LITERATURA › “SI PIENSO ALGO, ME CUESTA MUCHO NO LLEVARLO AL ABSURDO”
El escritor dice que cuando detuvieron al pirómano Li Qin Zhon con una botella de nafta, un arma y una piedra para romper vidrieras “parecía una joda, un sospechoso armadísimo, el chino expiatorio”. Por eso fue a las audiencias del juicio, donde terminó ideando un “secuestro light” que sirve para analizar la visión argentina de “lo chino” y poner en tela de juicio la corrección política.
› Por Silvina Friera
Algo había cambiado en el paisaje de Buenos Aires. Cuando Ariel Magnus regresó de Alemania, en 2005, se sorprendió por la cantidad de supermercados chinos que había, más o menos uno cada tres cuadras. Pero lo que más lo asombró fue un episodio policial: el famoso pirómano chino Li, apodado “Fosforito”, acusado de incendiar varias mueblerías de la ciudad. El incendio más devastador, quizás el más recordado, ocurrió en agosto de ese año en la esquina de Malabia y Corrientes. Cuando detuvieron a Li –estaba andando en una bicicleta roja por el barrio de Caballito– le encontraron 700 pesos en el bolsillo, una pistola Taurus 380, una caja grande de fósforos, una piedra del tamaño de un puño y una botella de agua mineral con dos litros de nafta. “Parecía una joda, un sospechoso armadísimo, el chino expiatorio”, bromea el escritor en la entrevista con Página/12. “Decidí ir al juicio, seguir el tema. Al principio, quería hacer un libro de crónicas sobre chinos en la Argentina. Se lo propuse a un par de editoriales y me lo rechazaron con mucho entusiasmo.” La prensa, como no podía ser de otra manera, estaba encantada con el “sátiro de las mueblerías” y lanzó la hipótesis de que el pirómano era un soldado de la mafia china que quemaba locales estratégicos para que luego sus paisanos los pudieran comprar baratos y pusieran sus supermercados. El momento mágico en que dos ideas ajenas entre sí se juntan para crear una tercera, novedosa y extraña para quien la formula, sucedió en el baño del juzgado donde condenaron a Li Qin Zhon a cuatro años de prisión efectiva. “Qué pasaría si el chino me secuestrara y me llevara a vivir al barrio chino”, pensó Magnus. Y esa idea disparatada, absurda, fue el embrión de la novela Un chino en bicicleta (Norma), ganadora del premio La otra orilla.
A quien secuestra Li es al narrador de la novela, al joven Ramiro Valestra, testigo del juicio en que fue condenado el pirómano. Durante ese atípico cautiverio –“bastante decepcionante” para el secuestrado, porque el pirómano no le tapó la cabeza ni lo encerró en un cuarto a oscuras–, en los fondos de una casa en el Bajo de Belgrano, el joven protagonista irá conociendo a un puñado de chinos, Chao y su mujer Fan –los dueños de la casa y del restaurante Todos contentos–, al primer actor chino de Argentina, Lito Ming –apodo que recibió en el programa Cha cha cha–, a Chen y a Yintai, la mujer que lo inicia en los placeres amorosos y que cambiará por completo la vida de Ramiro. De un prostíbulo chino a un karaoke, y de comer comida china a la cancha de Defensores de Belgrano (donde escuchará la increíble historia de Sergio García, el arquero del juvenil del ’79 que fundó una escuela para chinos en Jáuregui), por mencionar algunas de las escalas del alocado periplo, el joven secuestrado recibirá un baño de inmersión de cultura china. “Al final, lo que pretendía ser un estudio sociológico de los chinos, terminó siendo como un viaje a mi universo de los chinos, y a lo que me parece que los argentinos vemos como lo chino”, admite Magnus.
Santiago Gamboa, uno de los miembros del jurado que eligió Un chino en bicicleta entre 230 manuscritos, subrayó el tono divertido, “preciso y conmovedor”, de la historia de una amistad “en una Buenos Aires recién fundada para la literatura: la de su comunidad china”. César Aira, en cambio, la definió como una “fábula de aprendizaje en la cual proliferan las aventuras, los chinos, y las mil caras de la más feliz de las pasiones argentinas: la amistad”. Magnus, que recibió los 30 mil dólares del premio en Colombia, plantea que fue delicado explicar el tema del secuestro. “Cuando los periodistas me preguntaban de qué se trataba la historia, yo decía que era un ‘secuestro light’”, cuenta el escritor.
–¿Escribir esta novela fue como estar “secuestrado” por la cultura china?
–Lo viví como un viaje, fue como estar inmerso en lo chino. Lo primero que hice, cuando vi que empezaba a avanzar en la escritura, fue agarrar todo lo chino que tenía en la biblioteca. Hasta me compré un wok y cosas para cocinar, así que me chinicé un poquito (risas). Pero no lo viví como un secuestro sino como un viaje, como una forma de estar en China.
Ramiro dice que “los chinos o nos causan mucha gracia o una tremenda tristeza, en cambio nosotros a ellos creo que les causamos una pareja indiferencia”. Magnus señala que esta observación, en boca del narrador, no es el resultado de un profundo estudio sobre la cultura china. “Justo estaba pensando con vergüenza en esa frase, no sé por qué”, dice. “Lo primero que despierta lo chino es gracia; por supuesto que también hay gente a la que le despierta asco, pero eso no lo considero”, aclara. “Me da la sensación de que es raro ver a un chino solo. Si decís chino, pensás en diez y no en uno. La gracia que genera lo chino es una reacción a la extrañeza, y la lástima es como la contrapartida.”
–¿Por qué cree que también cuando se habla de China como potencia mundial, los chinos causan más miedos que los norteamericanos?
–Generan miedo porque son muchos. A los yanquis estamos acostumbrados desde chiquitos. Estuve en China, y aunque amo su cultura, la pasé muy mal. Me encantan los chinos fuera de China, pero dentro, no. Era increíble; la idea era: “haga patria, cague a un turista, y especialmente si es blanco”. Yo trataba de explicarles que era argentino, pero no entraban en razón. Sabía cómo se decía “hola” y “cuánto cuesta” en chino. Un día fui a sacar una fotocopia y pregunté cuánto costaba. Me dijeron cinco, me sacaron la copia y me pidieron diez. Le recordé que me acababa de decir cinco y entonces el chino agarró la página y me señaló cinco, de un lado, y cinco, del otro. También me acuerdo de subirme a un bus y que cuando a todos le cobraban dos, a mí me pedían veinte por portación de cara. Me decepcionó mucho el comunismo; y son bastante violentos, salvo en la parte musulmana, donde me sentí bárbaro. El miedo que generan es porque son muchos, son muy disciplinados y da la sensación de que se mandan al frente y que son muy sanguinarios. Y además, no nos entendemos, todo es distinto y son personas con las que nos cuesta dialogar.
–Quizás en la Argentina generan miedo por la llamada “mafia china”...
–Sí, la idea es que ellos están todos confabulados, son hermanos y están en contra de nosotros; traté de jugar con ese tipo de prejuicios en la novela.
–En un momento de la novela, Yintai le plantea a Ramiro que la corrección política es una forma de racismo, acaso la peor. ¿Usted qué opina?
–No sé si la corrección política es peor que el racismo, pero puede ser muy dañina. Lo que tiene la corrección política es que no lo parece, la idea es “al fin llegamos a esto que es la verdad”. La corrección política extremada no te deja pensar ni decir nada. Es mucho más peligrosa porque no te da válvulas de escape, y en ese sentido estaría de acuerdo con Yintai en plantear que el escape es el racismo. Me doy cuenta de que, cada vez más, la corrección política me saca de quicio.
–¿Sería como esconder los pensamientos que avergüenzan debajo de la alfombra?
–Sí. Vos ves un chino y es un chino y no podés decir “somos todos iguales, no tengo ningún preconcepto”. Estás mintiendo, porque más allá de que te parezca lindo o feo, es evidente que es chino por los ojos. Si sobre esas cuestiones planteás una política, sos un racista y merecés ir a la cárcel. Ahora, si vos reprimís todo esto, creás una violencia interna que en algún momento va a estallar. Cuando Yintai acusa a Ramiro por su corrección política, en realidad creo que es una acusación a mí mismo. En el mundo real quedé muy indignado con el juicio a Li y todo lo que hicieron. La policía era el punto clave de la investigación. Si le puso a Li el arma y la gasolina, son unos hijos de puta, pero si se cree en la policía, la justicia argentina se portó bastante bien... Por supuesto que si hubiera sido de otra nacionalidad, quizá por portar un arma no lo metían preso.
–Un personaje dice que en China lo hubieran matado...
–Eso me lo dijo un chino en el juicio y yo estaba indignadísimo, pero me quedé pensando si no había caído en la trampa de la corrección. El punto clave es por qué lo metieron en el manicomio y le dieron las pastillas. La cuestión pasa por si creés o no en las autoridades argentinas... y confieso que tiendo a no creer. Si creés, al tipo le dio un ataque, lo metieron en el Borda, lo juzgaron e hicieron todo bien.
–En un momento, Ramiro plantea que la imaginación es la mejor arma que tienen los hombres; que se puede programar absolutamente todo menos ese momento mágico en que dos ideas ajenas entre sí se juntan para crear una tercera, novedosa y extraña para quien la formula. ¿Es lo que le pasa cuando se le ocurre la idea de una novela?
–Sí, el momento en que se te ocurre una idea lo vivís como algo mágico; tiene algo de azaroso y de improvisación. Ese momento mágico es el que busco cada vez que me siento a escribir, y si una mañana no tuve ese momento, me levanto mal. Mientras Li estaba en la cárcel, yo estaba escribiendo una posibilidad de su vida. Mi fantasía era incrustar un pedazo de ficción en la realidad. No es que lo pienso antes: “Quiero escribir una novela donde la ficción se meta en la realidad”. Poner la realidad y la ficción al mismo nivel es el truquito al que apelo.
–¿Y qué busca al extremar el absurdo?
–Extremar el absurdo es pensar las cosas a fondo, pensarlas mal, que es probablemente como me gusta pensar muchas cosas, es como si las llevaras a su última consecuencia. A mí me cuesta mucho, si pienso algo, no llevarlo inmediatamente al absurdo. Me siento cómodo en ese lugar. Como creo que la literatura es un acto de libertad, tiendo a inclinarme hacia el vicio del absurdo, claro que con ciertos límites estéticos.
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