Viernes, 22 de octubre de 2010 | Hoy
CINE › OPINION
Por Jean-Louis Comolli *
¿Puede ser que la alienación ininterrumpida se convierta en goce de sí misma, puede ser que los espectáculos, las imágenes y los sonidos nos ocupen ante todo con el objetivo de hacernos amar la alienación misma? ¿El espectáculo se conforma con ponerse al servicio de la mercancía? ¿Y si se hubiera convertido en la forma suprema de ésta? ¿Más resplandeciente que ella, más cambiante, más seductor: más necesario? Las lentejuelas están para ocultar el horror. La máscara gusta. Esta dominación del espectáculo, me temo, ha ido mucho más allá de lo que podía presentir o anunciar Guy Debord.
Razón más allá de la razón. El mundo entero, todo uno, se da a ver con un carácter espectacular. Y ese vuelco consumado en el espectáculo quiere y a menudo logra hacer de nosotros espectadores cómplices, no “alienados” por las representaciones imaginarias de una “vida” que sea la versión mentirosa de “la verdadera vida”, sino simplemente alienados en lo que los hace gozar, lo que les gusta, lo que los seduce; alienados (si aún es preciso este término) en su propio deseo de alienación. Y hablo de nosotros, que hemos sido cinéfilos; de mí, que sigo calificándome de tal. Dura es la piel de las apariencias. Quien se frota contra ella la padece. El capital se desmorona y el espectáculo se endurece.
A nosotros nos toca comprenderlo: hemos ingresado a una nueva época. El cine la ha preparado y ha sido su agente, su actor, su estrella. Pero lo que el cine ha hecho en sus primeros sesenta años no es nada en comparación con lo que las televisiones –principal cuerpo de ejército de los medios masivos– habrán de hacer en los sesenta años siguientes. Totalitaria es la voluntad de poderío del espectáculo generalizado. Nada escapa a su hegemonía, ningún margen, ningún afuera, como no sea la muerte. Sin embargo, se trata de combatir al espectáculo en su misma omnipotencia. Luchar contra su dominación es librar un combate vital para salvar y poseer algo de la dimensión humana del hombre. Esa lucha debe hacerse contra las formas mismas que el espectáculo pone en acción para dominar. La lucha de las formas se oculta en la mayor parte de las formas de lucha.
Para deshacer o desbordar el orden de cosas existente es menester inventar formas que no sean las de la represión de las conciencias y los movimientos. Incesantes, las batallas o las guerras de los explotados contra los amos se extravían y pierden vigor al prolongar las formas en las cuales se ejerce hoy la dominación del capital, en el ámbito de la información, la publicidad, los medios o espectáculos. Nosotros, en las luchas de todos los días, hablamos demasiado a menudo con las palabras del enemigo. Pero no crearemos otra manera de decir el mundo y nuestras esperanzas sino en el círculo de la lengua común, esa bella cautiva que es preciso arrancar a sus sobornadores. Así como hay que volver a poner en marcha la utopía, hay que retomar la consigna: ¡de pie, utopistas!
Desde el interior mismo de la dominación espectacular nos toca, espectadores, cineastas, deshacer punto por punto esa dominación y destejerla para de-sincronizarla, agujerearla de fueras de campo, astillarla de intervalos. Dado que las cámaras y los micrófonos están en todos lados, las pantallas se encuentran por doquier y a nosotros se nos intima a estar en medio de ellos: ¡volvámoslos pues del revés! Siempre hubo espejos entre nosotros y nosotros, desde Narciso. Para volver las armas del enemigo contra él es menos necesaria la conquista (!) de los órganos centrales de la alienación (las sedes de las compañías de televisión, las Maisons Blanches, Disneylandia, etc.) que la denuncia y la corrosión destituyente de las formas dominantes, de las maneras de mostrar mayoritarias, de los modos de modelar al espectador, de tratarlo con desprecio, de hacer de él una mercancía. Nos incumbe cambiar esas maneras. Reemplazarlas por otras. En su historia, el cine supuso y construyó más de una vez un espectador digno de ese nombre, capaz no sólo de ver y escuchar (cosa que ya no debe darse por descontada), sino de ver y escuchar los límites del ver y el escuchar. Un espectador crítico. Aquel a quien el espectáculo quiere hacer desaparecer. Aquel de quien nosotros pretendemos que no deje de ser. Ese espectador emancipado que prefiero calificar de crítico.
O el espectador que viene hoy se construye contra el espectáculo o desaparece como tal. Lo cual quiere decir que si ya no se es ese espectador “emancipado” o “crítico”, ni siquiera será ya “espectador”.
* Teórico y documentalista. Extracto del libro Cine contra espectáculo, seguido de Técnica e ideología (Colección Texturas, Manantial, 2010), que su autor presentará hoy a las 18.30 en Fundación Telefónica (Arenales 1540), en el docBsAs.
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