Viernes, 15 de julio de 2011 | Hoy
CINE › YO MATE A MI MADRE, NOTABLE OPERA PRIMA DEL JOVEN CANADIENSE XAVIER DOLAN
Escrito, dirigido y actuado por él mismo, el film de Dolan es ciertamente inusual, el retrato de una relación familiar hecha de un total desacuerdo y una serie de enfrentamientos hirientes, que sin embargo pueden derivar a una ácida, creíble comicidad.
Por Luciano Monteagudo
J’ai tué ma mère,
Canadá, 2009.
Guión y dirección: Xavier Dolan.
Fotografía: Stéphanie Weber-Biron,
Música: Nicholas Savard-L’Herbier.
Edición: Hélène Girard.
Intérpretes: Anne Dorval, Xavier Dolan, François Arnaud.
Estreno exclusivamente en el Cosmos-UBA.
Nuevo enfant terrible del cine canadiense, el quebecoise Xavier Dolan tiene todos los atributos para asumir en pleno derecho ese título: es efectivamente precoz (escribió, dirigió y protagonizó ésta, su ópera prima, entre los 17 y los 19 años), no le falta irreverencia, le sobra soberbia y, por si fuera poco, no puede sino reconocerse su talento, tal como sucedió en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes 2009, donde Yo maté a mi madre se llevó los tres premios principales. Tal como él mismo ha declarado, su primer largometraje no es estrictamente autobiográfico (como sí lo era el desgarrador Tarnation, de Jonathan Caoutte, con el que puede llegar a asociárselo), pero al mismo tiempo ostenta esa verdad que proviene de una expresión de neto corte confesional.
“No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”, confiesa a cámara Hubert (el propio Dolan), refiriéndose a su madre. Ahora Hubert tiene 16 años y, como le dice –le grita– en la cara a su madre, la odia. O no la soporta, más bien. No tolera la manera en que come (plano detalle de las comisuras de los labios de la madre, chorreadas con queso crema), ni el modo en que viste, ni cómo maneja el auto o arregla la casa (plagada de adhesivos y empapelados de flores, de mariposas, de texturas animales). Todo en ella le provoca rechazo, furia, vergüenza, indignación. “Somos incompatibles”, reconoce en voz bien alta Hubert, como si el suyo fuera un destino manifiesto e irreversible.
De título tan sincero como simbólico, Yo maté a mi madre es un film hecho desde la subjetividad de su director y su personaje, que son un poco el mismo. Más de una vez, Hubert imagina a su madre en un ataúd. O cuando la profesora le encarga un trabajo sobre su familia dice no poder llevarlo a cabo porque la declara muerta: “Mi madre falleció”, afirma, para consternación de la docente. No pasará, sin embargo, una secuencia para que la cámara impiadosa de Dolan siga los tacos frenéticos de Mme. Lemming marchando enardecidamente por los pasillos del colegio para desmentir a su hijo delante de todo su curso. Hay pathos, y mucho, en Yo maté a mi madre, pero también humor –ácido, cáustico– en un film capaz de pasar de un estado al otro en cuestión de segundos.
Esa mezcla de angustia y violencia (siempre verbal, casi nunca física, pero tanto o más hiriente) con dosis equivalentes de ironía y corrosión dan por resultado un film inusual, al mismo tiempo tan visceral como distante, tan furioso como racional. Hay algo auténticamente inquietante en la manera en que Hubert insulta a su madre, acusándola de sufrir de Alzheimer o de extorsionarlo sentimentalmente. Pero a la vez, esa histeria desatada entre ambos por la más mínima chispa nunca deja de ser enfermizamente graciosa, expresión de una patología que de tan extrema se vuelve cómica.
El kitsch –manejado con prudencia, tamizado por pinceladas pop, como esos pequeños planos abstractos con detalles de la casa que padecen juntos– es una de las herramientas de Dolan como director. Como actor, es siempre medido, inteligente: sabe aprovechar muy bien su propio narcisismo y no necesita subrayar nada de sí para desnudar en Hubert una homosexualidad que la madre se resiste no tanto a aceptar como a mirar de frente. Por su parte, Anne Dorval es una partenaire perfecta: no hay nada grotesco en ella y, sin embargo, la subjetividad de la mirada de Dolan por momentos la vuelve monstruosa.
Hay una escena que resume muy bien esa terrible relación que los une y los separa. Después de un momento en el que se han dicho de todo, los insultos más hirientes y feroces, Hubert, a punto de ser internado en un colegio pupilo, le grita, como una amenaza: “¿Qué harías si me muriera hoy?”. Y la madre, mientras lo mira partir, murmura para sí, desconsolada: “Me moriría mañana...”
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