200 km por hora. ¿Y qué hacen?
Mueven un dedo, así, apenas. Y eso da una idea de la intensidad de la observación que tiene lugar. Pero me he alejado mucho de los nómades así que lléveme de regreso a alguna parte...
–Me gustaría retomar la cuestión de los modos de mirar. En uno de sus libros sobre ciudades, Richard Sennett nos recuerda que el resultado de la preocupación por lo que uno observa es el deseo de hacer algo, lo que los griegos llaman poeisis, y usted siempre ha reflexionado intensamente acerca de lo que observa: personas, pinturas, lugares. Tal vez podamos hablar un poco acerca de lo que significa mirar en la ciudad. Aquello que la ciudad permite de un modo tan distinto al campo: perderse, hacerse invisible de un modo positivo. Cuando lo oía hablar de los motociclistas y los nómades, se me ocurría que los únicos nómades de la ciudad deben ser los desocupados, ¿no? Cómo cambia la mirada sobre la ciudad si se es una persona con empleo o no.
–Bueno, eso es algo que lo cambia todo, ¡no sólo la ciudad! Creo que es el miedo potencial de eso, es decir, el miedo de perder el trabajo, a cada momento, antes de que suceda. Esto afecta la forma de ver la ciudad. Creo que eso es muy probable. Sobre todo, y en gran medida, en gente para la cual perder el trabajo es una posibilidad muy grande. La tiranía bajo la que vivimos es el desempleo creado por la relocalización, porque resulta más económico trasladar la fábrica a otra parte. Y si tomamos ese término, “relocalización”, nos conduce de nuevo a lo que comentaba antes, porque ésa es otra manifestación del “ninguna parte”.
–Curiosamente, su ficción se ha ido trasladando de un sitio a otro pero sólo para hacerse literariamente más productiva. En su novela Un pintor de nuestro tiempo leemos que “en cada ciudad hay millones de sitios de revelación”. Usted ha vivido en varias ciudades. Sería interesante saber cuál ha sido la ciudad que le ha brindado tantos ejemplos de esos lugares...
–Tal vez, ahora que lo pienso, si tuviera que elegir una, elegiría Bologna, en Italia. Es una ciudad roja, en dos sentidos de la palabra. En primer lugar, sus ladrillos y piedras son rojos. A la vez, es la única ciudad que desde 1945 hasta hace dos o tres años se mantuvo consistentemente comunista. Por lo tanto, en estos dos sentidos es una ciudad “roja”. También es una ciudad extraordinaria porque está hecha de pasajes y galerías por kilómetros y kilómetros. Por lo tanto, se puede caminar para hacer las cosas que la gente hace en el centro de una ciudad prácticamente sin estar nunca a cielo abierto. Esto es realmente muy extraño. La primera impresión que se tiene de Bologna es de pequeños y delicados placeres cotidianos. Un juicio muy refinado del café: no un tipo sino cuarenta tipos diferentes de café. Lo mismo con las salchichas, la mortadela, la pasta, pasta que parece el ombligo de una mujer... Todos pequeñísimos placeres diarios que no son costosos. Estoy hablando de una cultura popular. Conozco otras ciudades donde estos placeres se comentan menos que en otras y se disfrutan y son tan habituales como en Bologna. En resumen, Bologna es una ciudad del goce. Ahora bien, estos placeres son de hecho una suerte de consuelo, muy lúcido, no sentimental. Y está ese otro lado de Bologna, que es al fin de cuentas el mismo lado, porque se trata, creo, de una ciudad de mártires. De hecho, es la única ciudad de Europa donde todavía hay varios miles de fotografías de hombres y mujeres que fueron asesinados por partisanos luchando contra el fascismo en 1943, 1944 y 1945. Esos mártires están allí.
–Su último libro de ficción, Aquí nos vemos, se construye precisamente dedicando cada capítulo a una ciudad distinta, en general relacionada a una persona, casi siempre ausente. En ese mapa le hace un lugar a Ginebra y a Borges...
–No quise formar parejas de personas y ciudades. Los lugares poseen una biografía, un carácter, un destino igual que las personas. Veo a estas ciudades como personajes. Y en el relato sobre Ginebra y Borges en realidad quise procurar una especie de pasaporte para Ginebra. Y lo mismo para las otras ciudades de las que hablo.
–También ha escrito acerca del modo en que el lenguaje puede convertirse en un lugar...
–No estoy seguro de si quise decir “lenguaje” o más bien “lengua materna”, como madre y útero. Eso ya es un lugar. Y cuando uno habla de la lengua materna me parece a mí un lugar muy, muy preciso, seguro, profundo. En general la diferencia es que el lenguaje aprendido consiste en un número infinito de palabras, de construcciones. Pero en la lengua materna están todas las palabras. Es una totalidad. Están todas las palabras que no se saben y todas las cosas que nunca dijiste o nunca has escuchado, están allí y son como un útero, de allí la palabra “materna”, pero también son –si se quiere– como una habitación. Sí, el lenguaje es como un lugar.
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