Jueves, 20 de abril de 2006 | Hoy
CINE › “7, EL NUMERO EQUIVOCADO”, DE PAUL MCGUIGAN
Por Horacio Bernades
La clave es el Kansas City Shuffle, triquiñuela de fulleros que consiste en distraer al contrario para sorprenderlo por donde menos espera. Obviamente, una película que empieza con una detallada descripción de esta jugarreta (enteramente inventada), tarde o temprano va a hacerle un juego de manos al espectador. O muchos juegos de manos. Es lo que sucede en Lucky Number Slevin, que se estrena en Argentina como 7, el número equivocado, en una traducción ídem. A la hora de jugar con cartas marcadas, hay dos clases de películas: las que buscan timar al espectador y las que lo invitan a sumarse al timo. Este último es el caso de 7, el número equivocado, comedia policial despreocupada y disfrutable de punta a punta.
El thriller-con-trampas Wicked Park, anterior asociación del galancito Josh Hartnett con el escocés Paul McGuigan (cuya película más conocida sigue siendo The Acid House), había sido de ésas que intentan tomar por bobo al espectador. Y encima no tenía la suficiente inteligencia para hacerlo. Una de las virtudes del guión de Jason Smivolic para 7 es que no pretende parecer más inteligente de lo que es, apuntando a las vueltas del relato como goce narrativo, antes que como viveza de guionista. Recién llegado a Nueva York, Slevin (Hartnett), de quien se sabe poco más que su nombre, va a parar al departamento de un amigo, sin saber que un hit man (Bruce Willis) acaba de asesinarlo. Confundiendo a Slevin con el dueño de casa, dos matones morochones lo llevan ante su jefe, a quien llaman simplemente The Boss (Morgan Freeman). A cambio de una deuda impagable que el otro había contraído, el hombre le encarga dar cuenta de su archienemigo, “El rabino” (Ben Kingsley, que ahora es Sir), que vive justo en el edificio de enfrente. Además, hay matones jasídicos, traumas infantiles, crímenes brutales, asesinos que juegan a varias puntas, el primer equivalente visual del etcétera y secuencias tan divertidas como esa en la que un chisme se va agrandando de boca en boca.
“¿Por qué lo llaman ‘El rabino’?, pregunta Slevin. “Porque soy rabino”, contesta el otro. De diálogos como éste está llena 7, una de cuyas cartas fuertes es el muy buen elenco. Brilla más que nunca la preciosa Lucy Liu, que hace de vecina de Slevin, interés romántico y oportuna médica forense, a quien su ocupación le permitirá descubrir la identidad de un cadáver clave. Es verdad que hay momentos tal vez demasiado tarantinescos, como ciertos diálogos de connaisseurs sobre la serie Bond. Y hay mucho de Los sospechosos de siempre. No sólo por cierta revelación final que pone toda la historia de cabeza, sino también en el poderío del elenco y el gusto del guionista por los laberintos, las sorpresas narrativas y las digresiones inesperadas. Pero es justamente aquí donde construye su fuerza la película de McGuigan, tan graciosa, seductora y descabellada como esos relatos orales en los que es clavado que viene una mentira. Pero a uno le encanta que lo hagan.
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