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Viernes, 24 de octubre de 2008

CINE › LOS PARANOICOS, OPERA PRIMA DE GABRIEL MEDINA

Crónica del hombre que baila solo

Más allá de la morosidad que por momentos parece ganar su desarrollo, la película de Medina acierta en la pintura de dos personajes antagónicos. Y entrega otra performance inolvidable de Daniel Hendler, que evita la repetición de anteriores máscaras.

 Por Luciano Monteagudo

7

LOS PARANOICOS
(Argentina/2008)

Dirección: Gabriel Medina.
Guión: Nicolás Gueilburt y Gabriel Medina.
Fotografía: Lucio Bonelli.
Música: Guillermo Guareschi.
Producción: Sebastián Aloi.
Intérpretes: Daniel Hendler, Jazmín Stuart, Martín Feldman, Walter Jakob, Verónica Perdomo y Miguel Dedovich.

Las cosas no le van bien a Gauna. Hace rato, parece. En principio, no se lo ve feliz metido dentro de ese disfraz de monigote con el que supuestamente anima fiestas infantiles (el único niño que muestra la película está solo y triste). Las preocupaciones de Gauna parecen muchas y sus fobias aún más: solitario crónico, tal como delata el pulcro desorden de su departamento, Gauna prefiere siempre esconderse detrás de una máscara o de las persianas bajas de su triste dos ambientes heredado de su abuela, donde descarga tensiones fumándose un porro y bailando a solas, a todo volumen, un tema de Todos Tus Muertos. Es que Gauna es oscuro, dark, como si hubiera encontrado su personalidad y su peinado viendo repetidamente El extraño mundo de Jack. El problema mayor de Gauna (Daniel Hendler), sin embargo, lo acecha desde el pasado y ataca en el presente: se llama Manuel (Walter Jacob), es un reaparecido amigo de su adolescencia y su perfecta antítesis, un tipo locuaz, exitoso profesional y económicamente, fanfarrón, mentiroso crónico, esa clase de gente que siempre tiene la última palabra y no duda en usar a quien tenga más a mano, siempre “de onda”, claro.

Lo más interesante de Los paranoicos, ópera prima de Gabriel Medina (un egresado de la Universidad del Cine que colaboró en distintos roles con Damián Szifrón, Martín Rejtman y Pablo Trapero, entre otros) está en la oposición de esos dos mundos, que pinta de manera muy drástica, como si no hubiera grises en el medio. Gauna –un poco como el protagonista de El fondo del mar, la ópera prima de Szifrón, con la que Los paranoicos da la impresión de dialogar de alguna manera, o incluso de refutar– ve al mundo como a un universo ajeno y hostil. Y para él lo es realmente. No sólo Manuel lo pone constantemente en situaciones incómodas y hasta desagradables, como cuando Gauna descubre que –sin su consentimiento– lo ha convertido en el protagonista, con su mismo nombre y apellido, de una popular serie de televisión española donde se burlan de sus características. Todo un universo de personajes demasiado seguros de sí mismos, e incluso autoritarios y hasta violentos, orbitan alrededor del pobre Gauna: el irascible portero de su edificio, el mozo de un bar, el dueño de un supermercado chino, un veterano guionista a quien Gauna acude en pos de un consejo para el final de un guión que nunca puede terminar...

Todos esos apuntes, que tienen además una identidad muy porteña, con personajes siempre reconocibles, a los que sin embargo el director Medina –esquivando los peligros del costumbrismo– evita convertir en estereotipos, están entre lo mejor de la película. La escena de la traumática cena del reencuentro entre Gauna y Manuel, que acude con su novia Lucía (Jazmín Stuart) y, como un bonus, con una azafata a la que acaba de conocer en el avión, para alegrarle la vida a su amigo, es también un punto alto, por las dosis equivalentes de humor y tensión que pautan esa noche negra.

El primer baile solitario de Gauna en su departamento también es crucial para el film, no sólo porque da una pista de las potencialidades ocultas del personaje, sino también porque genera un quiebre, una cisura, una sorpresiva abstracción en el relato. Y ese baile adquirirá a su vez otro sentido hacia el final, cuando se repita ya en público, de una manera mucho más erótica, desencadenando un happy end romántico que no resulta necesariamente forzado, sino más bien inevitable.

¿Dónde están los problemas de Los paranoicos, entonces? Por un lado, el film, más de una vez, se vuelve lento, reiterativo, como si no confiara del todo en el espectador y se molestara por describir una y otra vez, hasta el subrayado, las características de sus dos personajes principales, sobre todo el de Manuel, que no tiene la cantidad de matices de Gauna. Por el contrario, hay otro personaje importante, como el de Lucía, que compone Jazmín Stuart, que nunca alcanza a desarrollarse plenamente, que parece siempre más bien un borrador, o una pieza del engranaje del guión, para llegar a una conclusión demasiado avisada de antemano. Hay también cierta lasitud en el relato, que puede atribuirse a la personalidad del protagonista, pero que de alguna manera le impide a la película crecer dramáticamente.

Todas estas objeciones, sin embargo, encuentran una compensación, un equilibrio en la estupenda actuación de Daniel Hendler, que se apropia de la película, la hace suya a partir de su propia personalidad, a la vez que se cuida de repetir papeles anteriores. Sus vacilaciones, sus perplejidades, sus pausas –su manejo propio del tiempo de cada escena, que parecen depender más del ritmo del propio actor que del que pueda imponer el director– llevan evidentemente su marca. Pero aun así están reformuladas en función de un personaje distinto, nuevo, que pasa a formar parte de la galería de rioplatenses a los que Hendler les ha puesto su sello, tan intransferible como generacional.

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Todo gira alrededor de Gauna, un oscuro guionista más bien fracasado que debe lidiar con el amigo exitoso.
 
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