Sábado, 11 de febrero de 2006 | Hoy
CINE › FESTIVAL DE BERLIN
Se trata de Slumming, de Michael Glawogger. También se presentó el film danés A soap.
Recorrer los barrios bajos, los tugurios, hacer algo que uno considera que está muy por debajo de su estatura: eso significa Slu-
mming, un término intrasferiblemente británico que le da su título a la película austríaca que ayer levantó la temperatura de la segunda jornada de la competencia de la Berlinale, helada por fuera, pero también por dentro, después de la gélida recepción que tuvo el jueves por la noche la película de apertura, Snow Cake.
Lo menos que se puede decir de Slumming es que se trata de un film desconcertante, pensado no tanto para conmover a su público sino más bien para provocarlo (en lo que puede considerase ya casi una tradición en el actual cine austríaco, empezando por Funny Games, de Michael Haneke, y terminando en Antares, que el año pasado causó un pequeño escándalo en una proyección en el Festival de Mar del Plata). En la ficción imaginada por el director Michael Glawogger (un cineasta que también se mueve habitualmente en el campo del documental), un rubio rico y malcriado llamado Sebastian se divierte visitando los bares de inmigrantes de Viena o citando vía Internet a mujeres solas para después burlarse de ellas. Aficionado a las bromas pesadas, una noche sube en su lujoso BMW a un borracho que encuentra en la estación central de Viena y, sin que el pobre desgraciado se de cuenta, lo deja así dormido como estaba frente a una pequeña estación de ferrocarril del otro lado de la frontera, en la República Checa, sin dinero y sin papeles, bajo una nevada persistente. Pero la última de sus conquistas, una maestra de carácter fuerte, se entera y se propone rescatar a ese hombre, que dice ser poeta, pero que es capaz de pelear contra la soledad y la muerte como un guerrero.
Lo singular de Slumming es que la película no se siente en la necesidad de inclinar la balanza hacia estos personajes, que serían los más nobles de una película innoble, sino que prefiere intentar seducir al espectador y ponerlo de parte de Sebastian (August Diehl, que interpretaba al joven oficial de la SS en El noveno día, la última película de Volker Schlöndorff). Es un juego de manipulación deliberado, que de alguna manera pretende confrontar al espectador y que refleja el que practica el propio protagonista. Pero que no deja de ser revelador de la vidriosa ideología del director, que en el material de prensa se declara él mismo adicto al slumming.
Mientras la crítica reunida en Berlín discutía la película de Glawogger, la canciller Angela Merkel hacía su propio slumming. Distrayéndose por un rato de los asuntos de Estado, se hizo tiempo para inaugurar –junto a su ministro de Cultura, Bernd Neumann, y el director de la Berlinale, Dieter Kosslick– la nueva sede del European Film Market, en la imponente Martin Gropius Bau, un palacio del siglo XIX en pleno Berlin Mitte que durante los próximos siete días albergará el mayor mercado del film del viejo continente, allí donde las películas quedan reducidas a su mera expresión de mercancía. A decir verdad, no se puede afirmar que la Martin Gropius Bau sea un tugurio, pero la gente de la cultura de Berlín no dejó de hacer comentarios irónicos acerca de la fugaz visita de Merkel, que debe tener otras preocupaciones en la cabeza, como la primera huelga en catorce años de los trabajadores estatales de Alemania, disconformes con el aumento de sus horas de trabajo, sin compensación económica a la vista.
En un festival de cine de las dimensiones de la Berlinale, hay múltiples realidades paralelas e incluso contradictorias, como si fueran círculos concéntricos que giran simultáneamente sin chocarse entre sí. Así, casi al mismo tiempo que la canciller se daba una vuelta por Potsdamer Platz, en el Hotel Hyatt –centro neurálgico del festival– George Clooney acaparaba la atención de los paparazzi. Convertido en la estrella de la jornada, Clooney presentó fuera de concurso Syriana, el thriller político que acaba de estrenarse en Buenos Aires y cuya estructura, a la manera de un mosaico hecho de múltiples piezas, opacó la propuesta más bien teatral de A Soap, la película danesa en competencia oficial.
Aquí el título también requiere una explicación: soap operas son las telenovelas y las telenovelas son el último refugio de Verónica, un transexual –increíblemente parecido a Gael García Bernal en La mala educación– que está a punto de suicidarse. Pero al departamento de arriba se acaba de mudar una mujer que tampoco sabe muy bien qué hacer de su vida y entre ambos irá creciendo una extraña, ambigua historia de amor y soledad, no exenta de algunos momentos de humor. Todavía es excesivamente temprano para hablar de premios, pero no cabe duda de que, en un film más bien menor, que se dice inspirado en el género de la soap opera, las actuaciones de David Dencik y Trine Dryholm ya deben figurar entre las primeras anotaciones del jurado.
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