Lun 26.05.2008
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CINE › ENTRE LES MURS, DE LAURENT CANTET, OBTUVO AYER LA PALMA DE ORO

Mosaico multiétnico en tierra de Sarkozy

La nueva película del director de El empleo del tiempo, que aborda los desafíos de la educación pública en la Francia de hoy, ganó por decisión unánime. El cine argentino se quedó sin premios, pero marcó una muy fuerte presencia en la Croisette.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

Por primera vez en más de veinte años, desde Bajo el sol de Satán (1987), de Maurice Pialat, el cine francés se quedó con la Palma de Oro del Festival de Cannes, que en la edición número 61º que culminó ayer fue para Entre les murs, de Laurent Cantet, un film sobre los desafíos de la educación pública en la Francia de hoy. Inscripta a último momento en la competencia y exhibida en la jornada final, la nueva película del director de Recursos humanos y El empleo del tiempo ganó “por decisión unánime”, según se ocupó de aclarar el presidente del jurado oficial, el actor y director Sean Penn, quien definió al film como “deslumbrante”. El segundo premio en importancia, el Grand Prix du Jury, fue a su vez para Gomorra, un crudo fresco sobre la mafia napolitana, dirigido por el italiano Matteo Garrone. Por su parte, el cine argentino se quedó sin premios, pero marcó una muy fuerte presencia en la Croisette, con las dos películas en competencia –Leonera, de Pablo Trapero, y La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel– más una sólida representación en otras secciones (ver aparte).

El triunfo del film de Cantet debe ser leído de diversas maneras. En primer lugar, el director francés logra expresar de manera muy creíble y muy vívida la cotidianidad en un aula de un colegio secundario de un suburbio parisino de hoy. Con la colaboración de François Begaudeau, un profesor de liceo que escribió un polémico libro sobre su experiencia docente y a quien Cantet a su vez convirtió en el protagonista del film, Entre les murs se limita a las cuatro paredes del aula, pero en ese micromundo alcanza a ver reflejada la realidad de todo un país. Mosaico multiétnico, plagado de diferencias culturales, el alumnado de Cantet –que asistió en masa a la entrega de premios de anoche– se revela como un sorprendente laboratorio social. En este sentido, no debe ser subestimada la importancia política de esta Palma de Oro, que llega justo cuando el gobierno de Nicolas Sarkozy está aplicando drásticos recortes a los presupuestos de la educación pública. El film de Cantet –que viene a ser al colegio secundario lo que Ser y tener, el documental de Nicolas Philibert, era al colegio primario– a su vez viene a reforzar la idea de la democracia participativa y de la diversidad cultural.

Los premios al mejor actor y mejor actriz tuvieron un acento latinoamericano. El portorriqueño Benicio del Toro terminó laureado por su personificación del Che (“Todos en este proyecto trabajamos bajo su inspiración”, fue todo lo que alcanzó a declarar ayer en el Palais), una composición bastante lograda a pesar de los altibajos de su dudoso acento argentino-cubano. Y la brasileña Sandra Corveloni fue distinguida como la protagonista de Linha de passe, de Walter Salles, un premio al que también aspiraba Martina Gusmán por Leonera, de Trapero.

Al margen del Palmarés, esta edición del Festival de Cannes mostró en su sección oficial –la Quincena de los Realizadores merece un aparte– algunas líneas de fuerza que conviene considerar. Pareciera que, a grandes rasgos, hay por lo menos dos maneras distintas de concebir el cine que llega a una vidriera de la magnitud de la competencia de Cannes. Por un lado, están los nombres consagrados, las grandes producciones, las películas concebidas para un mercado internacional, cada vez más homogeneizado. En este primer apartado, sin embargo, no son todos iguales. Están aquellos a quienes la prensa francesa –no sin ironía– llama “los abonados”, los directores que hacen valer su apellido y que están muy lejos del nivel que alguna vez les ganó su fama. En este Cannes 61 hubo por lo menos dos de esos casos: el canadiense Atom Egoyan presentó Adoration, ejemplo de un cine anquilosado, verboso y académico, donde la importancia del tema (las diferencias religiosas, el exceso de información) intenta esconder el agotamiento creativo; y el alemán Wim Wenders, quien en 1984 se llevó la Palma de Oro por Paris, Texas y hoy no tiene nada mejor que ofrecer que Palermo Shooting, un reciclado de viejas constantes de su cine –la inmadurez del hombre contemporáneo, el viaje como búsqueda interior– que a esta altura ya parecen vacías de contenido.

Hubo otros “abonados” que pasaron por Cannes este año y que, a diferencia de los ejemplos anteriores, todavía están en forma, aunque la cosecha 2008 haga pensar que están atravesando un período de transición, que no los encuentra en el pico de sus carreras. Los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, dobles ganadores de la Palma de Oro (por Rosetta y El niño), trajeron esta vez Le silence de Lorna, un film en la línea de La promesa (1996), donde ya habían explorado el tema de la inmigración clandestina, y que ahora abordan de manera más serena pero también menos intensa. En esto quizá tenga que ver el hecho de que los cineastas belgas por primera vez han decidido utilizar una cámara 35mm (solían filmar con la más liviana Súper 16mm) y sus planos ahora son mucho más estables pero también menos expresivos de la angustia que atraviesa su protagonista, una inmigrante albanesa sumergida en la pesadilla de hacerse un lugar en el primer mundo.

Dos estadounidenses, narradores clásicos por excelencia, Clint Eastwood y James Gray, siempre han sido figuras frecuentes en la competencia de Cannes, que una vez más volvió a confiar en ellos. No se puede decir que hayan defraudado, pero sus seguidores incondicionales seguramente preferirán algunos de sus films previos. En The Exchange se extraña a un Eastwood más austero, más seco, menos pendiente de la reconstrucción de época y de la magnitud de su estrella, Angelina Jolie. Se diría que a diferencia de lo que sucede en su díptico bélico previo, La conquista del honor y Cartas de Iwo Jima, la grandiosidad del tema se impone por sobre la verdad intrínseca de la película. El caso de Gray es bien distinto porque Two Lovers se puede considerar casi como un film experimental para el director, que hasta ahora abordó de distintas maneras, con una dedicación obsesiva, la estética del film noir y aquí se anima a una pequeña historia de amor, filmada en tiempo récord y con amplio margen de improvisación para los actores, especialmente Joaquin Phoenix, quien parece haber explorado todos los recursos del “Método” del Actor’s Studio.

Al margen de estos habitués de Cannes –donde también habría que consignar al turco Nuri Bilge Ceylan, premiado como mejor director por Three Monkeys– hubo en la competencia otros films pensados para satisfacer un mercado global que reclama una dosis de películas de prestigio artístico que, sin embargo, no cuestionen demasiado el conformismo reinante: es el caso de Blindness, adaptación de la novela Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, y Linha de passe, sobre el sueño de ascenso social de cuatro hermanos de una megalópolis como San Pablo. Que ambos films hayan sido dirigidos por dos de los más reconocidos realizadores brasileños, Fernando Meirelles y Walter Salles, habla a las claras de un modelo de producción muy distinto al del cine argentino.

En este sentido, con todas las diferencias que guardan entre sí, tanto Leonera como La mujer sin cabeza se inscriben en un cine capaz de llegar a una competencia internacional de primer nivel como Cannes sin la necesidad de diluir su identidad nacional o, lo que es aún peor, de convertirla en color local de exportación, como sucede con el fútbol en el caso del film de Salles. Tanto el film de Trapero como el de Martel son fieles a sus respectivas obras previas y las profundizan, sin entregar nada a cambio. Es un rasgo de fuerza y de madurez, equivalente por ejemplo al del cine francés, que este año también presentó en competencia films que responden de manera muy clara a las necesidades expresivas y los mundos propios de sus realizadores antes que a las exigencias del mercado. Tanto Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin, como La Frontière de l’aube, de Philippe Garrel, y Entre les murs, de Laurent Cantet, forman parte, cada una a su manera, de un cine siempre personal, capaz de asumir ese riesgo.

Lo mismo podría decirse de dos de los films asiáticos que llegaron este año al concurso de Cannes. Con 24 City el chino Jia Zhang-ke ratificó su preocupación recurrente, los profundos cambios –de orden económico, social y cultural– por los que atraviesa su país, pero al mismo tiempo se animó a buscar una manera diferente de abordarlos, en este caso con una experiencia que borronea deliberadamente las fronteras entre el documental y la ficción. A su vez, el filipino Brillante Mendoza trajo a la competencia de Cannes Serbis, un film impulsivo, ruidoso, desprolijo, pero pleno de vida y energía, que habla de un cineasta muy seguro de sí mismo y con un mundo propio, intransferible. Es este tipo de cine el que finalmente le da su verdadera razón de ser a un festival como Cannes.

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