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Domingo, 28 de septiembre de 2008

CINE › A LOS 83 AÑOS, MURIO AYER EL ACTOR PAUL NEWMAN, VICTIMA DE UN CANCER

Un icono de mirada radiante

Tuvo en su carrera más de medio centenar de protagónicos, que le valieron ocho candidaturas de la Academia de Hollywood y un Oscar al mejor actor por El color del dinero. Amante de la buena cocina y los autos deportivos, fue un activo adherente al Partido Demócrata.

 Por Luciano Monteagudo

Cuenta la leyenda que Lee Strasberg, el famoso maestro de actores que revolucionó a Hollywood con el método de Stanislavski, consideraba que Paul Newman podría haber sido tan buen actor como Marlon Brando –ambos fueron sus pupilos– si no hubiera sido por su apostura y sus famosos ojos azules, como no hubo otros en la historia del cine. Según Strasberg, Newman –fallecido ayer a los 83 años, de cáncer de pulmón– tenía el talento, pero se confiaba demasiado en su pinta para resolver un personaje. Aunque las comparaciones siempre son odiosas, hay mucho de verdad en el comentario del creador del Actor’s Studio: después de una carrera de más de medio centenar de protagónicos, que le valieron ocho candidaturas de la Academia de Hollywood y un Oscar al mejor actor (por El color del dinero, en 1986) nadie podría dudar de las virtudes dramáticas e incluso cómicas de Newman; pero también es cierto que si hay una imagen que perdurará de él es antes la de su mirada radiante y su sonrisa ganadora que la de su histrionismo.

Nacido el 26 de enero de 1925 en Cleveland, Ohio, en un hogar de clase media (su padre fue un exitoso comerciante de artículos deportivos), hacia 1950, con 25 años recién cumplidos, Newman ya estaba casado, tenía un hijo, había servido tres años como radiooperador en la Marina y lucía como una condecoración su expulsión de la Universidad de Ohio, por desórdenes de conducta. Continuar con el negocio familiar no estaba precisamente en sus planes, por lo que se inscribió en la Escuela de Arte Dramático de la Universidad de Yale. Fue allí, en una representación amateur, que dos cazatalentos se fijaron en él y lo llevaron a Nueva York, donde no tardó en sumarse a la incipiente televisión.

Su primer éxito fue en 1953, cuando en Broadway tuvo la oportunidad de lucirse en uno de los papeles principales de Picnic, la pieza de William Inge. Allí conoció a Joanne Woodward, que llegaría a ser su segunda esposa, y ese trabajo promisorio le abrió las puertas del exclusivo Actor’s Studio, en el que ya se fogueaban Brando, James Dean y Montgomery Clift, una generación que cambiaría para siempre los modos de actuación en Hollywood.

Su salto al cine, sin embargo, no pudo haber sido peor: la Warner lo contrató para El cáliz de plata (1954), un peplum bíblico-histórico con Virginia Mayo y Jack Palance en el que Newman se sentía literalmente disfrazado dentro de su toga, al punto de que llegó a pagar de su bolsillo un aviso en el famoso semanario del espectáculo Variety pidiendo disculpas por su actuación. La oportunidad de redimirse le llegó con El estigma del arroyo (1956), de Robert Wise, una biopic inspirada en la leyenda del boxeador Rocky Graziano, donde Newman asumió el papel que dejó vacante James Dean cuando se estrelló con su Porsche. Aquí Newman pudo empezar a poner en práctica las lecciones recibidas en el Actor’s Studio y demostró que él también –como Dean, Brando y Clift– era capaz de exponer una virilidad diferente de la que hasta entonces había predominado en Hollywood, un hombre que no tenía inconvenientes en dejar ver su sensibilidad, sus dudas y su mundo interior.

En Noche larga y febril (1958), de Martín Ritt, sobre cuentos del deep south de William Faulkner, apareció otra faceta de Newman, un molde que, con variantes, se reiteraría luego en films más famosos: la del buscavidas seductor, capaz de ganarse el sustento con su astucia y su torso desnudo. Allí se volvió a reunir con Joanne Woodward, a quien en una escena le lanzaba una frase que luego haría historia: “Miss Clara, usted le cierra la puerta a un hombre incluso antes de que él golpee”. El hecho es que Woodward, por el contrario, no sólo dejó entrar a Newman en su vida sino que desde entonces compartieron medio siglo de matrimonio (uno de los más longevos y proverbiales de Hollywood) y tuvieron tres hijas.

Después de componer a un conflictuado Billy The Kid en El temerario (1958), freudiana ópera prima de Arthur Penn, Newman obtuvo su primera candidatura al Oscar por Un gato sobre el tejado caliente (1959), de Richard Brooks, sobre la obra teatral de Tennessee Williams, en la que compuso a un ex futbolista alcohólico que resiste los cargosos embates sensuales de Elizabeth Taylor. Los años ’60 encontrarían a Newman ya definitivamente instalado en la categoría de superstar: se convirtió en uno de los actores más populares de la década, empezando por su protagónico en la sobreproducida Exodo (1960), de Otto Preminger, y siguiendo por su segunda candidatura al Oscar al mejor actor, por El audaz (1961), de Robert Rossen. Aquí compuso a un personaje legendario: “Fast Eddie” Felson, jugador de billar, auténtico tiburón del paño verde, cuyo peor enemigo no es otro que él mismo. Un cuarto de siglo después, este mismo personaje, retomado por Martin Scorsese en El color del dinero, le valdría la única estatuilla al mejor actor de toda su carrera.

En 1962, el director y el protagonista de Un gato sobre el tejado caliente regresarían al universo de Tennessee Williams a través de Dulce pájaro de juventud, profundizando la veta sureña con la que siempre se asoció a Paul Newman. Pero la versión cinematográfica de Richard Brooks de la pieza teatral –que el propio Newman había estrenado un par de años antes en Broadway de la mano de Elia Kazan, nada menos– sufrió los embates de la censura de la época, que modificó sustancialmente el personaje y la obra. La revancha llegaría con El indomable (1963), un western moderno de Martin Ritt, que le valió a Newman su tercera candidatura al Oscar. Su carrera, sin embargo, pareció tambalear con una serie de fracasos de boletería y crítica –Un nuevo modo de amar, La señora y sus maridos, Lady L– hasta que El blanco móvil (1966) le devolvió la dignidad, con su magnífica encarnación del detective privado Lew Harper, creado por el novelista Ross MacDonald, al que volvería a interpretar en La piscina mortal (1975).

Con Alfred Hitchcock se sabe que no se llevó nada bien en el set de Cortina rasgada (1966): el maestro del suspenso nunca les prestó mucha atención a sus actores, al menos de la manera en que siempre lo entendió el Método, y chocaron dos concepciones radicalmente diferentes del cine, pertenecientes a generaciones antitéticas. Pero Newman volvió a sentirse a sus anchas en La leyenda del indomable (1967), con la cual se ganó la cuarta candidatura al Oscar. Su composición de un convicto rebelde permanece en el recuerdo como uno de sus mejores trabajos, y no sólo por la famosa escena de la apuesta, en que se engulle uno tras otro cincuenta huevos, ante los gritos de la multitud.

Al año siguiente, Newman le dedicó su primera película como director a su mujer: Rachel, Rachel (1968) fue el retrato agudo, preciso, de una maestra solterona, magníficamente interpretada por Joanne Woodward. A su vez, la famosa debilidad de Newman por los autos deportivos tuvo oportunidad de encontrar su cauce en Quinientas millas (1969), pero uno de los mayores éxitos de su carrera le llegó con Butch Cassidy (1969), en pareja con Robert Redford como el Sundance Kid. El dúo volvería a tomar la taquilla por asalto con El golpe (1973), en ambas ocasiones dirigidos por George Roy Hill.

De la mano de John Huston, Newman se divirtió en el western paródico El juez del patíbulo (1971) y en el thriller El emisario de MacKintosh (1973), dos películas que no tuvieron suerte en la boletería, a diferencia de la exitosísima Infierno en la torre (1974), superproducción catástrofe de Lewis Allen que todavía sigue fatigando la televisión por cable. Como si hubiera querido demostrar que a esa altura de su carrera no estaba dispuesto a dejarse comprar por las mieles de Hollywood, Newman se embarcó en dos proyectos excéntricos de Robert Altman: Buffalo Bill y los indios (1976) le permitió lucirse en una suerte de unipersonal cinematográfico que cuestionaba uno de los mitos fundacionales de los Estados Unidos, pero Quinteto (1979) resultó un fiasco de proporciones mayúsculas.

Los años ’80 encontraron a Newman más metódico y selectivo: tanto Ausencia de malicia (1981), de Sydney Pollack, como Será justicia (1982), de Sidney Lumet, junto a Charlotte Rampling y James Mason, le valieron sendas y consecutivas candidaturas al Oscar, que llegaría finalmente cuatro años después con El color del dinero, de Scorsese. Entre medio, Newman volvió a dirigir con Padre e hijo (1984) un drama familiar junto a Robby Benson y su eterna compañera Joanne Woodward. Ambos protagonizaron también El señor y la señora Bridge (1990), uno de los mejores y menos conocidos films de James Ivory. Con Robert Benton filmó también dos films tan estimables como injustamente olvidados: Las cosas de la vida (1994), junto a Bruce Willis, y el geronto-noir Crepúsculo (1998), rodeado por Gene Hackman, Susan Sarandon y James Garner. Los hermanos Coen lo convocaron para El gran salto (1994) y Sam Mendes para un papel siniestro en Camino a la perdición (2002), que fue su última película y le deparó una candidatura al Oscar al mejor actor de reparto.

Las generaciones más jóvenes quizá sólo conozcan su rostro por las etiquetas de Newman’s Own, los frascos de salsas y aderezos que en los años de la frenética importación menemista llegaron a las góndolas de los supermercados locales. La buena cocina, como los autos, siempre fue uno de los hobbies de Newman y las ganancias que sacaba con ambos siempre las destinó a causas de beneficencia o a campañas del Partido Demócrata, lo que le valió integrar –no es una candidatura al Oscar, pero bien puede considerarse también un mérito– la tristemente célebre “Enemies List” de Richard Nixon.

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Newman, uno de los grandes de Hollywood. El mes pasado pidió salir de la clínica para esperar el final en su casa.
 
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