CINE › EL FIN DE LOS TIEMPOS, DE M. NIGHT SHYAMALAN, CON MARK WAHLBERG
La nueva película del director de Sexto sentido le da aire a una carrera que venía en picada y lo confirma como un gran narrador.
› Por Horacio Bernades
EL FIN DE LOS TIEMPOS
The Happening, EE.UU., 2008.
Dirección, guión y producción: M. Night Shyamalan.
Fotografía: Tak Fujimoto.
Música: James Newton Howard.
Intérpretes: Mark Wahlberg, Zooey Deschanel, John Leguizamo, Ashlyn Sánchez y Betty Buckley.
M. Night Shyamalan respira hondo. Los dos estruendosos fracasos cosechados con La aldea (2004) y La dama del agua (2006) habían amenazado con derrumbar para siempre la carrera del otrora niño mimado de películas como Sexto sentido y El protegido.
El título de distribución local de su nueva película, The Ha-ppening, era perfectamente aplicable a lo que muchos profetizaban y/o deseaban para él antes del estreno: El fin de los tiempos. Pero un milagro semejante a los que suelen arruinar algunas de sus películas (ver Señales) salvó al wonder boy caído en desgracia: el fin de semana pasado, el público le dio el sí a su opus 8, y Mr. Shyamalan sigue en carrera.
No es una mala noticia. Es verdad que el tipo puede ponerse pesadamente mensajístico y trascendentalista, insoportablemente solemne, cursi y hasta tonto, retrógrado y ridículo. Pero es igualmente cierto que este admirador de Hitchcock, Spielberg y el terror clásico es capaz de narrar mejor que nueve de cada diez de sus colegas. Que sabe contar el apocalipsis lo habían demostrado ya los mejores pasajes de Señales, aquéllos en los que la invasión extraterrestre se hacía inminente. El fin de los tiempos lo confirma. Muestra de la poco frecuente variante de “terror verde”, aquí las plantas no se desplazan (como en El día de los trífidos, clásico literario de John Wyndham) ni tienen la inteligencia necesaria para duplicar seres humanos, como en cualquiera de las versiones de Los usurpadores de cuerpos.
Pero sí disponen de la sensibilidad suficiente para percibir la mala onda y devolvérsela a la especie humana, en forma de neurotoxinas. Bajo su influjo la gente termina suicidándose, de a uno y en masa.
Okey, la primera parte de la premisa parece imaginada por un pariente dark de Paulo Coelho o Rolando Hanglin. La segunda, por un guionista perezoso. Pero se nota que Shyamalan aprendió a los golpes: ahora se cuida muy bien de no explicitar risibles mensajes humanísticos. Si la ecuación neurotoxina-suicidio puede sonar mecánica y hasta medio tontuela, ver a la gente clavándose en el cuello agujas para el pelo, tirándose desde lo alto de un edificio o provocando a una familia de leones para que se los coman a pedazos produce un efecto que no es moco de pavo. El comienzo, que no hubiera desmerecido el de algún episodio de Dimensión desconocida (aunque aquí en versión bastante más gore), es absolutamente ejemplar, con un hecho extrañísimo que se desencadena en medio del Central Park frente a un único testigo, que observa cómo de pronto a su alrededor la humanidad se vuelve loca y se asesina.
Mejor todavía es lo que viene, con una serie de cuerpos cayendo desde una obra en construcción, y un contrapicado desde el cual alguien se topa con una imagen que está entre las más fuertes y pesadillescas que haya dado en mucho tiempo no sólo el cine de terror, sino el cine en general.
Como suele suceder en Shyamalandia, la trama, protagonizada por un muy buen trío (el cada vez más sólido Mark Wahlberg, la irresistible Zooey Deschanel y el gran John Leguizamo, raramente contenido esta vez), vale más como soporte para escenas de alta sensorialidad (el viento sacudiendo los árboles como si hubiera cobrado voluntad, el choque brutal de un auto contra un árbol, una mujer que se parte la cabeza contra dos ventanas) que como construcción narrativa, haciendo que el motor de la película vaya perdiendo fuerza y termine por ahogarse, en un final tan abrupto e inconvincente como el de Señales.
Pero esta vez, antes de llegar allí no es necesario padecer gravedades bergmanianas (como en El protegido), propaganda religiosa encubierta (como en Señales) o el combo cursilerías románticas + tonterías narrativas, que animaba La dama del agua).
Tan avisado parece esta vez Shyamalan del ridículo en el que puede llegar a incurrir, que en una escena se toma el pelo a sí mismo, y de paso al espectador, cuando el protagonista se pone a hablarle a una planta, estilo Nacha Guevara en sus peores tiempos. En ese momento, cuando la película entera parece haber derivado en la peor idiotez new age, Mark Wahlberg descubre que el arbolito era de plástico. El espectador suspira aliviado y se prepara para un nuevo sacudón.
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