Jueves, 20 de mayo de 2010 | Hoy
CINE › EL MURAL, DE HéCTOR OLIVERA, CON LUIS MACHíN, CARLA PETERSON Y BRUNO BICHIR
La película reconstruye de manera prolija las relaciones cruzadas entre los Botana, dueños del diario Crítica, el muralista Alfredo Siqueiros y su mujer. Entre tanto exceso transcurre la película.
Por Horacio Bernades
Quien haya visto el documental Los próximos pasados (Lorena Muñoz, 2006) o leído alguno de los muchos libros dedicados al mítico empresario periodístico Natalio Botana, conocerá los hechos que narra El mural. En 1933, el fundador del diario Crítica –posible versión criolla de William Randolph Hearst o su posterior avatar ficcional, Charles Foster Kane, motivo de que en una escena se cite a El ciudadano– encargó al mexicano David Alfaro Siqueiros, llegado a Buenos Aires por invitación de Victoria Ocampo, la realización de un mural atípico. Por única vez, el hombre que junto con Diego Rivera y José Clemente Orozco elevó el muralismo a su máxima estatura no cultivaría el arte de masas, en exteriores y de tamaño épico, sino una forma de arte cortesano, para exclusivo consumo de ricos, enclaustrado en el sótano de la mansión que Botana tenía en Don Torcuato. Convencido militante del Partido Comunista mexicano, Siqueiros aceptó a cambio de casa y comida, tal vez con la intención –plenamente contradictoria con su fe ideológica– de vivir durante un tiempo la vida de un magnate.
Siqueiros decidió consagrar “Ejercicio Plástico” a su amada, la poeta uruguaya Blanca Luz Brum, a la que recibió en la quinta de su anfitrión. Para la confección del mural requirió la colaboración de unos treintañeros Antonio Berni, Lino Enea Spilimbergo y Juan Carlos Castagnino, a quienes les sumó al escenógrafo uruguayo Enrique Lázaro. Trabajando casi a la manera medieval –un maestro y sus discípulos–, llenaron el sótano de ondulaciones marinas y gigantescos cuerpos desnudos, abolieron líneas rectas y ensayaron técnicas utilizando materiales poco usuales. Mientras eso sucedía, entre bambalinas se desarrollaba un retorcido culebrón erótico que tenía por protagonistas a Botana, su no menos mítica esposa (la feminista, militante anarquista y convencida ocultista Salvadora Medina Onrubia), Siqueiros, Blanca Luz, un caballerizo digno de Lady Chatterley, una institutriz lesbiana... ¡y hasta Pablo Neruda!
Al ser los años ’30 tiempos de rebelión y represión, y al tener los dueños de casa activa participación en la política de la época, se entiende que hasta la quinta Los Granados lleguen resonancias que incluyen a los fachos de la Legión Cívica, sindicalistas anarquistas, infiltrados de la policía, copetudos afines a la revista Sur y hasta el mismísimo presidente de la Nación, Agustín P. Justo, amigo personal de Botana. Todos ellos, invitados –juntos o por separado– a la mansión campestre de Don Torcuato. En casa están, a su vez, los hijos de Botana, también famosos a la larga. Y trágicos, en el caso del mayor (que no era hijo de Botana, de lo cual se enteró tarde y mal). Es demasiado, se diría, tanto en términos de subtramas cruzadas como de protagonistas, nombres famosos, derivaciones narrativas y hasta posibles géneros y subgéneros cinematográficos, de la épica histórica al biopic, el drama familiar, la picaresca y el triángulo erótico (no sólo el triángulo, sino el cuadrado, el pentágono y más allá).
Olivera y sus coguionistas hicieron sencillo ese posible berenjenal, gracias a un desglose prolijo, ordenado y comprensible, que habilita sin confusiones varias líneas de relato y redondea la figura de los principales agonistas, como si de un fresco se tratara. O de un mural, para decirlo más precisamente. A diferencia del que le da nombre, la película no se aventura en la utilización de técnicas y materiales de avanzada, recurriendo a otras más tradicionales, bastante melladas ya por el tiempo y el uso. Vicio básico de tanto cine histórico, a los personajes les cuesta desprenderse de su condición de “nombres” o figuras históricas. La pose fotográfica prima sobre el volumen dramático. En algunos casos, el trabajo actoral atenúa ese vicio, como sucede con el sobrio Botana de Luis Machín, la sentida Salvadora de Ana Celentano o el encendido Siqueiros del mexicano Bruno Bichir. En otros, el traje parece quedar demasiado grande (el Neruda de Sergio Boris), incómodo (nunca se vio tan trastabillante a Carla Peterson, que hace de la veleidosa Blanca Luz) y llega a dar lugar a la caricatura mímica (el grupo de Berni, Spilimbergo & Cía).
En el marco de una reconstrucción de época precisa, cuidada y minuciosa, el mural resultante –El mural, finalmente– es barroco, animado y colorido. Pero en los papeles. En la pantalla luce demasiado plano, almidonado incluso. Antes que surgir de los personajes, las pasiones parecen “puestas”: véanse las escenas de sexo y desnudos, más posadas que genuinas. Hubiera sido necesario ir más allá de la impecable fachada para hacerle honor a tanto exceso. Los personajes y circunstancias de El mural son, se diría, más grandes que la vida. El mural no llega a serlo.
6-EL MURAL
Argentina/México, 2010.
Dirección: Héctor Olivera, con codirección de Javier Olivera.
Guión: H. Olivera, Javier Olivera y Antonio Armonía.
Fotografía: Félix Monti.
Dirección de arte: Emilio Basaldúa.
Vestuario: Graciela Galán.
Intérpretes: Luis Machín, Carla Peterson, Ana Celentano, Bruno Bichir, Sergio Boris, Camilo Cuello Vitale, Rodrigo Noya y Mónica Galán.
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