CINE › EL FESTIVAL, ENTRE LO MASIVO Y LAS PELíCULAS DE CULTO
El desembarco masivo de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal convivió el fin de semana con el mejor cine de autor, como el exhibido por el documental La vie moderne, de Raymond Depardon, y 24 City, del chino Jia Zhang-ke.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Es muy fácil distraerse en un festival como el de Cannes, donde todo parece estar sucediendo al mismo tiempo, como si un enorme maelstrom –esos choques de corrientes marinas de los que hablaban Edgar Allan Poe o Julio Verne– fuera capaz de tragarse la realidad cotidiana. Desde lo más elevado hasta lo más superficial, todo ocurre simultáneamente en la Croisette. El fin de semana, sin ir más lejos, Angelina Jolie tuvo que confesar en la abarrotada conferencia de prensa de Kung Fu Panda que espera mellizos, Woody Allen reconoció que fue a filmar Vicky Cristina Barcelona (su nueva, elogiada comedia rodada en la capital catalana) porque lo llamaron de la ciudad y le hicieron una oferta económica que no pudo rechazar, y Penélope Cruz –convertida en la nueva musa del director de Annie Hall– se molestó cuando le pidieron que comentara sus escenas eróticas con Scarlett Johanssen.
Si a eso se le agrega el desembarco masivo, ayer, de Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal, encabezado por Harrison Ford, George Lucas y Steven Spielberg (que hacía 22 años no venía a Cannes, desde los tiempos de El color púrpura), puede tenerse una idea del poder de convocatoria del festival. Hasta las estrellas del deporte tienen también sus quince minutos de fama cannoise: el ex campeón mundial de boxeo Mike Tyson vino especialmente a presentar un documental hagiográfico que lleva su nombre y nuestro Diego no quiere ser menos y mañana estará por aquí para el estreno mundial de Maradona, el documental que le dedicó Emir Kusturica, con música de –¿quién si no?– Manu Chao.
Pero se supone que Cannes no está solamente para los flashes de los paparazzi, que el mejor cine de autor tiene aquí un lugar de privilegio, y esa zona también lucha por imponer su presencia, existe de una manera muy fuerte, como si el festival hubiera logrado equilibrar ambos extremos, en una fórmula tan eficaz y misteriosa como la de la Coca-Cola. ¿Cómo explicar si no que una de las mayores ovaciones que haya escuchado este año el Palais haya sido para un documental fuera de competencia, La vie moderne, de Raymond Depardon, filmado en la campiña francesa con un equipo mínimo y sin otras estrellas que una media docena de campesinos anónimos, al final de sus días? La respuesta está sin duda en la solidez, en la verdad, en la belleza del film de Depardon, sin duda uno de los grandes documentalistas de la historia del cine.
Reportero gráfico famoso desde los años ’60, cuando formó la agencia Gamma y se convirtió en fotógrafo-faro de Magnum, Depardon poco a poco fue inclinándose hacia el cine, al que le dedicó algunos de los mejores documentales de los años ’80, como Fait divers, Urgences y Delits fragants. Toda su obra parecía ser eminentemente urbana hasta que Depardon decidió reconocer sus orígenes y volver con su cámara a la campiña que lo había visto nacer. En el 2000 inició un proyecto titulado Profils paysans, que continuó en el 2005 con Profils paysans: le quotidien (ambos se vieron en el DocBsAs y en el Bafici) y que ahora concluye de manera brillante con esta Vida moderna, un título irónico si se quiere, porque lo que descubre Depardon es que poco y nada ha cambiado para esos hombres y mujeres desde que él se fue. Sí, claro, ha transcurrido el tiempo, nada menos, y eso es lo que mejor registra Depardon, con una enorme sensibilidad, pero también sin nostalgia ni cursilería alguna, con una crudeza equivalente a la de los personajes que retrata.
Un cineasta que en los últimos años ha probado tener también una relación muy estrecha con lo real es el director chino Jia Zhang-ke, conocido en Argentina a través de los estrenos de Platform (2000) y The World (2004). Se diría que hay un único, gran tema que obsesiona a Jia, sobre todo en los últimos años, y es el de la enorme transformación que está atravesando su país y su gente. Si en el díptico integrado por el documental Dong y la ficción Still Life (ambos del 2006) Jia se ocupó de reflexionar sobre las consecuencias en el paisaje –geográfico, humano– que provoca el monumental proyecto hidrográfico en la cuenca del río Yangtzé, por el que millones de habitantes fueron forzados a desalojar toda una región que desaparecerá bajo el agua, aquí en 24 City –su nueva película, en competencia oficial– aborda un problema similar, el desmantelamiento de una fábrica colosal, que data de los primeros años de la Revolución, y que dará lugar a un flamante complejo urbano de rascacielos y centros comerciales. La novedad está ahora en que Jia decidió hacer simultáneamente un documental y una ficción, entremezclando escenas y entrevistas con veteranos habitantes de la zona y “reportajes” a tres actrices (entre ellas, la famosa Joan Chen) que se mimetizan con la gente del lugar. El resultado es un fresco fascinante, que tuvo apenas un tibio aplauso en el Grand Théâtre Lumière pero cosechó el máximo puntaje en la compulsa diaria entre los críticos que lleva a cabo la revista especializada Screen International.
Otro cineasta a tener en cuenta en la competencia es el filipino Brillante Mendoza, un recién llegado al concurso oficial de Cannes, pero ya con cierto reconocimiento en el circuito de festivales, entre ellos el Bafici, donde en abril pasado se conoció su película anterior, Tirador. Ahora Mendoza presenta Serbis, un impresionante tour de force plagado de historias y personajes y ambientado en una sola locación, un viejo palacio cinematográfico devenido en una ruina y en el que las anacrónicas películas eróticas que se queman en la pantalla sirven como excusa y refugio para todo tipo de actividades sexuales en la platea. Lo curioso del caso es que ese cine, que conoció sin duda mejores épocas (como el que recordaba Tsai Ming-liang en Goodbye, Dragon Inn), todavía se llama Family y de hecho está no sólo regenteado, sino también habitado por la familia Pineda, un matriarcado a cuyo frente está la abuela Nanay Flor. Hijos, nietos, yernos y sobrinos, todos tienen alguna tarea en el Family, mientras la cámara (y el sonido, abrumador) de Brillante Mendoza los sigue en unos impresionantes planos-secuencia que consiguen que esa familia también pase a formar parte de la del espectador.
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