Jueves, 23 de septiembre de 2010 | Hoy
CINE › GENPIN, DE NAOMI KAWASE, LLAMA LA ATENCIóN EN UN CONTEXTO POBRE
Algunas películas parecen atrasar o ser demasiado previsibles. Brilló Nostalgia de la luz, del chileno Patricio Guzmán.
Por Horacio Bernades
Desde San Sebastián
Ahora que cada vez son menos las películas que restan por presentarse en competencia oficial (la argentina Cerro Bayo es una de ellas), puede afirmarse que, luego de dos o tres años de repunte, en esta edición de San Sebastián el nivel de su sección de cabecera vuelve a dejar mucho que desear. En estos días hubo, por ejemplo, una película noruega en la que un ex futbolista se convierte en mendigo por la culpa que le provoca haber errado un penal en un partido clave (Home for Christmas), una española con locutor en off en la que una chica abusada se la pasa mirando cuadros de Anunciaciones varias (Elisa K) y una catalana (Pa negre, del alguna vez estimable Agustí Villaronga) cuya cerrilidad rural de posguerra civil parece querer hacer retroceder al cine español, tanto en lo ético como en lo estético, en por lo menos veinte años. La marroquí A jamaâ, pequeña fabulita kafkiana, lleva al absurdo varias lacras islámicas (el fundamentalismo religioso, el tradicionalismo, la corrupción política) con la falta de subrayados por virtud y la previsibilidad como defecto.
En ese contexto y tal como se reseñó aquí hace unos días, una película como Misterios de Lisboa (la última del chileno Raúl Ruiz, tal vez en más de un sentido, ya que el hombre está muy mal de salud) es algo así como un ovni venido de otros cielos. Algo semejante podría decirse de Genpin, lo más reciente de la exquisita realizadora japonesa Naomi Kawase (El secreto del bosque, Shara), que desembarca aquí en competencia oficial, tras su paso por Toronto. Con muy buen criterio, San Sebastián suele producir ecos en su programación, y Genpin es uno de ellos. La película de Kawase es un documental, y al documental contemporáneo está dedicada una de las dos grandes retrospectivas del festival, que entre sus cuarenta títulos incluye Kya ka ra ba a, incursión previa de la realizadora en ese campo. Si en Kya ka ra ba a (2001) Kawase sigue la huella de su padre muerto, en Genpin hace el movimiento contrario, poniendo en el centro de la película a un Doctor Yoshimura que a lo largo de medio siglo ayudó a dar a luz a unas veinte mil pacientes.
A los 78, Yoshimura-san es una suerte de samurai o kamikaze de la obstetricia, que combate en soledad a un enemigo infinitamente más poderoso. El enemigo es lo que podría llamarse cesaritis aguda: el vicio de la medicina contemporánea de hacer parir, en el 80 por ciento de los casos, por cesárea. Aunque, más que un vicio, es todo un negocio, al que este honorable anciano resiste desde su propia clínica y con sus propios métodos, consistentes en hacerles practicar 300 flexiones diarias a las parturientas y hachar troncos, además de jamás forzar alumbramientos. En una primera aproximación, Genpin responde al intento de divulgación, por parte de Kawase, de esta forma de parto natural, que el médico practica en su austera clínica en medio del campo. Pero la práctica tiene sus contradicciones. Yoshimura dice querer recuperar los métodos tradicionales, pero se sirve del ecógrafo; las pacientes lo aman como a un gurú, pero a veces él las reta severamente; las comadronas lo respetan, sin dejar de considerarlo un tirano. Y, sobre todo, él declara su absoluto amor por la hija, pero ésta le enrostra, en cámara, no haberse ocupado jamás de ella o el resto de su familia.
Más allá de desarrollar la clásica oposición entre tradición y modernismo que es esencial a las culturas asiáticas, al interior de la obra de Kawase Genpin dialoga no sólo con Kya ka ra ba a. Algunos recordarán que Shara terminaba con la maratónica filmación de un alumbramiento completo, y en Tarachime –corto de hace cinco años, que pudo verse en el Bafici– la realizadora filmaba su propio parto. Que no fue de acuerdo con los métodos de Yoshimura-san, como la autora de Suzaku aclaró aquí en la conferencia de prensa, en la que se presentó con aquel niño que nacía en el corto anterior. “Si la biología me permite tener otro hijo, espero que sea con ese método”, sonrió con característica discreción. Kawase logra tal grado de intimidad con sus parturientas en ciernes que Genpin termina siendo mil veces más reflexiva, honda y emotiva que cualquier otra cosa vista aquí. Cualquier cosa, siempre y cuando no se trate de otro documental. En la sección Horizontes Latinos se presenta Nostalgia de la luz, lo más nuevo del gran documentalista chileno Patricio Guzmán (el de La batalla de Chile, El caso Pinochet y Salvador Allende). Tan bella como la película de Ruiz o la de Kawase, Nostalgia de la luz está a la altura de la alta poesía que su título invoca. Lo que no es poco.
La primera persona, a la que Guzmán recurría ya en su documental anterior (una pequeña joya llamada Mi Julio Verne, vista en una edición del DocBsAs), le permite ligar lo que parecería imposible de vincular. Para el caso, el desierto de Atacama, la astronomía, la arqueología y los desaparecidos de Pinochet. Gracias a la transparencia y extrema sequedad del aire, los cielos de Atacama permiten ver el cosmos casi como ningún otro lugar del planeta. Las mismas condiciones favorecen también toda clase de hallazgos arqueológicos, incluyendo momias precolombinas conservadas casi tal como fueron enterradas. Del mismo modo se mantienen, claro, cadáveres que no tienen 500 años, sino apenas 30 o 35. Como en esa zona funcionó el mayor campo de concentración del pinochetismo (el de Chacabuco, establecido sobre un campamento minero en desuso), Guzmán liga esos tres estratos históricos, de coexistencia aparentemente imposible, recurriendo tanto a la entrevista (a un astrónomo-poeta, a un arqueólogo-militante político, a madres que no cesan en su busca de restos humanos) como a planos casi abstractos, que ponen al espectador en un estado de contemplación al que el cine contemporáneo no suele llevarlo. “Me llevó cinco años terminar la película”, comenta Guzmán. “Soy lento para trabajar. Es más: me gusta la lentitud, la reivindico.” Sus largos planos le hacen tanto honor a ese credo como su propia voz, cuyo grano se deja oír en el off con una suerte de lirismo pausado. Esos planos, esa voz y ese lirismo representan una profunda incisión en medio del apurado viaje a ninguna parte que marca las horas del espectador de todo festival.
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