LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR COLOMBIANO MARIO MENDOZA
A partir del mito y de la realidad de la tribu colombiana nukak makú, el autor plantea en Los hombres invisibles, su nueva novela, una reflexión sobre las nociones de salvajismo y progreso.
› Por Angel Berlanga
Una transmutación: eso propone el escritor colombiano Mario Mendoza en Los hombres invisibles a partir del devenir del protagonista, un actor bogotano cansado de llevarse puesto, agobiado por el fracaso en el oficio, la infidelidad y el abandono de su querida esposa y la muerte de sus padres. Pero a la vez que ese mundo se le extingue –y casi lo liquida–- de a poco, por azares y búsquedas, va naciendo y desarrollándose su interés por una tribu casi mitológica que hasta hace dos décadas vivió nómada, sin contacto con la civilización, en las selvas colombianas. “Quiero aclarar –anota el autor al final– que todo lo narrado pertenece al territorio de la ficción, aunque algunas de las acciones estén documentadas. La existencia de los nukak makú se confirmó en 1988, cuando un grupo de cuarenta y tres miembros se vio obligado a salir de la selva cerca de la población de Calamar, en el departamento del Guaviare, debido a una serie de masacres de las que habían sido víctimas por aquellos meses. A partir de ese momento su cultura tiende a la extinción.”
“Durante muchísimos años fue una especie de rumor entre antropólogos, historiadores y viajeros, que hablaban de una tribu que a la llegada de los españoles se había alejado y metido en la selva –cuenta Mendoza, que vino a Buenos Aires a hablar de la novela–. Se creía que era un mito, aunque en el fondo todos queríamos que fuera cierto: era como una resistencia a aquello en lo que estamos inmersos, al trabajo, la productividad, el homo faber versus el homo ludens. Pero en 1988 los enfrentamientos entre el ejército colombiano y facciones de las FARC en la zona produjeron una serie de masacres y en el medio quedaron algunos colonos y también unos seres muy extraños que de pronto se mostraron por primera vez. Una tribu que nadie había visto nunca y hablaba una lengua desconocida. Y es que se desplazan a gran velocidad por la selva, en familias separadas: la leyenda era cierta. Veinte años atrás, en 1969, el hombre había sido capaz de llegar a la Luna, pero todavía había pueblos en el planeta que no conocíamos. Comencé a obsesionarme con esto, porque tenemos la sensación de que progresamos y dejamos atrás el salvajismo, la carnicería, nuestro origen animal. Y no es así, no es cierto, estamos extraviados, viajando en círculos un poco caóticos.”
–No es cierta la idea de progreso, plantea.
–Los sociólogos empiezan a darse cuenta de que en mitad de las ciudades hay hordas primitivas. Seres con garrotes, barbados, nómadas también en mitad de la ciudad, que duermen donde los coge la noche, que hacen guarida debajo de un puente: los llaman “factores de prehistoria urbana”. Nos tropezamos de repente con individuos con biblias en las manos, pastores y sacerdotes en estado de trance o éxtasis, curando y sanando paralíticos y ciegos. Y al mismo tiempo está Internet, la contemporaneidad, el futuro. Todos los tiempos precipitados aquí y ahora. ¿Qué significa entonces, cuando tenemos esa sensación, la mirada de un indígena que sale de la selva, muerto de pánico? No conocemos su lengua, mantiene una relación distinta con la naturaleza y su concepto del tiempo es otro. Sentí que para un narrador era una experiencia fascinante escribir una novela en esa dirección. Sobre todo con la duda y el recelo permanente de si no estaremos haciendo todo muy mal.
–Pero no llega a ser maniqueo: habrá también salvajismo en el salvajismo y progreso en el progreso.
–Claro. Pero lo maravilloso es la relatividad, la duda. Porque los occidentales sentimos que somos los mejores, que la industria y la tecnología, desde el siglo XVII en adelante, nos hacen progresar. Y eso en realidad es una falacia: detrás de la voluntad de conocimiento y de saber hay una voluntad de poder. La investigación de las ciencias de la naturaleza no nos llevó a lo que soñaban Da Vinci y los hombres del Renacimiento, a la justicia, la equidad, la igualdad. No. Hiroshima y Nagasaki dejan claro que las investigaciones científicas conducen a la hecatombe, al control y al poder. Pero eso no nos gusta, no queremos hablar de eso. En realidad creo que desde 1945 sentimos que estamos perdidos, que no hemos logrado reconstruir el proyecto de la modernidad. El extravío general de todo Occidente produce el extravío individual. Esa sensación de caminar por la calle y decir “pero para dónde dirijo mi vida, cómo hago para armarla con dinero, con éxito”.
“Creo que todos hemos tenido en algún momento ganas de irnos, de largar todo –dice Mendoza–. La sensación de decir no puedo más. Con madrugar, el trabajo, los recibos de luz, los saldos. ‘¿Podré o no comprar un departamento, o un carro? ¿Me caso? ¿Me separo?’ Quién no ha mirado por una ventana y soñado con irse lejos. El sueño de la fuga es una constante, algo fascinante que en la literatura, creo, inaugura Hawthorne con Wakefield. Siento mucha atracción por la vieja historia de quienes salen a la calle a comprar cigarrillos y no vuelven. Uno cree que los tipos lo han planeado y no, no han sacado el dinero ni preparado la fuga: de pronto, ya en la calle, sienten que algo les impide regresar. La pregunta de la novela es por qué no. Y el personaje se la juega, se deja morir y se inventa en otra parte.”
–¿Fue a la selva, estuvo con los nukak makú?
–Sí, cuando estaba comenzando la novela leí las noticias en el periódico y enseguida empaqué maletas y me fui para San José de Guaviare a reseñar. Viajé varias veces. Estuve con los nukak makú pero en una finca; hubiera sido ideal en la selva, pero es sumamente riesgoso, porque es una zona de conflicto. Creo que no le temo tanto a que me disparen o a morir como a un secuestro. Hay soldados que llevan ocho o diez años secuestrados, amarrados como animales.
–Ha dicho que un artista “debe tener responsabilidad”. ¿Cómo sería eso?
–Creo que a nosotros, los latinoamericanos, no nos enseñan algo fundamental: a ser responsables de nuestro talento. No entendemos que para llegar a la universidad, para tener ese beneficio, millones de personas se levantan a trabajar en panaderías, abren establecimientos, tienen el azadón en la mano, arrean ganado. Son millones que están en la pirámide social, trabajando entre diez y doce horas diarias, para que al final aparezca de manera irresponsable y milagrosa un pintor, un bailarín, un poeta o un novelista. Si ese individuo comprendiera que está parado sobre los hombros de tantos trabajadores que esperan de él que haga un buen uso de sus privilegios, trabajaría con un rigor implacable. Pero el artista, de manera irresponsable, y también maravillosa y extraordinaria –no me voy a poner a predicar como un cura qué se debe hacer o no–, cree que está solo y que puede hacer lo que quiera, que es libre incluso para atentar contra su talento, odiarlo, o hacerse el loco. Porque en el fondo eso es fácil, también. Relaja mucho. Uno se preocupa menos. Yo me siento como si fuera parte de una tribu. En el caso colombiano los artistas estamos haciendo la reflexión que no han sido capaces de hacer los hombres del poder. Directores de cine, pintores, bailarines, narradores: somos un pelotón compacto, cohesionado, y no nos pegamos codazos entre nosotros. La sociedad colombiana necesita hacer catarsis, transformar las fuerzas negativas en positivas, y esa sensación de ir juntos, armando una reflexión, nos da a los artistas fuerza y potencia.
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