Sáb 17.04.2010
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CINE › EL DVD DE CRóNICA DE UN NIñO SOLO, MAñANA CON PáGINA/12

Un clásico que vive y respira

La ópera prima de Leonardo Favio, reconocida con justicia como una de las grandes obras del cine argentino, parece hecha casi ayer. Será la primera de la colección con la filmografía completa del director que publicará este diario.

› Por Luciano Monteagudo

Hay un momento casi olvidado en Crónica de un niño solo que, sin embargo, resignifica toda la película y le da un valor aún mayor al que habitualmente se le reconoce con plena justicia, como una de las grandes obras del cine argentino. Son apenas un par de segundos, en la última escena de la película, cuando el pibe Polín, resignado a seguir preso de los círculos concéntricos de la pobreza, el abandono y la represión, prisionero de un destino socialmente asignado, de pronto echa una mirada a la cámara.

A diferencia de la legendaria mirada final a cámara de Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes –la película de François Truffaut con la que tantas veces Crónica... fue cotejada–, la mirada de Polín es fugaz, casi furtiva, a escondidas del vigilante que lo lleva agarrado del pescuezo. Pero, por eso mismo, esos ojos negros, duros, que han visto ya demasiado para sus pocos años, interpelan al espectador de una manera particularmente intensa, como un cachetazo. “¿Y vos, qué carajo estás mirando?”, parece rumiar Polín, provocando una extraña puesta en abismo, que da la impresión de potenciar en imágenes aquel viejo concepto de Fanon: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”.

Corría el año 1965, Favio ya era –desde El secuestrador (1958)– un actor esencial en el cine de Leopoldo Torre Nilsson y había hecho un corto (El amigo) para deslumbrar a su maestro y convencer a su compañera María Vaner de que valía la pena seguir a su lado. Tal como cuenta el propio Favio con su habitual elocuencia (ver recuadro), su debut en el largometraje nace primero de una frustración, pero también de una necesidad profunda, de un intenso deseo de hacer cine y de hacerlo a partir de su propia experiencia, de una verdad que surge no sólo de su conocimiento del tema (él también, como Polín, pasó por un correccional de menores y vivió en una villa), sino también de la honestidad brutal con que encara cada una de las etapas de su personaje.

Como en Los olvidados, de Buñuel, Favio no embellece la pobreza. Simplemente la expone en todos sus sentimientos, por complejos y crueles que sean. “Por Crónica de un niño solo pasa la vida, no es ni triste ni alegre, es la vida contada con ternura. No tengo rencor con los personajes”, ha dicho. La materia de su película está viva, respira, se reconoce como una parte intransferible de la realidad argentina y, al mismo tiempo, la trasciende, con una belleza auténtica, completamente ajena a la sensiblería y la complacencia. Hay aquí un lirismo, una poesía que no teme trabajar con los elementos más oscuros, que en manos del director se vuelven extrañamente luminosos.

Relato de iniciación, la ópera prima de Favio sigue sorprendiendo hoy por la clásica modernidad de su puesta en escena, que ha logrado atravesar indemne la prueba del tiempo. A casi medio siglo de su realización, Crónica de un niño solo parece hecha casi ayer, al punto que no es casual que buena parte del llamado Nuevo Cine Argentino –desde los pibes chorros de Pizza, birra, faso hasta el Rulo de Mundo Grúa– pueda reconocer su origen en esta película. En un momento en que el cine nacional solamente parecía confiar en los diálogos (y a cual más impostado), el debut de Favio vino a demostrar cómo era posible hacer del sonido un elemento dramático: el silbato del celador del correccional es tan elocuente como el silencio que impone la disciplina o los gritos de furia que de pronto estallan en una forzada pelea en el baño.

De la misma manera, la imagen tiene una potencia excepcional, no sólo por la estupenda iluminación de Ignacio Souto, que regula los claroscuros de manera barroca sin caer en el manierismo, sino también por los “encuadres” de Favio, que ya había concebido durante la fase del guión. En las puertas que se cierran, en las rejas, en los barrotes, en las cerraduras omnipresentes está la sociedad de control que regula esos claustros y que Polín –apodado “Piantadino”– se empeñará, una y otra vez, en burlar. De la misma manera, la sensación de aire, de vida, de sol que impregna la segunda parte, expresa una libertad que finalmente no terminará siendo tal. Vuelve a hacerse la noche para Polín, aunque por su mirada el espectador sabe que volverá a escapar.

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