CINE › MAYTLAND, CURIOSA OPERA PRIMA DE MARCELO CHARRAS
Leyenda viviente de la marginalidad cinematográfica criolla, Víctor Maytland llegó a filmar un centenar de películas condicionadas. Y el propio Maytland se interpreta a sí mismo en esta evocación de sus últimos días como director.
› Por Horacio Bernades
Dirección, guión y edición: Marcelo Charras.
Fotografía: Guido Lublinsky.
Intérpretes: Víctor Maytland, Adrián “Facha” Martel y Sergio Povés Campos.
Estreno en los cines Arteplex Belgrano y Artecinema.
Más cerca de Porno, de Homero Cirelli, que del porno mismo, Maytland tiene por protagonista a Víctor Maytland. Un largo centenar de films condicionados, filmados desde fines de los ’80 y distribuidos en videoclubes, hacen de Roberto Sena (alias Víctor Maytland) una leyenda viviente de la marginalidad cinematográfica criolla. Leyenda semisecreta, desde ya: el cine condicionado siempre fue un mundo en las fronteras de la clandestinidad. Es esa zona fronteriza de salas-sucucho, oficinas de tres por tres, productoras unipersonales y producciones de entrecasa la que Maytland visita, en lo que podría definirse como “ficción documental elegíaca”.
Asistente de Maytland durante años, el proyecto original del realizador, guionista y editor Marcelo Charras (Buenos Aires, 1976) pasaba por filmar un documental sobre el porno argentino. Campo casi enteramente ocupado por Maytland, que en su pico de trabajo llegó a filmar no ya varias películas al año, sino cerca de una por mes. El proyecto de Charras mutó a algo tal vez próximo a Kiarostami: una historia de ficción en la que Maytland actúa lo que acaba de sucederle, rodeado de un elenco integrado por actores porno, actores profesionales y no actores. Al personaje lo mueve una quimera que en una primera impresión no puede sino considerarse disparatada: filmar un largometraje porno-político, alrededor de una pareja de militantes en tiempos de dictadura. Un largo en el que el héroe rescata a la heroína de su cautiverio a manos de un grupo de tareas... y para celebrar van y se echan un polvo.
Que esa película, llamada Exxxterminio, haya sido en verdad el último sueño de Maytland, que por falta de presupuesto no haya logrado editarla y que eso lo haya llevado a finalizar su carrera, son datos que hubiera sido bueno incorporar, recurriendo tal vez a los clásicos carteles finales. Esa información le hubiera agregado una productiva capa de realidad a una película que, así como está, se ve como pura ficción, más allá de que el protagonista y otros personajes (su hijo, sus actores favoritos) hagan de sí mismos. Así como hubiera sido bueno informar que, antes de pornógrafo, Maytland trabajó como meritorio nada menos que en La hora de los hornos: la clandestinidad política, antes de la semiclandestinidad sexual. En términos de gramática visual, Maytland es la antítesis de Maytland: allí donde éste asumía lo berreta como único territorio posible (para corroborarlo basta ver escenas de Las tortugas pinja, que es como su equivalente a El ciudadano), a Charras se le nota a la legua su condición de graduado de la FUC. En Maytland cada plano tiene una justificación, cada encuadre un peso propio, cada distancia focal un sentido, cada corte o empalme una razón.
Una película impecable sobre un personaje pecable. ¿Hubiera sido preferible que Maytland se pareciera más a Maytland? ¿O hubiera quedado falso, impostado, manierista? Son preguntas para hacerse. Daría la impresión, sí, de que Charras acentúa, fuerza tal vez, un improbable carácter impoluto del héroe, haciendo de él un quijote, fiel todavía a los ideales setentistas y peleando contra los molinos de viento de los mercachifles del medio (la elección de Adrián “Facha” Martel como productor porno es un gran éxito de casting). Por momentos, la solemnidad de Maytland chirria, suena excesiva, delata tal vez el forzamiento al que se somete al personaje. Así como el intento de construir una ficción dramática trastabilla a veces entre laxitudes narrativas y pérdidas de rumbo.
Pero no hay duda de que lo esencial está logrado: un tono definitivamente melancólico atraviesa la película, con gran cantidad de planos mostrando al protagonista como un solitario empecinado, como un dinosaurio de los tiempos del VHS, como un condenado a la desaparición. A propósito, tampoco hubiera venido mal un cartel final que refrendara que al porno criollo, industria pequeña y marginal pero alguna vez floreciente, le tocó un destino semejante al de las canchas de padel. La piratería y las bajadas de Internet lo llevaron a la extinción, anticipando tal vez el destino entero de la industria local del DVD.
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