CINE › LUCRECIA MARTEL PRESENTó LA MUJER SIN CABEZA
“La idea no era compartir con el espectador la subjetividad del personaje, sino que la construcción total de la película reflejara el estado de Verónica”, dijo la directora sobre su opus tres, en carrera por la codiciada Palma de Oro.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
“Me parece que estoy medio...” La frase, como tantas otras en la película, es apenas un susurro y se va apagando sola, hasta quedar inconclusa. No parece dirigida a nadie, salvo a sí misma: Vero (María Onetto) se siente rara, confundida. En la ruta, justo antes de la tormenta, cuando se distrajo atendiendo el celular, cree haber atropellado a alguien, pero en la banquina sólo se ve un perro muerto. En su superficie, La mujer sin cabeza –tercer largometraje de Lucrecia Martel, que ayer llegó a la competencia oficial de Cannes– es a priori apenas eso, la sombra de una duda, la historia de una mujer que de pronto “no reconoce los sentimientos que la unen a las cosas y a las personas”, como sugirió Martel a la prensa. Pero por debajo de esa primera capa narrativa, la directora de La ciénaga y de La niña santa va proponiendo todo un riquísimo tejido de subtextos y ambigüedades capaces de expresar un abanico tan amplio que va desde la angustia personal y la deconstrucción familiar hasta los modos de relación de las distintas capas sociales en una ciudad de provincia.
Rodada íntegramente en Salta, que fue también el escenario de sus films anteriores, La mujer sin cabeza se inscribe de manera neta en esa trayectoria previa, como si fuera el nuevo capítulo de una obra de una coherencia extraordinaria, que hace hoy de Martel una auténtica autora cinematográfica, como hay pocas. Los intrincados lazos familiares, la pequeña conversación cotidiana de las mujeres, la constante superposición de diálogos, el tapiz musical que va componiendo esa sinfonía de diminutivos (“la hebillita, la cremita...”) forman parte de su mundo, que ahora habita también su nueva protagonista, esta mujer de pura clase media –ella atiende en “el consultorio”, su marido en “el estudio”– que de pronto siente que ha perdido la cabeza.
“La idea no era compartir con el espectador la subjetividad del personaje, ver a través de sus ojos, sino algo un poco más complejo: que la construcción total de la película reflejara el estado de Verónica”, declaró ayer Martel en la conferencia de prensa que precedió a la proyección de gala en el Grand Théâtre Lumière. Para ello, Martel elabora un virtuoso entramado de imágenes y sonidos que van dando cuenta de un extrañamiento, de un desplazamiento de la realidad, como si algo de pronto se hubiera corrido de lugar. En términos de dramaturgia, de lo que habitualmente se conoce por “argumento”, poco y nada es lo que sucede en La mujer sin cabeza. Sin embargo, en la infinidad de detalles aparentemente nimios, banales, que va acumulando Martel, en la incalculable simultaneidad de pequeñas acciones y malentendidos, su película adquiere un sentido mayor: hay algo que oscila, que bascula en ese mundo en el que todo parece estar en su sitio, pero no lo está.
“En el norte, de donde yo provengo, se dice que en una situación violenta, como puede ser un accidente de auto, el alma, para protegerse, se separa del cuerpo. La medicina popular dice que hay un tratamiento para recuperar el alma. Yo tuve algunos accidentes, pero nunca hice el tratamiento completo, por eso quizá tengo algún problema”, sugirió Martel. Según la directora, Verónica (una estupenda actuación de María Onetto, plena de matices y sutilezas, en una cuerda minimalista que ella misma reconoció en Cannes que hasta ahora no había sido la suya) sufre un trastorno de la percepción. Hay también, más allá de sí misma, todo un mecanismo de negación, que trasciende a Verónica y ocupa tácitamente a toda la familia. Si hay una víctima que nadie ve –¿ecos de los desaparecidos durante la dictadura?–, tampoco hay un crimen. “La insensibilidad social se construye a través de muchísima educación”, afirmó Martel. “Es un proceso muy complejo, largo y costoso, hay una verdadera inversión de la sociedad para que esto suceda. Y no pasa sólo en Salta, donde transcurre la película. También en Buenos Aires, donde hay personas revolviendo la basura sin que nadie las vea, o también en muchas otras ciudades del mundo.”
Lo notable de La mujer sin cabeza –cuyo estreno está previsto en Buenos Aires para el 5 de junio– es que es pasible de múltiples lecturas y se resiste a ser reducida a una visión simple y unívoca. La riqueza casi musical de sus líneas de diálogo, por ejemplo, contribuye a esa partitura, pero Martel aquí se restó todo mérito: “En verdad, es bastante sencillo: si pasaran unos días con mi madre se darían cuenta. Tengo una madre muy prolífica e inquietante. Y la mayoría de los diálogos se los robé a ella”.
En un festival como Cannes, con prensa de todo el mundo, hubo quien quiso hacer alguna traducción posible al universo de Antonioni, comparación que Martel inmediatamente desestimó. Si hubiera, en todo caso, que pensar un antecedente a su cine habría que buscarlo quizás en los cuentos de Silvina Ocampo, en el tono y la atmósfera ambigua de su literatura, siempre al borde de lo fantástico. Algo de esa ambigüedad esencial es la que consigue Martel con su minuciosa composición de cada uno de sus planos, donde la información es siempre mucha, pero también equívoca, enigmática, fragmentaria. “Tengo una relación muy especial con la cámara”, explicó la directora. “Quizás es a causa de una frustración: en algún momento estudié medicina y he llegado a pensar que uso la cámara como si fuera un instrumento médico. Y recién ahora, en La mujer sin cabeza, me animé a usar el formato CinemaScope, la pantalla bien ancha, que le va muy bien a cómo yo quiero filmar los cuerpos. No elegí ese formato por los paisajes, como se suele hacer, sino precisamente por los interiores. Las camas, por ejemplo, que para mí son tan importantes, con varios personajes, entran completamente en cuadro...”
En relación a Cannes, Martel –que tuvo La niña santa en competencia en 2004 y fue miembro del jurado en 2006– sabe que “es un lugar de una exposición privilegiada, que les permite a las películas que no están pensadas para un mercado masivo tener una enorme visibilidad”. Pero Martel es consciente también de que con La mujer sin cabeza “va a pasar lo que ya pasó con otras películas mías: a alguna gente le va a gustar mucho y a otra seguramente nada”. Habrá que ver qué sucede entonces el domingo, cuando el jurado oficial tenga la palabra.
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