Viernes, 16 de enero de 2009 | Hoy
CINE › PELIGRO EN LA INTIMIDAD, DIRIGIDA POR WILLIAM FRIEDKIN
El veterano director de Contacto en Francia y El exorcista regresó al ruedo con un film inquietante y claustrofóbico, utilizando un tono cercano al psicodrama. Aunque fallido, tiene el mérito de haber asumido riesgos, incluso respecto de la propia obra de Friedkin.
Por Diego Brodersen
PELIGRO EN LA INTIMIDAD
(Bug, Estados Unidos, 2006)
Dirección: William Friedkin.
Guión: Tracy Letts, basado en su propia obra.
Dejando de lado el título local, que parece acercar las cosas mentirosamente al terreno del thriller erótico, el último film del septuagenario William Friedkin –los memoriosos lo recordarán como el director de dos de los mejores ejemplos del cine norteamericano de los años ’70: Contacto en Francia y El exorcista– es un ejercicio narrativo necesariamente claustrofóbico, una pieza de cámara de climas progresivamente enrarecidos. Como relato que amaga con acercarse a los procesos del cine de género, fundamentalmente el suspenso y el terror, para esquivarlos a conciencia, la película se transforma en un interesante caso de discusión para cinéfilos concienzudos; como investigación sobre la evolución paranoica de los personajes –y, por extensión, de toda una sociedad–, el film muestra finalmente la hilacha de su origen teatral, perdiendo fuerza a medida que las metáforas se tornan más y más explícitas. Antes de continuar, vale la pena preguntarse qué hubiera hecho un realizador como David Cronenberg con este mismo guión, que por momentos parece escrito por un seguidor de su obra.
Friedkin, por cierto, no es Cronenberg. Pero el veterano de varias guerras es dueño todavía de cierto pulso a la hora de plasmar cinematográficamente sus intenciones dramáticas. Peligro en la intimidad parte de un personaje que Ashley Judd hace suyo, apoyada por una falta de maquillaje y un vestuario alejados del tradicional “look glamoroso en las peores de las circunstancias” del cine de Hollywood. Agnes es una chica que, se nota, ha sufrido lo suyo. La joven pasa sus días en uno de esos moteles de mala muerte a la vera de la ruta, de los cuales uno espera que en cualquier momento haga su aparición un émulo de Norman Bates. Cosa que no ocurre, aunque su ex, un muchacho violento y golpeador al cual Agnes no quiere volver a ver, acaba de salir de la cárcel y tiene todas las intenciones de visitarla. Cuando una amiga camarera le presenta casualmente a Peter (Michael Shannon), un soldado retirado con una particular personalidad –por usar un eufemismo–, comienza a entablarse entre ambos una relación cuyas consecuencias no pueden anticiparse.
Y es que la película adopta en su primera mitad el tono de un drama psicológico al uso, salpicado con bienvenidos chispazos de humor y cambios de registro que lo tornan algo imprevisible. Pero cuando Peter descubre un pequeñísimo insecto entre las sábanas, Peligro en la intimidad cambia de carriles y se embarca en un progresivo descenso a los infiernos de la paranoia y la psicosis, entre otras patologías. Agnes y Peter son el fuego y el petróleo, o el hambre y las ganas de comer. A partir de allí, y sin que el espectador note en un primer momento los cambios que se están operando por debajo de la superficie, el film también puede ser visto como un capítulo revolucionario, por lo minimalista, de Los expedientes secretos X, con una invasión de bichos (de allí el título original Bug) que puede tener su origen en uno de esos experimentos militares que los fanáticos de las teorías conspirativas desempolvan de tanto en tanto. Pero Friedkin apenas roza las tonalidades del cine fantástico, optando concienzudamente por una mirada casi clínica de la relación cada vez más demencial de la dupla. Si hay alguna infección o enfermedad en curso, parece afirmar la última media hora del film, es el contagio de la locura, del caso personal a la explosión colectiva.
Peligro en la intimidad es más interesante que efectiva, más inquietante que profunda, más osada que inteligente. Y es fallida, sin dudas. Pero es precisamente ese no ocultamiento del origen teatral de la historia (aunque, fiel al clasicismo de Hollywood, nunca se haga del todo evidente el artificio), el jugarse a un tono cercano al psicodrama, con los actores jugando el juego de las explosiones de histrionismo, lo que hace de su último largometraje una saludable aberración no sólo dentro de su obra sino en el cine norteamericano contemporáneo. Quizá no se trate del gran regreso de William Friedkin que muchos quisieron ver, pero al menos mantiene la llama viva.
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