Jue 01.12.2005
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CINE › EL CINEASTA Y ESCRITOR EDGARDO COZARINSKY COMENTA EL ESTRENO DE “MEYKINOF”, DE CARMEN GUARINI

“Para mí es clave tener la idea del riesgo”

Durante el rodaje de Ronda nocturna, Cozarinsky aceptó que la documentalista Carmen Guarini lo filmara para componer su Meykinof, una mirada que interroga las relaciones entre ficción y realidad. “Más que chisme, es un viaje a la intimidad de una filmación”, dice el cineasta.

› Por Julián Gorodischer

Carmen Guarini se presentó con una camarita al hombro y le pidió acompañarlo durante seis semanas, a toda hora, en el rodaje de Ronda nocturna. Edgardo Cozarinsky dijo que sí, guiado por ese desinterés sobre todo lo que se diga o se vea de su vida privada, más preocupado por no aparecer como un desprolijo o un disperso. Sabía, porque la conocía de antes, que se vería menos el chisme y su intimidad personal (temas que ya lo obsesionaron en el ensayo Museo del chisme, en las obras Squash o Cozarinsky y su médico) que el alma de una filmación. Guarini le propuso una pequeña transgresión: revisar el formato del making off promocional hasta convertirlo no en una rama de la publicidad y afines sino en un Meykinof, que cobra autonomía más allá de su destino parasitario (hablar de otro film) y replantea el código del género. Sería más un trabajo antropológico sobre una tribu urbana (del director y técnicos) en un entorno semihostil de ensoñación (el de la noche céntrica, sus taxi boys y cartoneros), enmarcado por la reflexión dubitativa de Carmen Guarini.
La voz de la cineasta, encimada a las imágenes, es pura vacilación, mientras recorre el set y piensa su condición de aprendiz en el campo de la ficción, aquí sobre un taxi boy (Gonzalo Heredia) visitado por antiguos amores en un Día de los Muertos. Queda relegado el objeto-obra en sí. Esta es la crónica de un aprendizaje: un director de documentales se entromete en la ficción mirando obsesivamente a su maestro. Ahora, en función privada, el maestro se mira espejado en Meykinof, se redescubre en cada toma captado de espaldas o de costado.... “Yo soy un bicho muy urbano –dice Edgardo Cozarinsky–, soy un tipo de ciudad. Y el campo es una especie de interrupción con respecto a la ciudad. Yo no soy particularmente noctámbulo, me acuesto muy temprano, pero me gusta cortar mis horas de sueño y volver a salir de noche. Me mantiene muy vivo esa posibilidad de ir a una milonga y a otra, de encontrarme con gente que hace mucho que no veo”.
En una de esas intermitencias nocturnas lo encontró Guarini, armando familia, según define el director la situación de cada rodaje, proclive a seleccionar en cada actor a un hijo, un hermano, un marginado del grupo. “Yo tengo tantos amigos jóvenes como gente de mi edad; algunos me acusan de demagogia”, sigue. “Pero a mí me sorprenden con otra formación; me alimentan con otros puntos de vista. En París nunca ocurrió que me fuera a tomar una copa con alguien”. A Guarini la miró a los ojos, la llevó al centro de la escena contradiciendo esa propensión de la chica a quedarse en el margen y dejó en claro sus reglas: Esta es tu película, yo respeto tu trabajo y te tengo simpatía personal, tal vez porque no tenés nada que ver conmigo..., porque tenés una visión documentalista muy atenta a lo social. Te respeto mucho porque lo hacés muy bien, sin clientelismo, sin ideología y con un punto de vista personal.
Ella no dudó en expresarle su pudor y su miedo a dejar en ridículo a quien considera su maestro, a mostrar algo de más, a excederse, a molestar en tomas difíciles con actores y cartoneros de la vida real, a perturbar la escena íntima entre Gonzalo Heredia y Rafael Ferro, ex amantes de ficción que se reencuentran en un hotel alojamiento. “Estuvo todo el tiempo –recuerda el director de Ronda...–, filmó mucho, usó poco y me la mostró con cierta timidez, con temor de que a mí no me gustara, de que me hiciera sentir ridículo. Pero no hay aquí mucho ingreso a la vida privada, sí al imaginario de un rodaje. Se nota mi relación tan afectiva con la gente: hay algo en Moro Anghileri que es inapresable; Gonzalo Heredia me sedujo inmediatamente; con Ferro tuve una relación mucho más compleja: es un tipo muy sensible detrás de su lado cancherito. Y no había previsto hasta dónde lo iba a conmover”. Cozarinsky, que disfrutó entremezclando ficción y biografía personal en su saga de biodramas, que mucho antes relevó perlitas de conversaciones íntimas de escritores, dislates o fallidos pescados in fraganti en veladas paquetas para su ensayo Museo..., conoce las reglas del juego, y no cayó en el síndrome de famoso agredido por paparazzi. Podría haberle ocurrido, pero él no tiene ninguna coquetería. “No me importa –dice sobre su aparición– que se me vean las arrugas, que se me note la panza. Esa idea de estar atentos al resultado y no al chisme de ver a dos tipos en una cama, ninguno de los cuales es gay, es interesante porque prefiere la concentración al sensacionalismo. En el plano privado no me molesta nada. A lo mejor a los 30 podía importarme mi vida privada; pero a los 60 no me importa.”
–¿Qué momento destaca de Meykinof?
–Me interesa cuando se ve la concentración en el trabajo, lo que va más allá del chisme. Hay aquí y allá momentos en que se capta algo de intimidad. Creo que se percibe que mi premisa es pasarla bien, sobre todo porque estuve a punto de morirme hace seis años y cambié un montón de cosas de mi vida anterior.
–Guarini los estudia como a una tribu, más cerca del trabajo del antropólogo que del publicista...
–Somos una tribu: Gonzalo es un chico admirable, de enorme sensibilidad y al que se le ve en la cara que ha vivido. Es lo contrario de un carilindo como Mariano Martínez, al que veo como una hoja de papel en blanco donde no se ve un rastro de nada. Gonzalo no piensa en su imagen pública. Cuando le di el guión, le pedí que me dijera si consideraba que había momentos en los que diría eso no. Vas a estar en el telo –le dije-, y en la cama con otro tipo, ¿leíste el guión? (le pregunté). Y me contestó: Qué soy, ¿actor o señorita?
El aire que se respira en Meykinof es el de un after hour, esa licencia posnocturna que relaja la práctica sexual (con taxi boys al paso, sobre M. T. de Alvear), la relación entre clases medias (los Cozarinsky) y cartoneros que se disponen a conversar, y hasta se esfuma la frontera entre la vida y la muerte, fiel a la trama de Ronda nocturna, donde regresan muertos vivos a una Buenos Aires extrañada. “Carmen captó lo que pasaba –sigue Cozarinsky–. De noche cambia mucho la conducta de la gente: Gonzalo se tiraba en el motor home, se tomaba un té de jengibre, filmaba con fiebre. Eramos exploradores en la noche, estábamos convirtiéndonos en algo. La maquilladora me decía que pasaba horas sin hacer nada, pero fascinada con lo que iba viviendo”.
–¿No es Meykinof la crónica de cómo se construye una familia inventada?
–Cuando hay alguien que no me gusta, inmediatamente queda marginado del grupo; es algo que Carmen percibió y le interesó como fenómeno. Hay gente para la cual el rodaje es un mal paso que hay que pasar; para mí es un momento de libertad. Yo soy un tipo bastante solitario: y allí me invento una familia que sé que no va a durar para siempre. Soy el padre absoluto, pero no autoritario, y es muy fuerte para mí la idea del riesgo. Si esa noche fallaba lo que filmábamos, había riesgo de que se cagase la película. El miedo me excita.
–¿Qué le agregaría a Meykinof?
–Tal vez el verdadero making off debería empezar mucho antes, en el trabajo de campo, registrando las entrevistas de selección de actores. Le dije a Villegas (encargado del casting) que me buscara un chico lindo para justificar el personaje, ni demasiado puto ni demasiado macho, ambiguo. Y vinieron legiones de príncipes de gimnasio con la camiseta para mostrar sus tatuajes. Yo preguntaba qué es lo que más les gustó de lo que hicieron; ellos ponían cara de El pensador de Rodin, intentando demostrar vida interior y largaban: el año pasado hice un comercial para Marlboro que no estaba nada mal. ¡El que sigue! Carmen no consideró interesante esa primera etapa, tal vez acostumbrada a que los personajes se los diera la realidad. Los HIJOS (por HIJOS, el alma en dos, de Guarini) tienen más cosas que contar que cualquier personaje de ficción.

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