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Jueves, 7 de febrero de 2008

LITERATURA › JULIAN BARNES, UN ESCRITOR EXCEPCIONAL EN LA ARGENTINA

“No hay novelas perfectas, toda novela tiene algo malo”

Nada que temer abre con una de esas frases para el recuerdo: “No creo en Dios, pero lo extraño”. Elegante, irónico y tan sencillo como para decir que “las historias me eligen”, el escritor se presentó anoche en el Malba.

 Por Silvina Friera

El más francés de los escritores ingleses, Julian Barnes, ingresó en la sala del British Council con una leve sonrisa incorporada, como si fuera parte de su vestuario, que nunca abandonó durante la hora y media que duró la conferencia de prensa. Elegante, camisa celeste de mangas cortas y pantalón negro, altísimo, manos grandes y movedizas, el escritor inglés, que cumplió 62 años el pasado 19 de enero, es de esa estirpe de hombres que lucen como si los años no se hubieran cebado con su rostro ni con su espíritu. Las canas, infiltradas entre los mechones de pelo rubio, le sientan muy bien, por momentos pareciera que lo iluminaran. Su afilada ironía –comparó a los escritores de su generación con “esos restaurantes que de repente se llenan de gente”– contrasta con una mirada traslúcida, por momentos cándida. El autor de una de las novelas en lengua inglesa más deliciosas de los últimos veinticinco años, El loro de Flaubert, no podía, ni parece que lo hubiera querido, evitar hablar de la importancia que tuvo y tiene en su vida el escritor francés, de cómo las historias lo eligen, le dicen “sos mío”, de su nuevo libro, Nada que temer, de la fascinación que ejerce en Barnes visitar la casa de los escritores y encontrarse con los símbolos de estatus que los caracterizan, como el Rolls Royce de 1910 que vio en el garaje de la casa de Kipling. Anoche volvió a desparramar su humor e ironía en el Malba, en una charla abierta moderada por Osvaldo Quiroga y Vicente Battista (ver aparte).

“La mejor literatura no es esnobista, la mejor literatura reconoce que, independiente del dinero o la posición social, la gente ama, sufre o está contenta más o menos de la misma manera. Creo que el escritor encuentra sus historias donde puede, pero en realidad son las historias que le hablan a uno. En gran medida uno no controla lo que escribe, no es usted quien elige las historias, las historias lo eligen a uno”, señaló Barnes. “Yo no viví hace un siglo, pero cuando me encontré con esta historia por primera vez, una historia de la vida real, en la cual el hijo de un sacerdote indio parsi y de madre escocesa fue acusado supuestamente de mutilar caballos y vacas, pensé en cómo reaccionó la policía, el sistema de justicia y la burocracia de mi país, y me di cuenta de que la historia podía haber ocurrido hoy”, subrayó Barnes sobre su novela Arthur & George, en la que relata un caso de muerte y mutilación de animales ocurrido en Birmingham, en el que se vieron involucrados el abogado George Edalji –declarado culpable con pruebas inconsistentes– y sir Arthur Conan Doyle, que investigó los hechos como si fuera su personaje Sherlock Holmes.

“Es muy difícil comparar la situación actual de los inmigrantes con la de hace cien años, pero uno de los problemas para George en la novela fue haber estado rodeado por gente blanca y haber querido ser blanco. Si esta situación llegara a ocurrir hoy, a pesar de que hay una cantidad moderada de prejuicios raciales en mi país, los que sufren tienen otras opciones que quizá no habría tenido el personaje en ese momento. Diría que ‘si los británicos no gustan de mí, sería indio’, es como más flexible hoy en día, pero esto no quiere decir que los prejuicios no continúen existiendo”, advirtió el autor de Inglaterra, Inglaterra. “De alguna manera sería como el caso Dreyfuss”, comparó Barnes. “¿Por qué el caso inglés se ha olvidado? ¿Por qué el caso francés continúa resonando en los siglos? El caso francés tenía que ver con la alta traición, mientras que el inglés, con la mutilación de animales. Nosotros tomamos la traición menos en serio que la mutilación de animales”. El autor de Inglaterra, Inglaterra recordó el famoso caso de un traidor británico, un distinguido historiador de arte cuyo trabajo oficial era guardador de los cuadros de la reina. “Mientras les vendía secretos a los rusos, él le cuidaba la colección a la reina. En algún momento el servicio secreto británico se dio cuenta de que era un espía, fueron tras él y le dijeron: ‘Esto está muy mal, pero seguí cuidando de los cuadros de la reina’. Y pensé que si lo hubieran encontrado achurando a los perros de la reina, lo hubieran echado”, deslizó el escritor.

Barnes aclaró que no le gusta hacer generalizaciones sobre la obligación que tienen los escritores con la sociedad, pero como le preguntaron por el tema, esbozó su respuesta. “Depende obviamente de la condición de la sociedad y del temperamento del escritor. Hay muchas maneras de protestar. Una de mis historias favoritas de protesta es cuando los surrealistas formaron un grupo en París, y el gran pintor español Joan Miró se unió. Una de las reglas que le impusieron era que todos tenían que salir y hacer algo que socavara la sociedad. Algunos insultaron a un sacerdote en la calle o trataron de besar a una monja. Un día le preguntaron a Miró qué había hecho para socavar la sociedad. Y él dijo: ‘Me acerqué a la gente en la calle y les dije en un susurro: abajo con el Mediterráneo’, abajo con la cultura tradicional, latina, griega, que les habían enseñado’. Y a partir de esa historia llegué a la conclusión de que depende del artista individual así como de la condición de la sociedad. Si muchos escritores no fueron a rescatar a Oscar Wilde, en su momento, se debió a que quizás ellos pensaban que Wilde era capaz de cuidarse a sí mismo. Pero en el caso de Salman Rushdie hubo mucha solidaridad, apoyo y protestas públicas en Gran Bretaña, y por supuesto en todo el mundo”.

La nueva obra del escritor, No-thing to be frightened of, Nada que temer, un libro que Barnes define como a mitad de camino entre las memorias, el ensayo y la discusión filosófica, comienza con una frase que estará destinada a ser recordada: “No creo en Dios, pero lo extraño”. El escritor confesó que le preguntó a su hermano, que enseñó filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué pensaba de esta aseveración, claro, sin decirle que era él quien la había anunciado. “El respondió ¡qué sentimental!”. Y algo de sentimental tiene este escritor que ayer por la mañana estuvo visitando la Biblioteca Miguel Cané, donde trabajó su admirado Borges. “Me sorprendió una placa que decía que yo había visitado la biblioteca este día y pensé que era una broma, que cuando me diera vuelta iban a poner otra placa que dijera: ‘Ian McEwan visitó esta biblioteca’”, ironizó Barnes. “Entonces saqué mi pañuelo e hice como que me secaba las lágrimas, pero realmente me sentí muy conmovido. Esto me dice que tengo que venir a Buenos Aires a intervalos más regulares, y sin advertir a nadie, para verificar si todavía está la placa.” Aún sorprendido por la placa con su nombre que colocaron en la Biblioteca Miguel Cané, el autor de El loro de Flaubert aseguró que esa sorpresa “fue la más pura forma de recompensa que uno tiene como escritor”. “El arte no sólo viaja sino que también cuenta más verdades que cualquier otra cosa”, agregó.

“Flaubert es una larga obsesión no sólo para mí, también para Vargas Llosa, Milan Kundera; es el escritor de los escritores por excelencia, al que releo y constantemente encuentro nuevas cosas. El ha estado toda mi vida conmigo y continuará estando.”

–En El loro de Flaubert, el narrador establece un decálogo sobre temas o situaciones que la novela no debería tratar, por ejemplo, que transcurran en Oxford y Cambridge; sobre Dios, el incesto, entre otros. ¿Coincide usted con ese decálogo?

–Está haciendo la pregunta con mucho tacto porque usted sabe y yo sé que el narrador de El loro de Flaubert dice que tiene que haber una proscripción temporaria del realismo mágico para Latinoamérica (risas). Y al final dice que propone un subsidio especial para las novelas que tengan como entorno la Antártida (risas). Esto fue escrito en un momento en donde parecía que las novelas sólo podían tener elementos de realismo y que surgían todas de América latina, como si automáticamente vinieran de un gen. En parte es una propuesta satírica porque siempre hay ortodoxias que vienen y van. El narrador de la novela tiene la obsesión de Flaubert, pero traté de darle un carácter diferente. Hay una sección donde hace referencia a sus lecturas y libros preferidos, que se superpone en un cuarenta o un cincuenta por ciento con mis preferencias, por lo tanto traté de dibujarlo de una manera diferente, pero también introduje un poco de fantasía. Me sorprendió cuando vi ejemplares de El loro de Flaubert de algunos lectores; cada uno tenía en esa parte del decálogo inscriptos un libro en particular, que supuestamente Flaubert estaba atacando. Pero yo no tenía esta intención. Es una novela que juega a que el narrador y yo, en ocasiones, nos superponemos.

Barnes, autor de diez novelas y dos colecciones de cuentos, advirtió que es más difícil escribir cuentos que novelas. “El cuento está más cercano a la poesía. Uno puede imaginar el cuento perfecto como un poema perfecto, pero no existe la novela perfecta. Toda novela tiene algo malo. Siempre me mostré aprensivo en cuanto a los cuentos, pero también las ideas que me surgieron cuando comencé a escribir parecían dirigirse hacia la prosa larga. En algún momento de mi vida encontré que venían historias hacia mí que me decían ‘somos cuentos que podemos contar’ pero en un espacio más abreviado”, comparó el escritor. “Los cuentos ayudan a construir reputación, más allá de que no tengan impacto en las ventas”, añadió. Barnes, que viene de festejar su cumpleaños en Chile, comentó que estuvo todo el tiempo con el escritor argentino Gonzalo Garcés. “Cuando le dije ‘vamos a la casa de Neruda’ se mostró sorprendido”, recordó. “Me dijo que él no tenía ningún interés por las casas o tronos de los escritores. Yo las encuentro fascinantes, e incluso voy a la casa de escritores que no me gustan. Cuando Garcés tenga más años, quizá desarrolle este fetichismo”, bromeó.

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“Los cuentos ayudan a construir reputación, más allá de que no tengan impacto en las ventas”, señala Barnes.
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