CINE › POR FIN VIUDA, DE ISABELLE MERGAULT, CON MICHÈLE LAROQUE
Parte del cine francés ha emprendido un retroceso de más de un siglo, reencontrándose con la llamada “comedia de boulevard”, variante del teatro burgués sostenida sobre una mecánica que, de tan aceitada, chorrea. Y la película de Mergault adhiere al revival.
› Por Horacio Bernades
POR FIN VIUDA
(Enfin veuve, Francia, 2007).
Dirección: Isabelle Mergault.
Guión: I. Mergault y Jean-Pierre Hasson.
Intérpretes: Michèle Laroque, Jacques Gamblin, Wladimir Yordanoff, Valerie Mairesse y Claire Nadeau.
Con Daniel Auteuil al frente, desde hace unos años, parte del cine francés ha emprendido un retroceso de más de un siglo, reencontrándose con la llamada “comedia de boulevard”, variante del teatro burgués sostenida sobre una mecánica que, de tan aceitada, chorrea. En estas películas (Mi mejor amigo, Mi otro yo, El invitado), la comedia de boulevard se reproduce con tanta fidelidad, que viéndolas daría la sensación de que el tiempo (y el cine) han dejado de existir. Durante sus dos primeros tercios, Por fin viuda reedita todas las convenciones de la comedia de boulevard (ambiente burgués, deslices y ocultamientos eróticos, mecánica cómica ensayada por demás) para copiar, en el último acto, los tics más obvios del melodrama romántico: traición amorosa, larga separación de los amantes, subrayados musicales. Como si en alguna página de algún manual dijera: “Si no puedes conquistarlos por la risa, hazlo por el llanto. Y si es con los dos, mejor”.
Juegos de salón, las comedias de boulevard suelen funcionar sobre la base de una lógica arbitraria. En este caso, es necesario aceptar que Anne-Marie (Michèle Laroque, vista en El placard y en Mi vida color de rosa), señora burguesa de lo más ociosa, que vive en una espectacular mansión junto al mar y está casada con un repulsivo cirujano plástico (Wladimir Yordanoff), se ha enamorado de un modesto armador naval (Jacques Gamblin), por la simple razón de que éste le da lo que el marido no. En pos de identificar a la audiencia, al comienzo el guión –coescrito por la realizadora, Isabelle Mergault– mueve al espectador a ver a la protagonista a través de los ojos del marido y la mucama. Para quienes, por distintas razones, Anne-Marie es poco menos que una idiota. Gradualmente se invierte el punto de vista, hasta asumir el de Anne-Marie, prisionera de un asfixiante entorno familiar y social.
Sin embargo, dos escenas contrarían esa lógica. En ellas la protagonista se comporta de manera tal que el espectador duda de si el marido no tendría acaso razón. Una es cuando escribe una carta de despedida, que el amante corrige hasta dejarla reducida al hueso (sugiriendo que en el futuro, la relación entre ambos podría ser una réplica de la que la mujer tuvo con el Juri francés). En la otra escena, Anne-Marie llega a su casa y los parientes le cuentan que su esposo acaba de sufrir un accidente mortal. “¿Mortal?”, se queda embobada la mujer. “¿Quiere decir que Gilbert se accidentó?”. La otra inconsecuencia de la película está relacionada con la sugerencia de que el infierno no son sólo los otros (perdón, Sartre), sino que Anne-Marie es también rehén de su propio afán de lucro. Como modo de liberarse de esta atadura, tras una profunda crisis existencial Anne-Marie rompe con todo, abandonando su supercasa junto al mar y yéndose a vivir... ¿a la calle? ¡No, a un superchalet montañés, en medio de un paisaje paradisíaco! Y ahí viene, para completarla, el príncipe azul naval, dispuesto a perdonarle todo y envuelto en una canción romántica...
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