CINE › LA QUISE TANTO, DE ZABOU BREITMAN, CON DANIEL AUTEUIL Y MARIE-JOSEE CROZE
Narrado en dos planos –el pasado como paraíso perdido, el presente como purgatorio–, el film de Breitman, realizado bajo la sombra del cine de Hitchcock, es a la vez un melodrama y una teoría sobre las razones que llevan a consumirlos.
› Por Horacio Bernades
Je l’amais, Francia, 2009
Dirección: Zabou Breitman.
Guión: Z. Breitman y Agnès de Sacy, sobre novela de Anna Gavalda.
Fotografía: Michel Amatieu.
Intérpretes: Daniel Auteuil, Marie-Josée Croze, Florence Loiret Caille y Christiane Millet.
Las historias de amor (loco) son cosa del pasado. Eso es lo que La quise tanto pone –literalmente– en escena. Más que algo que se vive, esas historias son algo que se cuenta: parecería que sin un público atento quedan inconclusas. En La quise tanto, la historia de amor (loco, absoluto) irrumpe en medio de las cosas de golpe, en crudo, sin aviso previo, arrastrando por igual al que la vivió y la cuenta y a quien tal vez haya vivido la suya y la perdió. Por eso, porque la perdió, la que oye, la espectadora, interrumpe todo lo que está haciendo, todo lo que le pasa –la neurosis, el llanto, el duelo, el ombliguismo, la sensación de que se le vino el mundo abajo–, para entregarse por completo a la escucha. A la embriaguez que genera el enamoramiento en estado arrebatado, al deseo de ser llevada a un mundo en que el amor sea más grande que la vida. Narrada en dos planos, La quise tanto es un melodrama y una teoría sobre las razones que llevan a consumirlos.
Como una Psicosis de las historias de amor, La quise tanto transcurre, durante su primer tercio, en el mundo de la normalidad, hasta que el amour fou cae sobre él como cuchillazos. Adaptando una novela, la realizadora y coguionista Zabou Breitman (ésta es su tercera película) narra esa introducción de modo elíptico, como entre puertas entornadas. Un sesentón llamado Pierre, que da la impresión de cargar con el doble de edad (el siempre infalible Daniel Auteuil), lleva a una cabaña alejada a su nuera (Florence Loiret Caille, de rostro largo y triste) y los dos hijos de ésta, después de que el marido los abandonó. A él se le nota la culpa, ella se ocupa de que así sea. En busca de alivio, Pierre comienza a contar la historia de un amor extramatrimonial, sucedida mucho tiempo atrás. Esa historia tuerce, invierte o refracta la de Chloe, devolviéndola a un lugar más ansiado que la mera realidad.
En esa historia dentro de otra surge la figura de Mathilde (la rubia Marie-Josée Croze, la asesina de Munich, la enfermera de La escafandra y la mariposa), condensación del éxtasis amoroso que recuerda, otra vez, a Hitchcock. Al Hitchcock de Vértigo. Hay momentos muy precisos (la primera vez que Pierre ve a Mathilde, antes de una reunión con empresarios hongkoneses; el modo inexorable en que avanza hacia ella, en subjetiva, en el bar del hotel; algún ralenti posterior) en los que la puesta en escena, calcando la de la obra maestra de Hitchcock, logra expresar el arrebato amoroso mediante una gramática visual específica. Como toda historia de amor loco, La quise tanto es la historia de un éxtasis y su caída. Caída que preexiste, que tal vez sea la condición misma de ese éxtasis: de entrada, Pierre anuncia a Chloe que la que va a contarle es la historia de un amor perdido. Como Lo que no fue, a la que La quise tanto también recuerda. Como todo melodrama.
Excesivamente compuesta cuando le toca estar en el mundo “real”, Marie-Josée Croze da la impresión de transfigurarse al desnudarse, al clavar la mirada sobre Pierre, al encerrarse con él en una habitación con cama matrimonial. Lo de Auteuil es más maratónico. No sólo porque se ve obligado a extremar emociones de un modo quizás inédito, sino porque debe representar a dos Pierre opuestos. Uno al que el amor emboba y atraviesa; otro al que el recuerdo del amor perdido parece sumarle años, canas, cachemires de abuelo. Son tres los Pierre de Auteuil, en verdad, teniendo en cuenta el Pierre laboral y matrimonial. Un señor del que uno no esperaría que se tome un avión a Hong Kong, para pasar un par de días con la mujer que ama, y volver. Junto con él, el relato entero viaja del presente al pasado, de la normalidad al arrebato, del pico amoroso a la pérdida. Zabou Breitman logra hacer de esas transiciones un continuo, aun al precio de rozar a veces el chiche digital, como cuando en el mismo plano hace coexistir tiempos disímiles. Pero es que en ese pasaje, en esa coexistencia, se condensa la idea misma de La quise tanto: la del pasado como paraíso perdido, la del presente como purgatorio.
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