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“Tengo miedo de olvidar”, dice Jonathan, escondido detrás de sus anteojos, grandes como platos, que parecen servirle de escudo frente al mundo exterior. Por su aspecto, se diría que Jonathan siempre tuvo miedo de todo: de vivir, en primer lugar; pero también de olvidar: de dónde viene, quién es, quiénes fueron sus abuelos... Y para que nada quede fuera de su memoria decidió, desde que era un niño, formar su pequeño museo personal, una suerte de altar familiar donde conserva todo aquello que hace a sus lazos de sangre, desde una bolsita con su tierra natal hasta una dentadura postiza de alguno de sus mayores. Por eso, cuando su abuela, en su lecho de muerte, le alcanza una foto amarillenta y le dice “Tu abuelo quería que tuvieras esto”, Jonathan no puede sino ponerse a investigar. ¿Quién es esa mujer que acompaña a su abuelo en la foto? ¿Dónde fue tomada? ¿En Ucrania hacia 1940? ¿Qué sucedió luego con ellos?
El viaje de Jonathan hacia la improbable aldea ucraniana de Trachimbrod es la columna vertebral de Una vida iluminada, la opera prima del actor Liev Schrieber, a quien es fácil recordar como el autómata de la nueva versión de El embajador del miedo. Basado en una novela semiautobiográfica de Jonathan Safran Foer, que fue best-seller y sensación de crítica en los Estados Unidos, Schrieber se lanza a las rutas de la memoria para reconstruir el puzzle de la diáspora judía que tiene en Jonathan a su hijo más devoto.
El tono permanente del film de Schreiber es el de una fábula: imágenes coloridas como las de un libro de estampas y personajes que no responden tanto a la realidad como a la fantasía de un pequeño cuento para adultos. En primer lugar, el propio Jonathan (Elijah Wood), un coleccionista compulsivo, siempre encerrado en su traje oscuro a pesar de su juventud, pero dueño de una determinación que le asegura al espectador que ese viaje no puede no tener un final. O como toda fábula, una moraleja.
Y sus acompañantes no podrían ser más estereotipadamente excéntricos. El viejo cascarrabias (Boris Leskin) que se vale de su camioneta Trabant para organizar tours de la memoria para “judíos ricos” no alcanza a ocultar su antisemitismo. Dice ser ciego y se vale de una perra lazarillo (llamada Sammy Davis Jr. Jr.), pero eso no le impide ponerse al volante y pisar el acelerador todo lo que su cascajo se lo permita. Para intérprete y guía, nadie mejor que su nieto (el cantante punk Eugene Hutz), fanático confeso de Michael Jackson, bailarín eximio de hip-hop y con un dominio del idioma inglés peor que el de Roberto Benigni en Down by Law. Todos juntos –incluida Sammy Davis Jr.Jr.– salen en busca de la habitante de esa vieja foto, que puede llegar a echar luz sobre el presente de Jonathan.
Mientras el film mantiene esa línea recta, no deja de ser un paseo amable por paisajes de Ucrania (filmados en la auténtica República Checa), condimentado con algunos diálogos particularmente filosos.
La llegada a Trachimbrod le resta humor al film y lo vuelve, en cambio, más sentimental, más pretencioso, y el relato se empantana con algunos flashbacks que pretenden ser ilustrativos y terminan siendo redundantes. También da la sensación de que si alguien en algún momento apagara la banda de sonido, como si fuera una radio, la película podría valerse más por sí misma y no apoyarse tanto en la música (aunque hay un tema muy simpático, que parece una versión klezmer de Caravana, de Duke Ellington). Aquellos que dicen haber leído la novela original alegan a su vez que era mucho más rica y compleja que el film, pero desconociendo esa fuente uno no tendría siquiera por qué sospecharlo.