CINE › CUATRO NOCHES CON ANNA, DEL POLACO JERZY SKOLIMOWSKI
Presentada en la Quincena de Realizadores, la primera película del director en 17 años resultó una apertura de lujo. En la competencia se vio el primer film francés, Cuento de Navidad.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
El festival todavía está en sus comienzos y hay otras regiones a explorar más allá de la competencia oficial, donde ya se escuchan las repercusiones de Leonera, la primera película argentina en atravesar la prueba de la crítica internacional reunida en Cannes (ver aparte). A unas cuadras del Palais des Festivals, siempre sobre la Croisette, el bulevar marítimo que no duerme y que va engarzando –como las perlas de un collar– las distintas sedes de las muestras paralelas, en el Palais Stéphane (que sigue siendo el viejo hotel Noga Hilton remozado), la Quincena de los Realizadores propuso una apertura de lujo. No porque fuera necesario vestirse de gala –la Quinzaine es ajena a esos rituales de etiqueta y alfombra roja–, sino por haber programado, para su proyección inaugural, Cztery noce z Anna (Cuatro noches con Anna), que marca el regreso en plena forma de un veterano del mejor cine europeo, el polaco Jerzy Skolimowski.
Hacía 17 años que Skolimowski no había vuelto a tocar una cámara, desde que quedó profundamente insatisfecho con su adaptación de Ferdydurke, sobre la novela de su compatriota (tantos años exiliado en Argentina) Witold Gombrowicz. Pero después de su largo exilio en las playas de Malibú y de su dedicación exclusiva a la pintura, el director de El alarido (1978) y Proa al infierno (1986) –y a quien hace muy poco se lo vio haciendo un pequeño papel en Promesas del este, de David Cronenberg, como el veterano de la KGB– vino a demostrar a Cannes que a los 70 años recién cumplidos está decidido a iniciar una nueva etapa, como si fuera un segundo comienzo.
Filmada con un presupuesto modestísimo, reunido en parte por ese paladín del cine independiente europeo que es el productor portugués Paolo Branco, Cuatro noches con Ana también marca la vuelta de Skolimowski a su Polonia natal, donde no filmaba hace casi tres décadas. El dato no es menor si se tiene en cuenta que su nuevo film tiene un espíritu y una atmósfera profundamente polacas, como si Skolimowski hubiera recordado de pronto cómo era hacer cine cuando compartía con Roman Polanski las aulas de la célebre Escuela de Lodz.
En la historia de ese hombre frágil y solitario –el idiota del pueblo, dechado de ingenuidad y pureza según la mitología eslava–, hay a la vez un tono siempre gris, dramático, pero no por ello menos tragicómico, de un humor absurdo, en la tradición cultural de su país. Sucede que Skolimowski tomó la génesis de su relato de un artículo periodístico perdido en las páginas policiales de un diario de provincia: un hombre que amaba a una mujer entraba subrepticiamente todas las noches a su cuarto y se contentaba con observarla dormir plácidamente. A ese núcleo narrativo que el director respeta con el mismo candor que emana del protagonista, Skolimowski le va sumando pequeños apuntes sobre la vida de pueblo y algunos de sus personajes, pero evitando siempre una mirada condescendiente, como si su principal preocupación hubiera sido respetar a ultranza la intimidad de su gente con la que se ha reencontrado y que no puede dejar de amar.
En la competencia oficial, mientras tanto, apareció la primera de las tres películas francesas en concurso. Se trata de Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin, protagonizada por la misma pareja de Reyes y reina, su película inmediatamente anterior y el único de sus ocho largometrajes estrenado en Buenos Aires. Como en Reyes y reina, este Cuento de Navidad también es un film coral, de múltiples voces y personajes, y gira una vez más alrededor de una gran familia burguesa, que siente crujir los cimientos bajo sus pies. Se diría que Desplechin despliega durante dos horas y media un gran árbol genealógico y va describiendo no sólo los gruesos nudos y las profundas raíces de su tronco –el pater familias–, sino también cada una de sus ramas: las más jóvenes y vitales, aquellas que prometían florecer y nunca lo hicieron y también aquellas que alcanzaron una gran altura, pero ahora sienten ya el peso de los años y comienzan a inclinarse hacia el piso, afectadas por alguna enfermedad.
De hecho, la enfermedad –física pero también psíquica– es una constante en Un conte de Noël, como ya lo era en Reyes y reina. Se diría que para el realizador de La sentinelle (1992) hay en la familia humana un malestar esencial, una afección, un dolor existencial, que sus personajes tratan de mitigar cada uno a su manera, como saben o simplemente como pueden, escapando de sus responsabilidades o asumiendo las que no les corresponden. Hasta los sentimientos negativos parecerían ser aquí un motor vital, al que Desplechin le encuentra su ritmo utilizando, en los momentos menos pensados, fragmentos de improvisaciones al piano de Duke Ellington y Cecil Taylor, que le dan al film un swing muy particular, disruptivo, casi atonal.
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