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Miércoles, 19 de diciembre de 2007

LITERATURA › FABIAN CASAS

“Aquí se veneran cosas estúpidas”

El narrador y poeta habla del libro que recopila textos publicados en blogs y revistas y compone una original mirada sobre la cultura. “Me alejo de los estereotipos: siento rechazo por ‘la argentinidad’ –dice–. Es como una patología, me gustan los lugares donde se cruzan las culturas.”

 Por Angel Berlanga

Los recorridos que propone Fabián Casas en Ensayos bonsai suelen ser imprevisibles: de Daniel Bertoni y el Mundial ’78 puede saltar al concepto de Spinoza del poder, de ahí a un ensayo de Marcelo Cohen sobre las letras argentinas y más adelante a algo que le causaba gracia a Kurt Cobain, a la búsqueda de una zapatería en el barrio que fue invisible hasta que la necesitó y a sugerir distanciarse de la queja y el llanto, para desembocar en su kata (combinación de posturas de defensa y ataque en el karate) literario, compuesto por la Carta a la Junta de Walsh, El escritor argentino y la tradición de Borges y los prólogos de Gombrowicz a Ferdydurke y de Arlt a Los lanzallamas. Todo esto rematado con el instinto milenario de su perra para cavar concienzudamente un pozo. “Me estimula mucho que me digan que una cosa no puede cruzarse con otra: ¿por qué no?”, se pregunta Casas en Clásica y Moderna, el bar-lirería donde transcurre la entrevista. “En ese sentido, trabajo como un soldador que, a la noche, se pone la máscara y mezcla.” Las 35 piezas que componen este libro, hasta ahora dispersas en blogs y revistas, están escritas con una prosa jugada y desacartonada, que se nutre de saberes, situaciones y terminologías de muy diversa procedencia y enfoca desde una perspectiva sesgada y original la cultura. Original aunque diga que le afana a otros todo el tiempo. Cultura entendida como territorio amplísimo. Y perspectiva del poeta que es Casas, también, a la hora de escribir ensayos.

Mundiales de fútbol e iconos del rock –Indio Solari, Charly García, Spinetta, entre tantos–, la familia y los amigos, la poesía de Eliot y de Daniel Durand, tramos de películas y pensamientos de filósofos, Olmedo y Serrat, el crack William Faulkner, la tirria de Saer porque Coelho vendía mucho y su propia tirria contra la invasión de los celulares, San Lorenzo, ideologías, Castaneda y Beckett, Aulicino y The Beatles: algunos asuntos sobre los que escribe Casas. “Antes que nada, tengo que avisar que soy un sentimental”, anota en “Tarde en la noche, viendo a Cortázar”, el primer ensayo del libro; ahí cuenta de su encandilamiento en la infancia ante un ejemplar de Rayuela, de su posterior triple negación “mientras cantaba el Gallo Airano” y qué pensó mientras avanzaba una entrevista televisiva a Cortázar y retrocedía el contenido de una botella de whisky que tenía a mano: “La literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA! Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura, la partió en dos, antes y después de él. De Operación masacre a Operación Ja já”.

“Aira es un gran escritor, pero también está Cortázar: ¿por qué siempre tiene que ser Menotti o Bilardo, por qué no se puede cuestionar eso?”, apunta. “La gente no acepta que la cuestione, viven todos en el palco de Diego, saltan y dicen sos un genio, sos un genio. Y para un escritor eso es peligrosísimo. Le pasa a muchos rockeros: a Calamaro, al Indio Solari.” Casas dice que le interesan muchas otras cosas, además de la literatura, y que su actividad más consecuente por estos días es el karate. “Tengo tendencias melancólicas, y si no hago ejercicios me deprimo”, dice, y cuenta que lleva dos años en esta práctica y que antes hizo cinco de boxeo. Como no estoy dotado me cuesta un huevo –explica–; eso implica empobrecerse y tener que trabajar en un estado de incertidumbre, algo que es vital para mí.”

–En varios tramos del libro aparece ese pronunciamiento a favor de la dificultad, del riesgo.

–Heidegger dice que donde está el peligro está la salvación: eso me resultó estimulante. Al hacer cualquier cosa se va adquiriendo, mal o bien, una habilidad: si uno se deja encantar, la habilidad te termina por liquidar. Ulises se ata en el mástil y se tapa los oídos con cera porque no quiere oír a las sirenas; si te encantan y te considerás, por ejemplo, un escritor, el mejor de la Argentina o de Boedo, te convertís inmediatamente en un imbécil. Una persona muy pesada, afectada; por lo general, la gente tiende a tomarse muy en serio. Trato de no asumir representaciones que no me competen. Nuestro mundo está glosado de determinada manera, cada cual te estructura en tal lugar, y me parece que para poder estar vivo de una manera más interesante tengo que trabajar contra un orden simbólico. Uno puede desglosar la realidad con las drogas, pero también con el trabajo espiritual.

–¿Por qué abrió el libro con el texto sobre Cortázar y Aira?

–Quise empezar con una declaración de principios. Los bonsai no están muy editados y fue mi propia voluntad; tengo control absoluto del libro, tiene la tapa que yo quise, los textos están ordenados como quise. Pero hay superposiciones y variaciones que elegí dejar: preferí que fuera berreta, que en él coexistieran las paradojas. No tengo problemas en dejar flancos abiertos. Una de las estupideces de nuestra cultura es creer que tenemos que ser impecables en el peor sentido. Quiero decir, yo soy esto y puede modificarse, tengo cosas para aprender. Como estoy convencido de que dentro de poco vamos a desaparecer, que nos van a tener que reconocer por la dentadura, no me preocupa tanto.

–¿Qué quiere decir?

–Esta civilización, así, va hacia un ocaso definitivo. O hay un cambio o desaparecemos. Lo veo todo el tiempo. A veces le digo a mi mujer: “Fijate cómo están cambiando las palomas, se han convertido en animales carroñeros”. Ahí está el cóctel de este país de mierda, con una gran cantidad de famosos y de gente viviendo en la calle. Es horrible: nadie piensa en términos colectivos. Por supuesto que hay gente haciendo cosas, si no ya sería el fin, pero a esos no los reconoce nadie. Estoy cansado de famosos, de boludos que se paran delante de una tabla que tiene marcas. En este país se veneran cosas estúpidas. Lo único ante lo que me arrodillo, lo que realmente me emociona, es la bondad. Los tipos que abandonan la importancia personal. La inteligencia no me conmueve tanto: Hitler también era inteligente.

–En la contratapa lo definen como “el último escritor de izquierda” y en el ensayo que cuenta sobre su paso por el PC dice que la mayoría de los grandes artistas son de derecha. ¿Usted será un artista flojo, entonces?

–Puede ser, claro (se ríe). Yo pienso que la díada entre derecha e izquierda no está perimida y que el planteo de caducidad le conviene a la izquierda demolida y a la derecha más recalcitrante. Pero el concepto me sigue significando cosas para determinar en qué lugar me paro y qué me gusta del mundo. Para mí el gobierno de Kirchner, el progresismo, es de derecha; yo asocio a la izquierda con el trabajo colectivo, con la austeridad, con el sentido de la humildad y con una redistribución real de la riqueza.

–Entre los textos de su kata están Borges y Walsh: derecha e izquierda, podríamos decir.

–Pero en Borges también hay cosas que podrían considerarse de izquierda. Por supuesto que no el que elogia a Pinochet o el que hubiera votado a Macri. Pero hay que pensarlo en términos paradójicos, porque de lo contrario la ideología impide escribir y pensar.

–Claro, aunque con las declaraciones de Borges respecto de los negros y de la esclavitud, por citar un par de ejemplos, hay que forzar un poco la imaginación para verlo a la izquierda.

–Bueno, sí. Pero en “El escritor argentino y la tradición”, Borges dice que toda la tradición occidental es nuestra y que podemos tomar cosas de todo el mundo. ¿Eso no es de izquierda?

– Al respecto usted anota: “¿De qué se trata el acto creador, sino de afanar?” ¿De quiénes tomó?

– Le afano a todos. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo Derrumbe, de Daniel Guebel. Con sus libros siempre iba para atrás, me aburría; no porque me resultaran malos: no enganchaba. Pero éste me estimuló: en cualquier momento le afano a él. Está buenísimo. Yo me pongo contento cuando un escritor pela una buena novela. ¿Vio que hay gente que se pone mal cuando alguien escribe algo bueno...?

–E incluso lo dicen cada vez que pueden, porque eso fortalece la imagen de chico terrible y malo.

–Cuantas más novelas buenas haya, mejor. No tengo algo a priori, como Damián Tabarovsky, que el otro día decía que la literatura barrial es de derecha. ¡Tomatelás! Escribí y quedate tranquilo, viste. Dejá que la gente haga lo que se le cante: vos agarrá lo que quieras y ya está. Lo conozco, es un pibe al que le tengo cariño. Pero no podés ser un policía de la literatura todo el tiempo.

–La mayoría de los textos, si no todos, tratan sobre hombres; las mujeres aparecen de refilón, tangencialmente. ¿Notó ese aspecto del libro?

–No, no lo había notado. Pero hay un montón de mujeres que me estimulan: Clarice Lispector, Sylvia Plath, Joni Mitchell. Quizá no reflexione sobre ellas. Será un trabajo masculino, no sé.

–Usted le pega sus palos al boom, pero por otro lado destaca a algún autor.

–Del boom me molesta el cliché. Uno trata de trabajar contra eso para sentirse más real people. Me genera cierto fastidio porque fue armado por las editoriales; más allá de eso, tuvo escritores geniales: Vargas Llosa me parece extraordinario. Sin él no puede pensarse a Bolaño, otro gran escritor. Ni a Andrés Caicedo, un colombiano que se mató a los 25, sobre el que hay un ensayo en el libro. Pasa que me causa mucho rechazo la figura del escritor como estadista, como si tuviera gran incidencia en el mundo, como si el país estuviera esperando su reflexión. A mí me representa más una canción de Julio Iglesias que escuchaba mi mamá, me produce una memoria emotiva en el sentido de Proust. El concepto de “literatura argentina”, por ejemplo, me parece una garcha: impide pensar. Al Himno lo asocio con lo peor: sonaba cuando mi mamá me dijo que no fuera al colegio porque había caído Isabel Perón o cuando mi viejo me dijo copamos Malvinas.

–Escribió que desde el Mundial de 1978 se fue alejando de la idea de país. ¿Cómo sería eso?

–Me alejo de los estereotipos: siento rechazo por “la argentinidad”, por ejemplo. Es como una patología. Me gustan los lugares donde se cruzan las culturas; en ese sentido, soy de izquierda, me gusta La Internacional. No que todos seamos iguales, porque eso es la falsedad de la peor izquierda, y por eso el PC de acá era prosoviético. Pero tampoco ser falsamente patriota o chauvinista. Hace poco, en Alemania, dije que, más que argentina, mi poesía es mestiza, cruzada por la dialéctica del habla de todas las personas que habitan en mi zona de intereses. Para mí, Vallejo tiene tanta importancia como Gelman; no es que le dé más bola a Gelman porque trabaja el tango. Eso lo hace la gente que necesita que vengan turistas a San Telmo. Me pasa con Boedo: me proponen hacer documentales en el barrio. Pero yo no tengo una inmobiliaria ahí: es el lugar que conozco y escribí sobre eso, pero no tengo intención de glorificar nada.

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