CINE › GRACIELA BORGES, ANTES DEL ESTRENO DE DOS HERMANOS
La actriz fue convocada por Daniel Burman para construir con Antonio Gasalla una dupla muy particular. Ella encarna a una mujer inestable, una simuladora de status que oscila entre la egolatría y la paranoia. “Era un personaje que yo tenía que hacer”, dice.
› Por Oscar Ranzani
Desde chica estaba destinada a ser una gran actriz. Más precisamente, desde aquellos inocentes catorce años, cuando una leyenda como Hugo del Carril la seleccionó para hacer un papel en Una cita con la vida. No resultaría fácil la decisión en la casa familiar: su padre no quería que usara su apellido como actriz, y fue nada menos que otra leyenda –en este caso, de la literatura– quien le ofreció utilizar el suyo: Jorge Luis Borges. Desde entonces, Graciela Borges trabajó con buena parte de los directores que hicieron historia en el cine argentino y con quienes están consolidando su talento: desde Leonardo Favio a Lucrecia Martel, desde Leopoldo Torre Nilsson a Luis Ortega, desde Lucas Demare a Daniel Burman. Y aquí hay que hacer un punto: el director de El abrazo partido decidió convocarla para construir una dupla muy particular con otro experimentado actor como Antonio Gasalla, aunque alejado del cine en los últimos años. Interpretan a Susana y Marcos, respectivamente, en Dos hermanos, octavo largometraje solista de Burman, que se estrena mañana.
Como bien indica su título, Borges y Gasalla componen a dos hermanos en la ficción creada por Burman, quien por primera vez se basa en un material literario ajeno: Dos hermanos es una adaptación de la novela Villa Laura, del escritor Sergio Dubcovsky, hermano de su socio en la productora BD Cine. Burman vuelve a establecer una mirada sobre lo que parece ser su gran tema: la familia, pero desde un punto de vista diferente del de sus anteriores trabajos. Y también vuelve a convocar a actores de trayectoria, como lo hizo en su anterior largometraje, El nido vacío, protagonizado por Oscar Martínez y Cecilia Roth. En su nuevo film desnuda una relación de amor-odio entre dos hermanos, que ante la muerte de la madre (Elena Lucena, vital con 95 años) sacan a relucir con mayor intensidad sus personalidades... y también sus miserias. Susana –diez años menor que Marcos– es una mujer con una personalidad inestable que oscila entre la egolatría y la paranoia. Es también una gran simuladora de status. Ante la muerte de su madre, decide poner en venta la casa familiar y trata de convencer a Marcos de que se vaya a vivir a una casa en el pueblo de Villa Laura (Uruguay), porque será, supuestamente, más tranquilo para él. Marcos es más frágil –al menos eso se percibe– y más sensible que su hermana. Y siente la muerte de su madre sobreprotectora con angustia pero, a la vez, como una liberación. En esa tensión cotidiana entre Marcos y Laura está la esencia de Dos hermanos.
Graciela Borges dice que son “razones muy difíciles de explicar” las que le atrajeron de su personaje para aceptar el protagónico. Y señala que desde su actuación en Las manos, del recordado Alejandro Doria (director de Esperando la carroza, que marcó la consagración de Gasalla en el cine), le costaba mucho “ver un guión con objetividad suficiente (o tal vez yo me equivoque) para filmar”. Cuando Burman le ofreció el rol, se quedó “encantada”. Era, dice, “una especie de asignatura pendiente filmar con Burman, ya que, aparte de que es talentoso, lo quiero mucho como persona”. Cuando leyó el texto, Borges observó “que había un personaje muy potable”.
–¿Qué la cautivó de Susana?
–Me encantó su fragilidad, su locura, que sea una persona bipolar que pasa de un estado a otro. También su vida, de la que hay pocas referencias. Cuando Susana nació, su padre se dedicó a ella y Marcos había estado todo el tiempo pendiente de su madre. Me pareció atractivo el personaje, pero la mente es peligrosa para explicarlo: la inteligencia del corazón me dijo que era un personaje que yo tenía que hacer, sobre todo porque lo desconocía. No era parecido al de La ciénaga, aunque tenía lejana similitud en el tema del alcohol. No era tampoco parecido al de Monobloc ni al de Las manos.
–¿Cómo construyó el personaje?
–Ensayando y ensayando: no lo sentís, no lo conocés, no sabés cómo es el afuera y, de pronto, sos el personaje. Es algo difícil de explicar. Un día, accionás con cosas propias del personaje cuando ensayás y ya sabés que está metido adentro. Después, lo que te cambien no importa.
–¿Qué tiene de normal y, a la vez, de anormal, la relación entre estos dos hermanos?
–No tengo juicios. Ellos tienen una suerte de enorme apego. Reflexionando ahora creo que finalmente lo que pasa es que se necesitan mucho por razones que serían muy largas de explicar, ya que tendríamos que hacer una especie de curso psicoanalítico para entender bien qué son estas enfermedades de la gente que no puede estar sola, como es el caso de Susana.
–¿Coincide con Burman en que es una historia que combina oscuridad y humor?
–Sí, creo exactamente eso. Tiene mucho humor por las cosas terribles que ella dice o por las acciones que ellos realizan. Y hay mucha oscuridad en esa relación.
–¿La muerte de la madre acentúa la personalidad de cada uno de los hermanos?
–Sí. A él realmente le hace un daño horrible porque se dedicó a cuidarla. Algo que pensé en los últimos tiempos es que Susana pasa más por arriba esta muerte siguiendo ese personaje que ella ha inventado. Le toca más de lo que ella cree, pero no lo va a reconocer jamás. Susana tiene su invención de un personaje y su fragilidad mental hace que eso sea así. Si no, no robaría tarjetas en la casa de al lado ni iría a lugares presentándose como si fuera otra persona. Es un personaje muy especial. Si uno lo mira con piedad, provoca hasta cierta ternura.
–¿Marcos es más vulnerable que Susana o ella también lo es, solo que se pone una máscara?
–Son preguntas que me sigo haciendo. Por ejemplo, un amigo mío, que nunca se emociona mucho en el cine, vio la película. No sé si por un lazo con su madre, que se murió de un día para el otro (como sucede en Dos hermanos), no pudo salir de la emoción y del dolor. Es una película que lo dejó pensando. Y otros me dicen: “Ay, no sabés lo que me divertí”. Y a otros les provoca las dos cosas. Queda en la gente: una película es para que la gente la tome como quiera.
–¿Para Marcos, la compañía de su hermana es peor que el sufrimiento que le ocasiona la soledad?
–No sé. Dejé fluir eso y, en realidad, creo que los dos se necesitan. En un punto, esa locura de ella también lo completa.
–¿Cómo fue trabajar con Antonio Gasalla?
–¡Muy bien! Genial. Yo tenía miedo porque es una persona que conozco mucho, de toda la vida. No es simple en el trabajo diario: es muy preciso y muy perfeccionista, cosa que es muy buena. Y pensé: ¿qué clima se armará? Y se armó el mejor clima del mundo. Por otro lado, Burman es de una delicadeza poco común. Es un chico muy reflexivo, parece mucho mayor de lo que es. Por eso le gusta contar estas historias de gente más grande.
–Trabajó con dos exponentes del Nuevo Cine Argentino, como Lucrecia Martel y Daniel Burman...
–Perdón, también con Diego Kaplan y con Luis Ortega. Hay un grupito que me gusta. Me gusta trabajar sobre lo que desconozco.
–¿Cree que este movimiento del Nuevo Cine Argentino provocó una ruptura y nuevas maneras de concebir el cine?
–No, creo que hay viejos (entre comillas, porque no creo en la edad) que son fenomenales y jóvenes en la cabeza y jóvenes que están “viejos”. Yo creo en el talento y no en los rótulos. Hace muchos años que el cine argentino está colocado en un lugar realmente elevado, mucho más afuera que acá.
–¿Cómo ve la cantera de cineastas mujeres que surgieron en los últimos quince años?
–Me parece muy buena. Tengo un amor enorme por Lucrecia (Martel) porque trabajé con ella como con poca gente en el mundo. Tiene un talento y una creatividad extraordinarios. Es alguien que crea climas en un film que yo no he visto nunca ni en hombres ni en mujeres. También hay otras muy buenas. Por ejemplo, la primera película de Lucía Puenzo, XXY, me pareció muy interesante.
–¿Hay diferencias sustanciales entre ser dirigida por realizadores jóvenes y por otros que tienen una larga trayectoria? ¿Cambian las modalidades de trabajo?
–No demasiado. Yo no lo noté en eso. Filmé mi anteúltima película con Alejandro Doria, y era un joven que estaba enfermo pero lleno de energía y de amor en su cámara. Y Burman, lleno de solidez y responsabilidad como si fuera grande... El talento va delante de todas las cosas. Y ocupa su lugar natural. Tal vez, haya edades en que quieren distintas cosas o distintos temas. Por eso, es bueno trabajar con todos.
–¿Qué significó en su carrera haber trabajado con directores como Leonardo Favio, Hugo del Carril, Lucas Demare y Leopoldo Torre Nilsson, entre otros?
–Y Raúl de la Torre. Significó mucho, fue un regalo y yo lo agradezco en el alma. Y también siento que, para ellos, trabajar conmigo fue algo agradable. Me quisieron, los quise mucho y estoy agradecida a la vida.
–¿Cómo lo recuerda a Raúl de la Torre?
–Con todo el amor de mi corazón, con todo el agradecimiento por sus ojos puestos en la cámara, defendiéndome, queriéndome, sosteniéndome exactamente igual en la vida. Fue un regalo de Dios en mi vida.
–¿Qué diferencias observa entre el cine argentino de aquella época y el actual?
–Ninguna. Siempre pensé que antes había películas maravillosamente contadas y horrendamente contadas. Y en esta época pasa lo mismo. Aunque yo prefiera en mi corazón a Favio o a... no sé.
–En España, hace unos años, periodistas europeos eligieron El dependiente como una de las mejores veinte películas de todos los tiempos. ¿Cómo recuerda ese trabajo con Leonardo Favio?
–Maravillosamente. Justo ayer lo llamé todo el día porque quiero ver si terminó su guión de El mantel de hule y ver si podemos volver a filmar. Para mí es conmovedor pensar en él. Adoro a Favio y a sus películas. El está escribiendo un guión que dice que es para mí y estoy muy feliz de que así sea.
–¿Cuál fue el director que más le enseñó de cine?
–Todos. El que más se equivocó fue el que más me enseñó. Cuando yo era chica e iba al conservatorio, un maestro dijo: “Ustedes tienen que saber lo que es el teatro sabiendo lo que no es el teatro”. Uno aprende mucho cuando ve algo malo. Los que no me gustaron (que no los voy a mencionar por delicadeza) permitieron que tomara conciencia de lo que no se debe hacer.
–A esta altura de su carrera, ¿qué debe tener un guión para que acepte el protagónico?
–Tiene que ser diferente, de algún modo, porque lo que ya hicimos y conocimos tiene menos gracia. Por lo menos, para mí. Y tomar riesgo, el riesgo de no conocer los personajes.
–¿El cine que le gusta como espectadora coincide con el cine en el que trabaja?
–A veces sí, y otras no. Yo adoraría trabajar con Tarantino. En muchas cosas, me gusta mucho Almodóvar, pero también me fascinó Bergman. Soy una gran espectadora de cine.
–¿Qué tipo de relación establece con sus personajes? ¿Qué pasa, por ejemplo, cuando la actriz admira al personaje que tiene que componer?
–Tengo que quererlos a todos para hacerlos. Si no, no sale, aunque sean malos, pero no establezco admiración. Los hago: es un trabajo interior que sale o no, algunos están mejor que otros. Es algo que sucede: no tiene que ver con la admiración, sino con el respeto por tratar de que esa alma que uno va a encarar esté hecha lo más sutilmente posible. Por lo menos para mí, que las sobreactuaciones me molestan un poco.
–¿Cuál fue el personaje que más quiso?
–El de Heroína. Fue lo más parecido a mí. Era como una historia contada de mi vida. Todo el mundo cree que son otros los personajes, pero Heroína fue mi película de mayor logro para mi conciencia emocional. Fue el personaje que más feliz me hizo.
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