Miércoles, 22 de septiembre de 2010 | Hoy
CINE › LAS PELíCULAS DE LA REGIóN PISAN FUERTE EN TIERRA DONOSTIARRA
Además de los films argentinos que se presentan en la competencia oficial y en la sección Horizontes Latinos, llaman la atención producciones mexicanas (Abel), uruguayas (Norberto apenas tarde y La vida útil) y chilenas (Post Mortem).
Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
De sobra se sabe que una de las funciones del Festival de San Sebastián es la de servir a las cinematografías latinoamericanas de puerta de entrada al resto del mundo. Tanto la competencia oficial como Zabaltegui, segunda en importancia, acogen invariablemente películas provenientes del sur del Río Grande. Este año están la argentina Cerro Bayo, en la oficial, y la uruguaya La vida útil, en Zabaltegui. Pero hay además dos secciones íntegramente dedicadas al cine de Hispanoamérica. Iniciativa apuntada a favorecer la finalización de producciones aún en proceso, Cine en Construcción no presenta este año –por primera vez en unos cuantos– postulantes argentinas. Horizontes Latinos, la otra sección latinoamericana del Donostia Zinemaldia, ofrece en esta edición once candidatas. Cuatro de ellas son argentinas: Rompecabezas, la primera en salir al ruedo, y La mirada invisible, Por tu culpa y Lo que más quiero, que lo hacen en estos días.
De lo visto hasta ahora en Horizontes Latinos merecen destacarse sendos debuts de actores en la realización. Una es Abel, la ópera prima del mexicano Diego Luna, ya comentada por este enviado en días pasados. La otra es Norberto apenas tarde, coproducción uruguayo-argentina dirigida por el montevideano Daniel Hendler, a quien en la Argentina se conoce como protagonista de películas como 25 watts, Sábado, El abrazo partido, Derecho de familia y Los suicidas. Unica película latinoamericana presente este año en Locarno, la ópera prima de Hendler llega a San Sebastián tras su paso por Toronto. Si se tiene en cuenta que el premio recibido el año pasado en Cine en Construcción le permitió a Hendler completarla cabría considerar en todo derecho a Norberto apenas tarde como hija dilecta de este festival. Filmada en Uruguay con elenco binacional (Eugenia Guerty y Arturo Goetz, por el lado argentino), el Norberto del título es un tipo menos que cuarentón, que parece no dar pie con bola. Lo echan del trabajo y se lo oculta a la mujer; lo contratan en una inmobiliaria y a la mañana se queda dormido; vive mintiendo y metiendo la pata. Hasta que un día, en el teatro, tiene una suerte de epifanía, que lo lleva a dejar todo y dedicarse a actuar.
Si el tipo no es tan mal actor o si sus compañeros de elenco no son tan buenos es una de las ambigüedades que dan relieve al debut de Hendler. El espectador, como sucedía con la protagonista de Una novia errante, jamás sabe del todo si Norberto despierta complicidad o repulsa. Lo más posible es que, como en aquella película, se trate de ambas cosas. El parentesco es más que casual: Ana Katz, realizadora de Una novia..., es en la vida real pareja de Hendler. Parecería que entre ambos se contagian un culto del tono menor, el pequeño detalle, el gusto por lo agridulce, la idea de que la palabra “héroe” (o “heroína”) no puede escribirse si no la precede el prefijo “anti”. Algo semejante podría decirse de La vida útil, opus dos de otro uruguayo, Federico Veiroj, realizador de Acné. Filmada en blanco y negro y formato cuadrado (como el del cine mudo), La vida útil desembarca en Zabaltegui proveniente, también, de la edición 2009 de Cine en Construcción, donde compartió premios con Hendler.
La vida útil es un film tan pequeño como bonito, pero no en sentido decorativo, sino por el modo en que sabe observar a su(s) personaje(s). Interpretado por el crítico de cine Jorge Jellinek (que en pantalla parece una versión joven de Don Fulgencio), el Jorge de La vida útil es uno de esos cinéfilos retraídos y solitarios, cuya vida entera parecería pasar por Cinemateca Uruguaya, legendaria institución a pulmón que aquí llega a tener carácter coprotagónico. Cuento de hadas hecho a mano, musical montevideano alla Hollywood, documental sobre la institución presidida por el mítico Manuel Martínez Carril y declaración de amor por el amor al arte, La vida útil marca, junto con la película de Hendler, un triunfo celeste por dos goles en tierras del campeón del mundo (siempre y cuando se considere al País Vasco parte de España, claro).
Pero si una película llega pisando fuerte a Horizontes Latinos este año es la chilena Post Mortem. Por dos razones: es la nueva de Pablo Larraín, que el año pasado se hizo notar en todo el mundo con la muy premiada Tony Manero, y además viene de participar de la competencia oficial en Venecia. Protagonizada por el mismo actor (Alfredo Castro, aquí con pelo rubio y llovido) y retrocediendo hasta los días previos al golpe de Pinochet, Post Mortem aparece como una continuidad lógica de la anterior. El protagonista no es ahora un mediocre bailarín asesino, sino un reclusivo notario forense, cuya ocupación consiste en transcribir informes mortuorios. Hay cuerpos burocráticamente diseccionados, relaciones fúnebres entre el notario y una corista a la que echan del trabajo por tener las tetas caídas, masturbaciones solitarias, polvos cadavéricos entre ambos, una fotografía lívida, la cámara tan fija como una lápida: la evidente intención es mostrar, refrendar y subrayar que el país entero se dirigía, en septiembre de 1973, a una muerte en vida que duraría décadas.
Con un único momento perturbador, en el que se le practica una autopsia a la Historia misma, Post Mortem confirma a Larraín como un cineasta que concibe la puesta en escena como el mero –y aplastante– vehículo con que se demuestra una tesis. Una única y reiterada tesis, por lo visto: la de que todo (el mundo, la gente, la historia, el cine mismo, posiblemente el espectador) es sórdido de toda sordidez. Tesis sórdida, sin duda, la del señor Larraín.
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