Martes, 20 de enero de 2009 | Hoy
CINE › A PROPOSITO DEL CICLO ERIC ROHMER, LOS JUEGOS DE LA SEDUCCION
En este texto, el maestro francés reflexiona sobre diversos aspectos de su cine. Desde hoy hasta el miércoles 28, la sala Lugones será escenario de una retrospectiva que recorrerá la obra del director, desde sus comienzos hasta principios de los años ’80.
Por Eric Rohmer
Algunos dicen que mi cine es literario. Que lo que digo en mis películas podría decirlo en una novela. Sí, pero se trata de saber qué es lo que digo. El discurso de mis personajes no es forzosamente el de mi película.
En los Cuentos morales, es cierto, hay una intención literaria, una trama novelesca establecida de antemano, que podría ser un material para desarrollar por escrito, como a veces efectivamente lo hago, en forma de comentario en off. Pero ni el texto de este comentario ni el de los diálogos son mi película: son cosas que filmo, de la misma manera que los paisajes, los rostros, el modo de andar, los gestos. La palabra forma parte, al igual que la imagen, de la vida que ruedo.
Lo que “digo” no lo digo con palabras. Tampoco con imágenes, mal que les pese a todos los sectarios de un cine puro que “hablaría” con las imágenes, como un sordomudo habla con las manos. En el fondo, yo no digo, muestro. Muestro a gente que actúa y habla. Eso es todo lo que sé hacer, pero ahí está mi verdadera intención. El resto, estoy de acuerdo, es literatura.
Es cierto que podría “escribir” las historias que filmo. La prueba es que efectivamente las he escrito: hace mucho tiempo, cuando todavía no había descubierto el cine. Pero no me sentía satisfecho. No sabía escribirlas bien. Es por ello que las filmé. Cuando filmo, intento arrancar todo lo que puedo a la vida misma. No pienso demasiado en el argumento, que es un mero armazón, sino en los materiales con que lo lleno y que son los paisajes en los que sitúo mi historia, los actores que he elegido para interpretarla.
¿Dónde encuentro mis temas? En mi imaginación. Ya he dicho que veo el cine como un medio, si no de reproducir al menos de representar, de recrear la vida. Debería, pues, por lógica, encontrar mis temas en la experiencia.
Pues no, en absoluto: son temas de pura invención. Contrariamente a la novelista de La rodilla de Clara, no descubro: invento. O, más bien, ni siquiera invento: combino algunos elementos primarios, en cantidades raras, como hace el químico. Aunque propondría más bien el ejemplo del músico, puesto que concebí mis “Cuentos morales” a la manera de seis variaciones sinfónicas. Como el músico, varío el motivo inicial, lo ralentizo o lo acelero, lo amplío o lo reduzco, le doy cuerpo o lo depuro. A partir de la idea de mostrar a un hombre interesado por una mujer en el mismo momento en que va a relacionarse con otra, he podido construir mis situaciones, mis intrigas, mis desenlaces, incluso mis caracteres. El protagonista, por ejemplo, en un cuento será un puritano, como en Mi noche con Maud; en otro será un libertino, como en La coleccionista o La rodilla de Clara. Tan pronto será frío como exuberante, flemático o sanguíneo, a veces más joven que su pareja, otras veces de más edad, en ocasiones ingenuo o desalmado. No hago retratos del natural: dentro de los límites estrictos que me impongo, presento diferentes tipos humanos. Mi trabajo se limita así a una vasta operación combinatoria que he proseguido sin método, es cierto. Aunque habría podido perfectamente confiarlo al cuidado de una computadora, como hacen algunos músicos actuales.
Cuando emprendí el rodaje de mis “Cuentos morales”, pensaba muy ingenuamente que podría mostrar bajo una nueva luz algunas cosas –sentimientos, intenciones, ideas– que hasta entonces sólo habían recibido una iluminación literaria. En los tres primeros utilicé ampliamente el comentario en off. ¿Era hacer trampas? Lo hubiera sido si ese comentario contuviera lo esencial de mis intenciones, relegando la imagen al papel de ilustración. No, si de la confrontación de ese discurso con los discursos y el comportamiento de los personajes surgía una especie de verdad completamente diferente de la letra de los textos y los gestos, que sería la verdad de la película.
La rodilla de Clara, en su versión novelada, se presentaba como relato del protagonista, describiendo la trayectoria de sus propios pensamientos. ¿Cómo pintar en la pantalla esa pura emoción interior? La superposición plana del comentario off sobre la imagen me parecía ociosa y artificial. Así, pues, en lugar de superponer, decidí yuxtaponer. En dos pasajes claves de la película presento primero los hechos, dejando en la oscuridad todo lo que tenga que ver con los sentimientos de mi personaje, y luego, en el curso de una conversación, hago que él mismo los cuente a la novelista. En mis cuentos se habla mucho. Pero, ¿de qué se habla? De cosas que han de ser mostradas con toda la exuberancia y precisión de la imagen.
(Texto originalmente publicado en 1971, extraído de El gusto por la belleza, recopilación de artículos de Eric Rohmer editada por Editorial Paidós, Colección “La memoria del cine”, Nº 4).
Adaptación y notas: Horacio Bernades.
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