Jue 15.11.2007
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LITERATURA › SYLVIA IPARRAGUIRRE Y “EL MUCHACHO DE LOS SENOS DE GOMA”

“Quise contar la ciudad del menemismo, sin nombrarlo”

La nueva novela de la escritora abarca un mundo en el que quedan claras las coordenadas políticas y sociales, pero no pretende convertirse en un ensayo histórico. “Puede ser que la ciudad se perciba como una especie de personaje, pero en realidad sus calles son el ámbito, el trasfondo de los encuentros y los desencuentros de los personajes”, dice.

› Por Angel Berlanga

Es la noche del 31 de julio de 1995 y Cristóbal saca por primera vez en esta historia unos papelitos de sus bolsillos: “MORFAX casa de comidas pizza empanadas”; “Albergue transitorio Discret Eroticsuite Watersuit”; “TE LLAMA la Iglesia Universal del Reino de Dios en el Monumental de Núñez”; “El pisito de Maipú –diosas en portaligas, servicio de bar sin cargo”; “¡¡¡Tu piel merece otra vida!!!”; “MODEL STAR ¿Soñaste con ser modelo? Casting gratis”. En solitario, en un bar de Avenida de Mayo, a la una y media de la mañana, Cristóbal brinda con cerveza: cumple 17 años y se va de su casa, porque ya no soporta más a su padrastro polaco. Así, por ahí y por entonces, inicia El muchacho de los senos de goma, tercera novela de Sylvia Iparraguirre, que acaba de publicarse. No hay en el relato una sola alusión directa a la política, pero en ese surtido de papelitos, en los chirimbolos importados que procura vender este adolescente para hacer un mango –sacacorchos musicales, percheros luminosos, ceniceros para dejar de fumar, radio-zapatillas, tetas “del mejor poliuretano en plaza”–, en los brotes de violencia y miseria que afloran en la ciudad, están clarísimas las marcas del menemismo. Por los barrios de esa Buenos Aires anda este flaco, tratando de saber quién es y para dónde arrancar, con tramos de canciones de los Redondos que cada tanto le suenan en la cabeza y una valija llena de cachivaches de colores.

Aquella misma noche Mentasti, el otro gran protagonista de la novela, un profesor de filosofía a poco de cumplir cuarenta, aterriza en su departamento de Almagro tras un viaje que le sacude los cimientos de su concepción del mundo: acaba de volver de la cordillera occidental boliviana, adonde fue a visitar a un amigo de la infancia y militante de izquierda, un antropólogo que se instaló allí ocho años atrás y participa activamente en unas luchas obreras. Un viaje, piensa Mentasti, que le pone en escena “dos dimensiones contrapuestas: el lenguaje de la vida, el lenguaje de la especulación”. En el devenir de los dos protagonistas Iparraguirre echa a andar en su relato, justamente, esa contraposición; a través de una tercera persona que se adecua en su registro, como sombra, al personaje que enfoca, la novela se desarrolla unas veces por carriles paralelos y otras por cruces de variada superposición, porque Cristóbal ha sido alumno de Mentasti y está expectante por la propuesta que le hizo para participar, por fuera de la escuela, de un curso sobre Wittgenstein, figura clave en las ideas del profesor, puesta en crisis a partir de su estadía en Bolivia. Tercia fuerte en la historia otro personaje, la señora Vidot, dueña del lugar donde consigue alojamiento el chico: su crisis deviene de la muerte de su marido, ocurrida un año atrás en el Sudeste Asiático, con el agravante de que el hombre pidió ser echado al mar.

Como en otras narraciones de Iparraguirre, en El muchacho de los senos de goma hay zonas de encuentro entre protagonistas que tienen poco en común, retratos y composiciones de personajes que reflejan su humanidad en sombras y destellos, en pequeños gestos y en búsquedas de fondo, en una frase y en la relación con algún objeto, en espacios difusos para que el lector ponga, en variaciones de clima que abarcan la espesura y también amplias gamas de humor.

–¿La ciudad es la gran protagonista del libro?

–Creo que es más bien su escenario, un escenario buscado, recorrido, amado y odiado. Puede ser que se perciba como una especie de personaje, pero en realidad sus calles son el ámbito, el trasfondo de los encuentros y los desencuentros. Como es una novela de personajes, me interesa que el lector vea lo que ellos ven, lo que les importa y les interesa. Mentasti se declara como un tipo nuevo de flâneur, un caminador de la ciudad, aunque se demostrará que es bastante improbable ese papel en nuestros días. En las recorridas de los personajes están Retiro, Parque Centenario, Almagro, Balvanera; Buenos Aires está, también, a través de los volantes que el chico recibe constantemente, a través de los grafittis que lee en las cabinas de teléfonos, en los baños, esos mensajes anónimos que son una de las caras de lo urbano. Esa cantidad de mensajes que nos llegan en los lugares más insólitos y que pueden ser escatológicos, pornográficos, inocentes, pervertidos, futboleros, de ofertas varias.

–¿Por qué ubicó la historia en 1995?

–Hubo razones prácticas: la historia del chico sucede en la época en que se libera la importación de Taiwan y entra a mansalva una cantidad abigarrada de manufacturas, que abarcan desde la banderita argentina de los desfiles hasta los anteojos con luz, todo lo que te puedas imaginar: la chuchería, la tontería, el souvenir de plástico, de nylon, de cartón, esas cosas desechables que tienen, a veces, una gracia increíble. Una de las caras del menemismo, aunque el menemismo no aparece mencionado en la novela. Pero fue esa ciudad la que quise contar: detrás del shopping estaba la otra, la oscura, la de los desnutridos, la de los que viven debajo de la autopista. Estalló en 2001, pero la cosa venía de muy lejos.

–No hay, sin embargo, una sola alusión a la política. Parece, incluso, una decisión hasta estética.

–Exacto. Me interesa que un tema, la política por ejemplo, o la soledad, surja desde el conflicto de los personajes y no de otro modo, y, al menos en esta novela, lo que les pasa a los personajes no tiene que ver directamente con la política. El chico tiene 17 años, no va a la universidad y no está en contacto; Mentasti vive con sus contradicciones; la señora Vidot vive sacudida por lo que le pasó, en un estado muy melancólico. Estamos siempre refiriéndonos a la política, que la cosa anda mal, que la inflación es eterna, pero en realidad la gente más que nada vive, pasa hambre, trabaja, tiene niños, sale, se angustia, forma parejas y las deshace. La política está en el aire y, sobre todo, en las macrodecisiones económicas a las que no tenemos acceso, pero creo que nos hemos cansado un poco: han sido décadas de sobredosis de política.

–Lo que les ocurre a los personajes, más allá de eso, está directamente ligado a este país en ese momento.

–Claro. Es la ciudad de los noventa, de algún modo la misma que ahora, sólo que ahora hay cosas y diferencias que se agravaron. Y eso también puede leerse como política. Pero en la dimensión de la ficción, en los conflictos internos de los personajes puede a veces verse reflejada y a veces no: en este caso los personajes existen en otra dimensión. Aunque, naturalmente, pueda leerse un trasfondo político, no quise que apareciera como un telón pintado. Toda expresión –un cuadro, una película, un libro– implica un recorte de lo real, no puede ser otra cosa. Y esa selección es interesada, estética, significativa; un recorte. En esta novela, la política no entra en los conflictos de los personajes. Sí entra la dimensión ideológica.

–¿Tiene, recuerda, gestos o situaciones fundantes de los personajes?

–Hay uno, sí. Un fin de semana fuimos a Uruguay: se estaba filmando Patrón, una película que hizo Jorge Rocca, con Valentina Bassi y Leonor Manso. Hablo de diez años atrás. Una noche fuimos a comer al puerto y había un chico, ayudante de dirección de Rocca, que contó brevemente una anécdota: vendía cosas plásticas. “Yo era el muchacho de los senos de goma”, dijo. Me encantó la gracia con la que lo dijo, aunque no pretendía ser gracioso. El chico resultó ser Daniel Burman. Tengo que aclarar que el personaje y lo que le pasa no tiene nada que ver con él; el personaje es de cabo a rabo ficción. Pero esa frase fue un disparador y a su alrededor fue creciendo la idea central de la novela: ahí tuve al chico que quiere irse de la casa y mantenerse solo. El profesor surgió casi en simultáneo, porque de inmediato supe que el chico debía sostenerse en otros conflictos; que se destacaba en algo en el colegio que tenía que ver con su profesor, y que ese algo era intangible, en oposición con las boludeces de Taiwan, con el despilfarro de sonsera, tan de la precariedad de los tiempos.

–Como personaje, Cristóbal está alejado del estereotipo del adolescente de esos años.

–No es un chico naturalista o que pretenda semejarse a un chico de la realidad: es literario, y a lo que aspira es a ser verosímil en su contexto. Tomo cosas de la realidad y se las atribuyo a un personaje de modo que funcione dentro de la novela. Del mismo modo, tomo cosas del habla; yo me instalo en el habla con comodidad, en los registros orales. A lo que dice el autor, de todas formas, hay que tomarlo con pinzas, porque el libro ya no le pertenece: estoy hablando de algo que ya sucedió, que es la escritura. Ahora puedo decir cosas que pueden ser corroboradas o desmentidas por la lectura.

–¿Escucha a los Redondos?

–Sí, los he escuchado mucho. También he leído mucho sobre y de ellos. Pero tengo un fundado terror de que mencionar este aspecto se confunda con algún tipo de maniobra de difusión o para enganchar cierto público. Y no quisiera equívocos. Respeto mucho a ese grupo.

–¿Qué le atrae del grupo?

–Me gusta todo: letras, música, cómo suenan. Me interesa la relación especialísima que establecieron con los pibes. Y me interesa su postura ante el mundo, que está sostenida en buena parte en una retórica particular, en un modo de usar el lenguaje que tiene Solari que opera como un estilete, cortando la realidad. Usa el lenguaje de una manera oblicua, metonímica más que metafórica; algunas letras pueden parecer oscuras, pero los chicos saben a qué se refieren, los chicos entienden que ese lenguaje desarticula la realidad, la desenmascara. Sobre todo desenmascara la manipulación. Las letras de los Redondos llegan siempre a destino, más allá de que algunas sean bastante herméticas: los chicos saben, sienten, qué quieren decir. Son muy refinados en su manera de nombrar zonas oscuras de la realidad, aquellas donde viven los chicos, la masa que los ha seguido con tanta fidelidad. En los términos del personaje de Mentasti, los chicos y los Redondos comparten el mismo juego de lenguaje, saben el uso de las palabras y por eso se comprenden perfectamente. Creo que existe, ahí, construida, una honestidad muy grande. Y por eso quiero ser clarísima: esta mención es sólo porque forman parte de un tema de la novela, son parte del perfil del chico, de su interioridad: lo acompañan.

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