Lunes, 29 de marzo de 2010 | Hoy
CINE › SE ABREN NUEVAS LECTURAS SOBRE LA TRAYECTORIA DE PAUL NEWMAN
En este artículo se plantea que a través de un recorrido por su carrera surge la sensación de que el actor, fallecido en 2008, se estaba enojando con su propia personalidad de hombre americano lindo y limpio. Las películas que hablan por él.
Por Geoffrey Macnab *
Paul Newman, el hombre cuya carrera será celebrada el próximo mes con toda una temporada de películas en el British Film Institute, fue una víctima de su propia genialidad y encanto. A medida que su carrera se alargaba, menos se limitaba sí mismo; el público lo celebraba en cualquier personaje que interpretara. Sólo ocasionalmente podía trampearlos con alguna decisión desviada... y era cuando invariablemente conseguía sus trabajos más memorables.
Hay un momento maravilloso hacia la mitad de Todo vale, una película de 1977. Allí es Reggie Dunlop, el mal hablado y alcohólico jugador y entrenador de un peleador equipo de hockey sobre hielo llamado Charlestown Chiefs. Mientras su temporada de juegos va de mal en peor, finalmente decide mandar a la cancha a sus nuevos reclutas, tres hermanos con aspecto de tontos. Pero los Hanson resultan ser inesperadamente durísimos: atacan a sus oponentes, a los árbitros y a los espectadores. Incluso se las arreglan para lanzar la bocha de hockey juego directamente a la cara de uno de los comentaristas. Sentado en el banco, el entrenador ve con asombro cómo los Hanson le dan una lección maestra de juego extremadamente sucio. En esa película, Newman entrega una de sus mejores performances y no es difícil advertir por qué le gustó el personaje. Por una vez, la estrella de ojos azules de Hollywood podía encarnar a un tipo decididamente nada heroico. Reggie Dunlop era más Sam Allardyce que James Dean, un entrenador que encontraba la manera de ganar sin jugar limpio.
Reggie no es Butch Cassidy o el Cool Hand Luke de La leyenda del indomable. Es un agitado, asediado hombre de mediana edad, tratando de salvar a un equipo de hockey en decadencia que le da a un problemático pueblo industrial algo de lo que estar orgulloso. Cuando Todo vale se exhibió en la televisión inglesa a comienzos de los ’80, provocó un pequeño escándalo por su uso de las palabrotas, la mayoría de ellas pronunciadas por Newman. Durante uno de esos partidos que lo ponen de pésimo humor, atormenta a un contrario insultando a su esposa: “¡Suzanne chupa conchas! ¡Hey, Hanrahan, tu mujer es torta! Lo sé, lo sé, es lesbiana, ¡lesbiana!”. Es barato, es crudo y es gracioso: nada de lo que podría esperarse de una estrella de la estatura de Newman. Lo que es también muy evidente es el placer del actor en pronunciar palabras que usualmente los guionistas le negaban. En ese momento, los diarios se quejaron de “Newman gritando palabrotas sucias, todo un diccionario de profanidades”. El jefe de compras de películas de ITV, Leslie Halliwell, tuvo que asegurarle a la audiencia que en siguientes emisiones exhibiría una versión más “blanda”.
A través de la carrera de Newman en pantalla hay una sensación de que el actor se estaba enojando con su propia personalidad de hombre americano lindo y limpio. Al leer la reciente biografía escrita por Shawn Levy, resulta sorprendente lo bien adaptados y convencionales que fueron sus años de infancia y adolescencia. “La principal cualidad de Paul era la seriedad con la que trabajaba”, recuerda una maestra de la escuela Shaker Heights en Ohio a la que Newman, nacido en enero de 1925, asistió. Su carrera militar, al final de la Segunda Guerra Mundial, no fue especialmente distinguida. Según cuenta Levy, Newman quería ser piloto, pero “un test visual de rutina reveló que esos ojos azules por los que se haría mundialmente famoso eran en realidad daltónicos”. Newman terminó sirviendo como operador de radio y armero en la Marina.
El único y leve gesto de rebelión del futuro actor fue abandonar una carrera en el negocio familiar de artículos deportivos y anotarse en un teatro de verano. Su padre, que moriría en 1950, estaba consternado por las elecciones de su hijo, tanto en la carrera como en su temprano casamiento con la aspirante a actriz Jackie Witte. “Una de las grandes angustias de mi vida es que él no me vio triunfar”, dijo Newman. “El pensaba que era un inútil.” Pero los inútiles generalmente no estudiaban en la Ivy League, que es lo que Newman hizo. Tomó un posgrado en drama en Yale y planeaba convertirse en profesor de teatro. “Me aterraban los requisitos emocionales de ser un actor”, confesó más tarde. En sus inicios como actor, Newman fue pragmático y oportunista y tuvo su buena cuota de suerte. Cuando acompañó a una amiga a una audición en el Actors Studio de Lee Strasberg, resultó que ella fue rechazada y él aceptado, aunque ni siquiera estaba optando al papel.
Newman ha asegurado que aprendió todo sobre la actuación allí, en el Actors Studio. “Estar ahí observando a Geraldine Page, Kim Stanley y ocasionalmente Marlon Brando era algo que te aturdía. Entonces, mantuve mi boca cerrada y los oídos abiertos: así fue como aprendí.” Otros alumnos del AS eran introspectivos y obsesivos, pero Newman –al menos en su mediana edad– era gregario y genial. Había llegado a la actuación con un background académico. Solía decir que no tenía ninguna gracia física, que era “un tipo fallado” que había encarado el escenario porque no había tenido éxito en los deportes. “Paul Newman es un pibe apuesto pero, para mi decepción, bastante envarado”, dijo el director Fred Zinnemann luego de tomarle una prueba para Oklahoma! Otro conocido director, Josh Logan, le dijo al joven actor que no tenía ningún atractivo sexual. En vez de escabullirse humillado, Newman empezó a pasar seis horas diarias en el gimnasio, puliéndose.
Leer las reseñas de sus primeras películas es muy instructivo. Una de sus primeras performances importantes fue como el problemático campeón de peso mediano Rocky Graziano en El estigma del arroyo (Robert Wise, 1956). “El boxeador es interpretado por Paul Newman, un actor con un desafortunado parecido en apariencia, estilo y manierismos con Marlon Brando. Admiro a Brando, pero no quiero más de uno”, se quejó el crítico del Daily Mail. Había sospechas similares sobre su brillante performance como Billy The Kid en El zurdo (Arthur Penn, 1958): “Paul Newman hace su papel como una mezcla de Hamlet y el Pibe Idiota”, escribió Dilys Powell en el Sunday Times. Los críticos de cine estaban demasiado conscientes de que Newman estaba haciendo el tipo de personajes que podría haber hecho James Dean de no haber muerto. No creían –como no lo creían con Dean– que la angustia o el conflicto generacional fueran reales. No era culpa de Newman que se pareciera a Dean y Brando: había aprendido de los mismos maestros. Si no era un rebelde natural, pronto aprendió cómo ser uno muy convincente. La despreocupación y el aire de oportunismo le servirían muy bien en películas como Dulce pájaro de juventud, donde encarnó a un gigoló que vuelve a su pueblo natal, o como el inescrupuloso vividor de El indomable o su Fast Eddie en El buscavidas. El truco de Newman era tomar personajes narcisistas, y a menudo cínicos, y darles un toque de vulnerabilidad.
La gran diferencia entre la carrera de Newman y las de Dean y Brando fue que se mantuvo trabajando en películas mainstream. Dean sólo llegó a hacer tres películas. Brando se corrió rápidamente de la pantalla. Por el contrario, Newman trabajó en películas de Alfred Hitchcock (La cortina rasgada), tanques de taquilla (El premio); apareció en películas de detectives y en westerns. Era un gran nombre con un gran salario. A fines de los ’60 estaba ganando más de un millón de dólares por película, una fortuna para ese momento. La contra de eso fue que empezó a ser dado por seguro.
Más allá de su divorcio de Jackie Witte en 1985, hubo pocos inconvenientes en su vida privada. Su segundo casamiento, con Joanne Woodward, fue célebre por su estabilidad. Como apuntó su amigo Gore Vidal, en la época de su casamiento “hicieron una calculada elección de presentarse como una típica pareja americana de clase media baja, cuando en realidad él provenía de una familia pudiente de Ohio que lo había enviado al Kenyon College y Yale, y Joanne era hija del vicepresidente de la editorial Scribner’s”. El conocido entusiasmo de Newman por las carreras de autos y su inesperado ingreso al negocio de la comida, vendiendo salsas y aderezos para ensaladas, reforzaron su encanto público, pero debilitaron sus opciones como actor.
Newman no escondió sus raíces judías. Cuando en las audiciones para Nido de ratas el productor Sam Spiegel lo alentó a cambiar su nombre por uno que sonara menos judío, el actor vaciló. Perro más allá de su rol como Ari Ben Canaan, el comandante de la nave de Exodo que llevaba sobrevivientes del Holocausto a Israel, encarnó pocos personajes judíos. A pesar de lo disfrutables que fueron sus colaboraciones con Robert Redford en Butch Cassidy y Sundance Kid y El Golpe, éstas tampoco lo limitaron. A medida que se acercaba a la mediana edad, comenzó a personificar a antihéroes moderadamente rebeldes, e hizo un par de westerns revisionistas. En El juez del patíbulo, de John Huston, fue un delincuente convertido en abogado. En Buffalo Bill fue una leyenda del Oeste revelada como saltimbanqui. Le dio un encanto cómico a tales roles, pero no tenían la afiebrada intensidad que había conseguido en sus trabajos más tempranos.
Hoy, los ’70 son recordados como una era dorada en el cine estadounidense, la era en la que gente como Hal Ashby, Bob Rafelson, William Friedkin, Francis Ford Coppola y Martin Scorsese hacían trabajos fuera de norma, brillantes. Pero fue la década en la que Newman pareció trabajar a media máquina: es por eso que su performance en Todo vale resultó tan refrescante. Dejaba la sensación de que al fin estaba escapando de la personalidad estelar a la que parecía estar condenado. La crítica Pauline Kael lo puso de manera muy astuta cuando señaló que el actor estaba definido (y a la vez obstaculizado) por su atractivo. “Newman está más cómodo en roles que no tienen una escala heroica; aun cuando encarna a un bastardo, no es un gran bastardo, sólo uno más bien inexperto, egoísta... es más difícil creerle cuando hace de alguien perverso o vicioso. Y cuanto más viejo se pone y mejor se lo conoce, menos se le puede creer.”
Es casi imposible agarrárselas con él. Los únicos capaces de eso fueron miembros de la administración Nixon: gracias a sus actividades a favor del Partido Demócrata, ocupó el lugar 19 en una lista de enemigos de la Casa Blanca. Eso fue una fuente de gran orgullo para él, y no afectó en lo más mínimo su popularidad entre el público de su país. Más tarde en su carrera, comenzó a sacar partido de esa cualidad querible que resultó bendición y maldición a la vez. Fue un truco que repitió con su gran trabajo en El veredicto (Sidney Lumet, 1982), donde interpretó a Frank Galvin, un destrozado abogado alcohólico. Algunos críticos sintieron que Newman al fin tendría el Oscar que se le había negado tantos años, pero perdió ante el Gandhi de Ben Kingsley (finalmente lo ganaría por El color del dinero, de 1986). Galvin es una de las mejores actuaciones de Newman, en la que se presionó a sí mismo de una manera que nunca había hecho en su carrera. Por una vez no se apoyaba en su encanto.
Newman fue uno de los grandes actores de cine de su generación. Aun así, cuando se revisa la segunda mitad de su carrera, es difícil no desear que hubiera hecho más películas como Todo vale y El veredicto.
* De The Independent. Especial para Página/12.
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