Lunes, 15 de febrero de 2010 | Hoy
CINE › EL FESTIVAL, ENTRE LA LEYENDA Y EL MARKETING
La proyección restaurada de Metrópolis, en su versión finalmente completa con las escenas faltantes encontradas en Buenos Aires, se multiplicó por la ciudad. También desembarcó el equipo completo de La isla siniestra, con Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio a la cabeza.
Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Fue un fin de semana agitado en la capital alemana. La proyección restaurada de Metrópolis, en su versión finalmente completa, con las escenas faltantes encontradas en Buenos Aires, se multiplicó por la ciudad: a la exhibición de gala en el FriedrichstadtPalast, con la orquesta sinfónica de la radio alemana en el foso, se le sumó la retransmisión en directo de la película en la Puerta de Brandeburgo, con miles de espectadores de pie, debajo de la célebre cuadriga victoriosa, contemplando ese resurgimiento bajo un manto de nieve, como si esa multitud también hubiera sido hipnotizada por la mujer robot que imaginó el visionario film de Fritz Lang.
Y a unas pocas cuadras de allí, el desembarco del equipo completo de La isla siniestra, con Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio a la cabeza, tuvo revolucionada a Potsdamer Platz, centro neurálgico del festival, con cámaras de televisión y cazadores de autógrafos pugnando por acercarse a una escarchada alfombra roja. De alguna manera, cada una a su modo, ambas películas funcionaron como furiosas máquinas de promoción del festival, que con esta edición cumple 60 años y necesita tanto de la fama legendaria de una película alemana esencial en la historia del cine (y del merchandising que la acompaña, que se puede adquirir en el shop del Filmmuseum, donde se sumó una exposición a tal efecto) como de los flashes de los paparazzi detrás de la mirada cada vez más dura y esquiva de DiCaprio.
¿Qué decir de Metrópolis después de tantas idas y vueltas? Los expertos alemanes, encabezados por Enno Patalas, ya habían desistido de conseguir alguna vez llegar a los 150 minutos que duró el estreno el 13 de marzo de 1927, en el Zoo Palast (que hoy sigue siendo, milagrosamente, una de las salas principales de la Berlinale). Tanto es así, que hace unos pocos años ya habían producido y distribuido –en copias en 35mm. y comercialización en DVD– la que se consideraba como la versión más completa y definitiva. Hasta ahora... Resulta que en Buenos Aires, depositada en el Museo del Cine de la ciudad, como parte de la donación que un coleccionista privado le había hecho hacía décadas al Fondo Nacional de las Artes, dormía una versión idéntica a la original, que había llegado al país apenas un año después de su estreno en Berlín, directamente de Alemania, y que no había sufrido los cortes y alteraciones que le propinó la Paramount cuando asumió la distribución internacional.
Enterada del descubrimiento porteño –a cargo del historiador Fernando Martín Peña y de Paula Félix-Didier, directora del Museo del Cine de Buenos Aires, que no han tenido quizás el suficiente reconocimiento y aparecen sólo en los títulos finales, mezclados con otros agradecimientos–, la Fundación Murnau, propietaria de los derechos del film, se puso a toda marcha a restaurar el material inédito para llegar a tiempo a la fiesta de cumpleaños de la Berlinale. El trabajo contrarreloj estuvo a cargo del especialista Martin Körber y el resultado es ciertamente sorprendente, por la cantidad de material que ahora ha salido a la luz y del que apenas se tenían noticias por los documentos del rodaje. Es fácil además reconocer cuáles son las escenas que faltaban, porque su estado de conservación (rayas, falta de definición, encuadre más pequeño) corresponde a la vieja copia 16mm porteña, que contrasta con las prístinas imágenes que salieron de los negativos alemanes.
Ahora bien, ¿es esta Metrópolis mejor que la que ya se conocía como una obra maestra? En principio, es bastante distinta, porque el montaje ahora es mucho más lineal y fluido y, por lo tanto, su historia se hace más transparente. Paradójicamente, esta virtud conlleva también un defecto: aquello que siempre se consideró el punto débil de la película, la trama urdida por la guionista Thea Von Harbou (por entonces la mujer de Lang) queda más expuesta que nunca en su costado más ingenuo, melodramático y banal. Ahora se confirma que el origen del conflicto entre el plutócrata Johann Fredersen y el siniestro inventor Rotwang, que pone al borde del colapso a la ciudad de Metrópolis, tenía un origen sentimental: ambos habían disputado el amor de la misma mujer.
Tronchada esta arista para aligerar sustancialmente el metraje, las razones de los personajes siempre quedaron oscuras, pero le dieron al film una cualidad casi abstracta. A falta de un argumento más coherente, lo que había atravesado hasta ahora la prueba del tiempo era el genio visual de Lang, capaz de concebir todo un mundo nuevo a partir de su imaginación y la de sus colaboradores, como el fotógrafo Karl Freund y los escenógrafos Otto Hunte, Erich Kettelhut y Karl Vollbrecht.
Esa concepción sigue siendo genial y anticipatoria, como lo prueba caminar estos días por la llamada Nueva Berlín, donde la cúpula vidriada del Sony Center (debajo de la cual se levanta el Filmmuseum que atesora los bocetos y maquetas originales de Metrópolis) parece escapada de la película. Y a tal punto, que no cuesta demasiado conjeturar todavía en las catacumbas de la ciudad a una legión de Untermenschen, hombres con la cerviz inclinada, como los describía Lotte Eisner, y que hoy vendrían a ser la clase prestadora de servicios. El abrazo entre el capital y el trabajo que proponía la película (“las manos y el cerebro necesitan un mediador: el corazón”, en las untuosas palabras de Von Harbou) en todo caso parece haberse concretado.
Los cinéfilos, sin embargo, sabrán valorar de esta nueva Metrópolis por lo menos dos grandes hallazgos. El primero es la exhumación de un gran villano, El Hombre Delgado, gigante de aspecto amenazador, esbirro del dueño y creador de Metrópolis, que podría pertenecer por derecho propio al siniestro universo del Doctor Mabuse, también imaginado por Lang. En las versiones anteriores apenas si parecía un mayordomo y ahora cobra toda su maligna dimensión. El segundo hallazgo es la enorme cantidad de planos que se suman al momento de la inundación de la ciudad. Allí la infinidad de tomas de niños desesperados, elevando los brazos en pos de una improbable salvación (¿habrá sido demasiado para la sensibilidad de los montajistas de la Paramount?) le aportan al gran final de la película una intensidad inédita.
De un tenor completamente distinto es, a su vez, la intensidad de Shutter Island, la nueva película de Martin Scorsese. Pero que es intensa, no hay dudas. Basada en una novela de Dennis Lehane, Scorsese ha hecho un film a la medida de su paranoia, en el que DiCaprio casi podría interpretarse como una suerte de alter ego del director. Que la película se desarrolle íntegramente en una isla-prisión-asilo psiquiátrico, le da a Scorsese la posibilidad de hacer un film literalmente psicótico, que poco a poco va perdiendo contacto con la realidad hasta convertirse en una alucinación. Ya habrá oportunidad de volver sobre esta Isla siniestra cuando se estrene en menos de un mes en Buenos Aires, pero por ahora basta con decir que es –como Spider, de Cronenberg, o El resplandor, de Kubrick– este tipo de películas que parecen transcurrir adentro de la mente enferma del protagonista.
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