Mar 11.12.2007
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LITERATURA › GUILLERMO MARTINEZ Y “LA LENTA MUERTE DE LUCIANA B.”

“Aquí traté de quebrar las ideas comunes sobre el azar”

El escritor y ensayista habla de su última novela, una máquina narrativa que, a fuerza de tensar entre lo casual y lo causal, despliega implacablemente una historia que tiene como protagonistas a dos escritores y a una chica que trabajó con ellos. “El punto de partida se basa en la ambigüedad, en dejar ciertos márgenes de duda en la versión inicial de la chica”, señala.

› Por Angel Berlanga

La competencia y los recelos entre dos escritores: eso pone en marcha la historia que Guillermo Martínez despliega en La lenta muerte de Luciana B., su última novela, publicada en septiembre en España y ahora aquí. Brutalmente, el argumento desencadenante puede sintetizarse así: diez años atrás, la chica a la que alude el título escribía los dictados de ficciones de los dos novelistas y ambos, tras cranearse si el otro se habrá encamado con ella o no, hacen sus fallidos intentos; en el presente, el narrador –uno de ellos– recibe el sorpresivo pedido de ayuda de una Luciana devastada por una serie de tragedias que, cree, son la venganza del otro, de Kloster, en aquella época un autor casi secreto y en el presente hiperpúblico, prolífico, exitoso. ¿Qué pasó? La chica le hizo un juicio por acoso sexual, la esposa del escritor se piantó con la hijita y la nena murió en lo que parece un descuido. ¿Y luego? El novio, los padres y el hermano de la protagonista mueren por diversas causas, unívocas salvo para ella, que está convencida de la autoría criminal y magistral de Kloster y también de que la cosa no termina ahí, de que el hombre viene, implacable, por más.

Implacable es, también, la máquina narrativa que pone a funcionar Martínez en esta novela. La lenta muerte... es un artefacto que funciona a ritmo sostenido, de principio a fin, impulsado por un motor que se alimenta del siguiente binomio: ¿se trata de una azarosa racha adversa, de algunos elementos y de la paranoia un punto culposa de Luciana, o de una monstruosa y progresiva agonía planeada como castigo por Kloster? El suspenso por responder a la pregunta arrastra a indagar al narrador, que se dedica a dar “sempiternos cursos sobre vanguardias literarias” y que envidia la solidez del otro, con quien comparte el gusto por Henry James, uno de los autores de cabecera de Martínez. Imposible no leer, en las entrelíneas de la novela, referencias al cruce que el autor sostuvo con el analista y editor Damián Tabarovsky.

El punto de partida, dice Martínez, no fue un interés filosófico derivado de largar a correr, a la par, como posibles explicaciones de las muertes, lo azaroso-paranoico y la venganza prolija y premeditada. “El tratamiento se basa en la ambigüedad, en dejar ciertos márgenes de duda en la versión inicial de la chica”, dice Martínez. “Ningún hecho resulta del todo claro, ni siquiera para los mismos protagonistas, y pueden ser interpretados de una manera o de la otra. Con las posibilidades sobre la mesa, sí, me interesó pensar en cada una de ellas de una manera que de algún modo fuera creativa. El tema del azar, por ejemplo, está pensado en paralelo con el fuego: en uno y otro están, embrionariamente, todas las formas, pero ninguna permanece. Traté de quebrar esa idea que tiene el sentido común sobre el azar como una especie de dispersión absoluta de alternativas, porque al contrario de lo que parece, en él también hay ciertas nostalgias de formas, repeticiones, indicios de patrones, y está más cerca de la causalidad de lo que uno pensaría en principio. Eso aparece reflejado, también, en la estética de los dos escritores.”

–¿En qué consiste, de fondo, la discusión entre ambos?

–No sé si hay discusión; hay, más bien, dos estéticas que están en tensión. De algún modo, uno le recrimina al otro que sus novelas están atadas a la causalidad, y el otro en todo caso le observa que el azar siempre es un simulacro. No hay posibilidad de escribir una novela que sea realmente azarosa; a lo sumo puede presentarse una simulación deliberada, calculada, del azar, y por lo tanto hay también una especie de causalidad encubierta que es buscar los elementos que permitan esa simulación. Ordenar de una manera aparentemente desordenada. Luego está la cuestión del éxito: aparece la mención a Enoch Soames, el cuento paradigmático de un escritor oscuro que cree que en el futuro será reconocida su obra, pero cuando logra viajar hacia delante en el tiempo se encuentra con que no hay absolutamente ninguna mención sobre él. Hay un momento en el que el narrador ve una biblioteca en la que están traducidos todos los libros de Kloster y se ve a sí mismo como una especie de Enoch Soames y piensa: “¿Por qué él sí y yo no?”. Cree que escribe mejor pero está postergado.

–¿Le gustará el libro a una feminista?

–No, creo que la novela hiere un poco la susceptibilidad femenina. Pude detectar que toca mucho el reencuentro de Luciana con el narrador y la descripción física que se hace de ella en ese momento. La cuestión del paso del tiempo en las mujeres hiere. De todas maneras, nadie sale bien parado en la novela, no es que haya un ensañamiento con el personaje femenino. Todos tienen sus claroscuros. Más oscuros que claros.

–¿Concibió la historia como un detalle que dispara lo descomunal?

–Yo creo que sí, que los crímenes quedan en segundo plano, que era lo que a mí me interesaba. Yo digo que es como una novela de Henry James en la que en vez de matrimonios hay crímenes. Los hechos en sí mismos no importan demasiado, aunque fue un desafío técnico pensar en una serie de muertes que puedan ser vistas como accidentes letales, que condujeran inevitablemente a la muerte y que produjeran duda por su acumulación, y también como asesinatos cometidos por un criminal muy rebuscado, muy sofisticado. El sustrato filosófico de la novela es cómo lee uno los signos de la realidad. Una serie puede leerse de manera confabulatoria o producto de la casualidad.

–Usted dijo que el libro compendia sus novelas anteriores. ¿Lo concibió así?

–Resultó así sin que lo hubiera pensado. Al comienzo iba a ser un cuento, pero al desarrollar las posibilidades me encontré con que tenía el germen de una novela; en algún momento también pensé que sería una obra de teatro. Me encontré con que reaparecieron algunos de los mundos de las novelas anteriores: muertes, como en Crímenes imperceptibles; el mundo de los escritores y cierta tensión entre ellos, como en La mujer del maestro, y la acechanza de algo diabólico, como en Acerca de Roderer. Creo, entonces, que tiene algo de las tres anteriores y que a la vez es muy distinta, porque desde lo formal es la primera vez que trabajo con esa cantidad de diálogos y esa estructura dramática casi cercana a una obra de teatro.

–Hay nexos, apegos y distancias con el policial. ¿Cómo trabajó eso?

–Siempre establezco una línea de suspenso. Me interesan las novelas en las que desde una situación inicial, con elementos más o menos triviales, intercambiables, cotidianos, se van acumulando elementos y situaciones hacia un final en el que todo aquello que era, digamos, contingente, se convierte de alguna manera en necesario, resignificador de todo lo leído anteriormente. En esta novela traté de sacar del medio todos los elementos incómodos de los policiales y me quedé con un policial abstracto: los crímenes, su relato, los dos antagonistas y el narrador, que tiene que decidir con los mismos elementos que tiene el lector. Creo que es, en cierto punto, un policial esquelético: está la estructura, pero no hay forenses, ni comisarios. Aparecen, pero para desaparecer enseguida. Porque transcurre acá, y tengo que deshacerme de los policías argentinos, que sólo contribuyen a la oscuridad.

–Usted escribe: “Cuando Kloster había cometido lo imperdonable –tener su primer gran éxito–, la máquina de pequeños resentimientos del mundillo literario se había puesto en marcha contra él”. ¿Comparte esas líneas, es así?

–Hay algo de eso. No quiero decir que todo el mundo. Pero cómo es posible que antes de tal libro nadie se preocupara de hablar de tal escritor y después todos descubren que es el peor enemigo. Es como si cualquier porción de éxito fuera robada a los demás. En realidad, y lo digo con toda frialdad, lo que ocurre es que el éxito que pueda tener un libro más bien abre camino a la literatura argentina en general. Suele pasar que un editor extranjero compre al más obvio y que los otros, que no pudieron comprarlo, miran alrededor a ver quiénes más están. En este momento se está hablando de la literatura argentina en ese sentido, se percibe un potencial de creatividad y están tratando de descubrir nuevos autores. Y otra cosa: se trata de un fenómeno pasajero. Hace veinte años los ojos estaban puestos en unos, después en otros, mañana en terceros. El éxito tiene algo de aleatorio, esencialmente. No debería entusiasmar ni deprimir demasiado.

–Es inevitable relacionar algunos de los tramos del libro con las discusiones que mantuvo con el crítico Tabarovsky.

–En mis novelas hay algún punto que da la sensación de autobiográfico, pero siempre como un recurso de verosimilitud. Pero en este caso, por ejemplo, el narrador de la novela es lo opuesto a lo que pienso... Y como un chiste (se ríe) da clases de vanguardias literarias, se dedica a eso para ganarse la vida. En el fondo, y lo digo sinceramente, no me siento representado por ninguno de los dos. Más allá de lo discutido, entiendo la otra posición y no creo que escribir de determinada manera dé inevitablemente el talento. Es decir, son opciones estéticas y cada una ha dado obras interesantes. Hay, sí, un par de líneas sobre la cuestión del éxito, que en la Argentina suele tomarse con cierto resentimiento, recelo.

–Un libro muy vendido desemboca en el desdén, dice.

–Claro, si un libro tiene éxito, “por algo será”. Yo propongo que abramos los libros sin mirar las cifras de venta y volvamos a la vieja costumbre de leerlos hasta el final. Pero bueno, me parece que los comentarios dan un poco de color local.

–La inclusión de una taza de café con leche como elemento significativo en su novela, y a la vez casi un punto de partida en su respuesta a Literatura de izquierda, de Tabarovsky, es eso.

–Es un chiste que no pude evitar. Además hay algunos que solamente detectan los involucrados.

–¿Le parecieron fructíferos esos cruces?

–Para mí sí. Porque había en la Argentina una especie de discurso único basado en una cantidad de clichés, de frases a primera vista ingeniosas pero a segunda vista irrisorias, como “primero publicar y después escribir” o “para un escritor mejor prometer que realizar”. O “escribir mal está bien”, como si todo el mundo hubiera pasado el estadio de escribir bien y eso fuera ya trivial para todos. Una serie de repeticiones que buscaban establecer un canon y terminan siendo lugares comunes sin que nadie se detenga a analizarlos. El libro de Tabarovsky fue muy interesante en el sentido de explicitar, porque aunque esas cosas se decían, nadie les daba una especie de armadura teórica general, y él los articuló y de alguna manera los defendió. Y esto, obviamente, dio la posibilidad de establecer un terreno de discusión. ¿Con sólo pensar a su manera, escribiendo libros con esas recetas, se alcanza una literatura superior? ¿Bastan esos elementos formales? Yo creo que no. Creo que esta clase de opciones, relato lineal o no, con trama o sin ella, no terminan de decir nada sobre la cuestión de fondo. Cuando un texto es interesante hay talento, inteligencia, creatividad, originalidad. También noté una apertura en el panorama y que ciertos aspectos que parecían totalmente establecidos están volviéndose a pensar.

–¿En qué observa eso?

–Bueno, escuché a seguidores a ultranza de Aira que de pronto están diciendo que quizá no era todo lo que ellos pensaban. El artículo que abre el libro de ensayos de Fabián Casas es un ejemplo. Algunas opiniones de Alan Pauls también tienen ese mismo sentido. De pronto quizás haya vida además de Aira.

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