Miércoles, 19 de diciembre de 2007 | Hoy
LITERATURA › “ME INTERESAN LAS PEQUEÑAS HISTORIAS DE LOS PUEBLOS”
El escritor, que acaba de publicar su primera novela, dice que situarla en Chivilcoy tiene “un sentido político”.
Por Silvina Friera
Atravesar la adolescencia es complicado en cualquier lugar, mucho más en un pueblo donde la mirada de los otros vigila, censura y castiga lo que se desvía de la norma. El dedo índice cuestiona y agiganta lo anómalo. “Yo usaba el pelo largo y todo el mundo me miraba. Un día una profesora de matemática me dijo: Usted es un buen alumno, ¿por qué tiene el pelo tan largo?”. Hernán Ronsino, que nació en Chivilcoy en 1975, pero hace más de quince años que vive en Buenos Aires, cuenta la anécdota con el pelo un poco más corto que entonces y con la gracia que le causa, ahora, a los 32 años, evocar el comentario disparatado de esa docente. El recuerdo emerge a propósito de la publicación de su primera novela, La descomposición (Interzona), que transcurre en las afueras de Chivilcoy. El narrador, Abelardo Kieffer, periodista del diario local La verdad, cumple sesenta años e invita al único afecto que le queda, el Bicho Souza, profesor de matemática y músico, a comer un asado. “Ya es tiempo de levantar este luto”, le dice, frase que alimentará el suspenso y que será uno de los pocos indicios sobre la muerte violenta de su mujer, que recién se revelará en las páginas finales de la novela.
El narrador difiere la aparición del cadáver a la vez que fragmenta episodios de su pasado. A los ocho años mató, accidentalmente, a un cazador; recordará las visitas al psiquiátrico donde estuvo internado un amigo, Pajarito Lernú, el mismo que le explicaba por qué siguiendo a Blanchot, “Max Brod había sido el verdadero creador de lo kafkiano”; la Legión Munich, una logia nazi a la que perteneció su padre, que buscaba mantener vivo, en el exilio, “el espíritu elevado de la raza aria”; y a un enigmático conde polaco, que apareció un par de veces por el pueblo, a fines de la década del 50, entre otros de los eslabones astillados de la memoria del narrador. Sin embargo, el modo de desarticular los fragmentos, las elipsis y los silencios contrastan con la textura transparente de las frases. “Si me pongo a descomponer lo que escribo, entraría en una experimentación total que no me interesa”, advierte Ronsino. “El lector tiene que estar adentro de la obra, no quiero dejarlo afuera”, aclara el escritor, sociólogo y docente, que publicó los cuentos de Te vomitaré de mi boca (Libris), con el que obtuvo la mención honorífica del Fondo Nacional de las Artes en 2002, y que actualmente dirige la revista literaria Fledermaus (junto con Inés Legarreta, Griselda Marenda y Zulma Zubillaga). “No podría escribir si tuviera que respetar un género específico; me siento libre no respondiendo a los géneros y esa libertad me permite explorar nuevas formas de narrar”, plantea el escritor.
–¿Cuál fue el impulso original, la primera imagen o anécdota que disparó esta nueva formar de narrar en La descomposición?
–El impulso original fue escribir sobre la muerte. Había una imagen que se me aparecía cada tanto: un tipo de alrededor de sesenta años, en la habitación de una quinta, en los alrededores de Chivilcoy, escribiendo en una máquina de escribir. Esta imagen más la idea de trabajar con la muerte fue la materia original del relato. Después me di cuenta de que esta novela sucede dos años antes del estallido de la crisis, en 1999, donde se está descomponiendo una forma de país.
–Cuando uno de los personajes, Tarditti, escribe un artículo en el que comenta un libro de Lernú señala que “lo que se desprende de la lectura, debajo de tantos escombros, y sin que sea una decisión consciente del autor, es la imposibilidad de narrar”. ¿Con La descomposición se enfrentó a esa misma imposibilidad?
–Creo que sí, porque surgió después de dos años de silencio. Los cuentos de Te vomitaré de mi boca los había terminado en noviembre de 2001 y después estuve dos años sin poder escribir. Esta idea de la muerte y la imposibilidad de escribir se monta sobre ese silencio, tal vez encarnando de algún modo todo lo que estaba pasando en el país. A mí me afectó la crisis de esa manera, no pudiendo escribir. Específicamente en la novela, esa imposibilidad de narrar está planteada en un contexto de debate que tienen estos dos personajes entre cómo escribir ficción, historia o una biografía. Se citan específicamente algunos textos, uno de ellos es un libro de Mauricio Birabent, El pueblo de Sarmiento. Chivilcoy era el modelo de civilización que Sarmiento quería instalar: transplantar el modelo de farmers y labradores norteamericanos en la pampa bárbara. Me gustaba la idea de poner en descomposición el modelo de civilización de Sarmiento. El trazado de Chivilcoy encarna la racionalidad moderna de ese proyecto sarmientino.
–Racionalidad que no puede eludir la violencia contenida, que parece siempre a punto de estallar. ¿Es la violencia de pueblo chico, infierno grande?
–No, no creo que esa violencia sea ontológica, sino que es una cuestión más humana, en un contexto social que excede al pueblo. Me gustaba reflexionar de qué manera se vino gestando la crisis que después estalló en 2001, aunque no hay referencias explícitas en la novela. Generalmente las crisis llegan tarde a Buenos Aires; en el interior, o en las pequeñas ciudades, es en los primeros lugares donde se siente ese deterioro que no es sólo económico o político, sino también moral.
–¿La novela también descompone un prejuicio muy arraigado: que en los pueblos no pasa nada, que la vida es una suerte de siesta permanente?
–Exactamente, eso es lo que más me interesa: buscar qué hay detrás de ese supuesto silencio, de esa supuesta tranquilidad de la vida pueblerina. Algo se está gestando, turbulento y oscuro, en los silencios de la siesta. Siempre me llamó la atención, cuando vivía en Chivilcoy, ese silencio en donde sólo se escucha el motorcito de la heladera de una casa, de un bar o del buffet de un club. Detrás de ese motorcito hay una tragedia gestándose y quería traer a la superficie esa tragedia, que puede suceder en cualquier lugar, no sólo en un pueblo.
Entre las influencias literarias que Ronsino reconoce en La descomposición menciona a Miguel Briante, a Haroldo Conti y a Juan José Saer. Dice que De Briante adoptó lo pendenciero; que Conti, “me reconcilió con Chivilcoy, de donde me fui peleado, enojado, quizá por lo que significa el peso de la mirada del otro”; y que de Saer tomó un clima. “Después de haber leído la novela, un amigo me decía que el pueblo es un clima más que un lugar geográfico”, señala el escritor. “En el mismo nivel de Saer, Conti o Briante están las narraciones orales de mi viejo, un gran narrador cuya pasión por contar es muy importante para mí. Tiene tanto peso, a la hora de hablar de mis influencias, como esos autores. A pesar de que mi viejo no tiene nada que ver con la literatura ni con los libros, tiene un taller mecánico, un hermoso lugar para contar historias.”
–¿Por qué en los cuentos como en la novela el escenario es siempre el mismo: Chivilcoy?
–Cuando me dicen, “otra vez una historia sobre el pueblo”, me pongo a pensar, desde un punto de vista sociológico, en la literatura argentina, que no es sólo lo que pasa en Buenos Aires, Rosario o Córdoba. Debe haber, pero es difícil que se muestre, una literatura que cuente la vida del interior del país. La literatura está muy centrada en las grandes ciudades, y a mí me interesa mucho contar las pequeñas historias que suceden en los pueblos. Porque narro a partir de mi experiencia vital y, por otro lado, porque narrar en un lugar que no sea Buenos Aires tiene también un sentido político. Narrar en Buenos Aires sería abdicar, en un sentido, de mi experiencia de pueblo, resignar esa experiencia que supone una mirada del país y del mundo.
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