Jueves, 15 de enero de 2009 | Hoy
CINE › W., LA INSOLITA BIOGRAFIA FILMADA DE OLIVER STONE SOBRE GEORGE BUSH HIJO
El director rompe con la linealidad cronológica que caracteriza al género biopic para consumar la primera película basada en un presidente en ejercicio, pero el resultado tiene el doble vicio del psicologismo y el reduccionismo.
Por Horacio Bernades
W.
(EE.UU./Alemania/Australia/
Hong Kong, 2008)
Dirección: Oliver Stone.
Guión: Stanley Weiser.
Las anteriores incursiones de Oliver Stone detrás de las bambalinas del poder estuvieron guiadas por un conspirativismo febril (JFK), una imprevista introspección (Nixon), la simple y llana genuflexión (Comandante y Looking for Fidel, sus dos largas entrevistas a Fidel Castro) y vaya a saber qué (Alejandro Magno). Primera biografía fílmica jamás realizada sobre un presidente en ejercicio, en W. prima, en cambio, una azorada perplejidad. ¿Cómo este tipo puede haber llegado hasta donde llegó y hacer lo que hizo?, se pregunta Stone a lo largo de W. “Sólo Dios lo sabe”, tal vez sea la respuesta. Entendiendo a Dios no como iluminación y predestinación –como le gustaría al propio George W.– sino como mero azar.
De la nada más absoluta, el primogénito de los Bush pasa a gobernar primero un estado, luego la nación y por ende el mundo. Habiendo ganado dos elecciones presidenciales, desde ya que podría argumentarse que si llegó donde llegó no fue por azar, sino por la voluntad de sus conciudadanos. En W., sin embargo, cualquier cosa equivalente a la idea de pueblo se mantiene llamativamente ausente a lo largo de las dos horas y pico de proyección.
Interpretado por Josh Brolin con una solidez casi excesiva para el personaje, el hombre al que le queda menos de una semana de poder es, en la visión de Stone y su guionista Stanley Weiser –el mismo de Wall Street–, un cabeza fresca, un irresponsable, un mono con navaja. Pero también –confirmando su semejanza con el que para la misma época gobernó la República Argentina– un tipo capaz de ejercer ese poder.
Rompiendo con la linealidad cronológica que hace del género biopic una línea de puntos, Stone empuja su relato hacia atrás y adelante, focalizando por un lado en los años de juventud, cuando el tipo no parece en condiciones de decidir nada que no sea beber y beber, y por otro en el bienio que va del 11/09 a la invasión a Irak, cuando decide todo, empezando por la vida de los demás. El punto de quiebre es el momento (1986, justo a los 40 años) en que este fanático del béisbol supone haber recibido un llamado divino y se convierte.
La conversión que desarrolla W. no es ésa, sin embargo, sino otra que ya había interesado a Stone en Nixon y Alejandro Magno: la de un tipo débil en hombre fuerte. En este punto cabe achacarle al realizador de The Doors el doble vicio del psicologismo y el reduccionismo. Así como el Nixon de Stone hizo lo que hizo por acomplejado, y lo más magno de Alejandro parece haber sido su Edipo con Angelina Jolie, aquí se postula que Bush llegó a gobernar el mundo sólo para demostrarle su valor al padre. Político de carrera, puritano tan severo como el Dios del Antiguo Testamento, el George Bush Sr. que compone el australiano James Cromwell es no sólo el opuesto exacto de su primogénito, sino, sobre todo, la figura persecutoria que, a lo largo de toda la película, jamás deja de acosarlo. La paranoia: todo un tema en el realizador de JFK.
Como presidente, Bush aparece como un pragmático, intuitivo y marketinero. Las reuniones en las que al frente de su gabinete rediseña el mapa del mundo parecen brainstormings de creativos publicitarios. El presi oye las argumentaciones de sus think tanks (el Dick Cheney de Richard Dreyfuss, el Donald Rumsfeld de Scott Glenn, la exasperante Condoleezza Rice de Thandie Newton, la sorprendente paloma en la que aparece transmutado Colin Powell) y las convierte en argumentos de venta.
“¡Eje del Mal, ésa es la frase!”, festeja, exultante. Para llegar hasta allí, este cowboy incapaz de ilar una palabra detrás de otra fue previamente alfabetizado, como una Eliza Doolittle de sombrero Stetson y hamburguesa en mano, por un Pigmalión llamado Karl Rove (Toby Jones, el Capote de Infame). Una relación que suena a eco de la que el sabio Aristóteles mantenía con el joven e inexperto Alejandro Magno, dos películas atrás.
Las reuniones de altos mandos, con mapamundi incluido, recuerdan demasiado al disparate de Dr. Insólito. Más de una ridiculización (la casi muerte por ingestión de maní, la confusión de Guantánamo con “Guantanamera”, la alegría ante un informe de “sólo tres páginas”), así como la reproducción de frases célebres del acervo bushiano (“Ya sé que Irán no es lo mismo que Irak”, “No pienses demasiado, que al final te confunde”) dejan la sensación de que se apunta sobre blancos demasiado fáciles.
Pero ya se sabe: no debe pedirse sutileza al hombre que imaginó un gang de homosexuales asesinos detrás del asesinato de Kennedy e ideó sueños kitsch para Jim Morrison. Sí puede esperarse, y aquí no falta, lo que podría llamarse “musculatura intelectual”, oxímoron que en el caso de Stone es sólo aparente. También, cómo no, un candor en ocasiones difícil de aceptar.
Como cuando el presidente reacciona, ante el invento de las armas químicas de Saddam, con la indignación de un iraquí. Como si él fuera la víctima y no el victimario.
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