Jueves, 20 de abril de 2006 | Hoy
CINE › “ESCONDIDO”, DE MICHAEL HANEKE
Daniel Auteuil y Juliette Binoche ponen el cuerpo en un film nunca predecible.
Por Luciano Monteagudo
Aunque ya tenía una importante obra previa, fue recién en 1997 que el director austríaco Michael Haneke se dio verdaderamente a conocer con la tremenda Funny Games (editada localmente en video como Horas de terror), una película que ahora parece compartir ciertas claves con Escondido, su film más reciente, que le valió el premio al mejor director y el premio de la crítica (Fipresci) en el último Festival de Cannes. Esa sensación de amenaza, de peligro constante que asalta a los personajes de Escondido acomete también –por carácter transitivo– al espectador, como si el punto de vista del film no fuera el único y siempre hubiera algo o alguien más observando a aquellos que ven la película, para interpelar sus pensamientos más recónditos. En este sentido, Haneke –un director de tesis– es quizás el único cineasta capaz de hacerle sentir a quien está sentado en la platea que él no es solamente el sujeto que observa, sino también objeto de la observación del director, como si en la pantalla colocara un espejo.
De una gran austeridad narrativa –seca, precisa–, Escondido tiene una construcción clásica, pero no por ello menos compleja y perturbadora. Un matrimonio de la burguesía ilustrada francesa (él animador de un programa literario de TV, ella colaboradora de una editorial) comienza a recibir videos anónimos, filmados desde el exterior de la casa y en los que se sugiere que la familia está bajo vigilancia. Esos videos llegan acompañados de dibujos inquietantes, que hablan de violencia y de sangre. Y comienzan a multiplicarse. Pero a diferencia de lo que Hollywood hubiera hecho con ese material –un thriller como tantos, como cualquiera–, Haneke elige trabajar en otra dirección, muy distinta, que potencia la sensación de inquietud y de angustia, una angustia que es emocional pero también intelectual. ¿Quién filma? y sobre todo ¿quién mira?, son las preguntas que poco a poco va profundizando el film, como si se tratara de un juego perverso de cajas chinas.
Lo primero que se desprende de Escondido es la existencia de dos mundos paralelos. Uno es el que habita el matrimonio Laurent (Daniel Auteuil y Juliette Binoche, estupendos ambos). Allí todo es elegante, culto, ordenado, racional. La casa que habitan, tapizada de libros, parece más bien un refugio, un bunker, no muy distinto del estudio de televisión (donde significativamente todos los libros son de utilería). Pero allí afuera, sugiere el film, allí desde donde están siendo observados, está lo desconocido, lo Otro, ese mundo que el matrimonio Laurent parece ignorar, aunque la televisión de 29 pulgadas del living propale a toda hora la crisis de Oriente Medio o la invasión aliada a Irak.
Aquello que para la familia Laurent es algo ajeno, distante, para el espectador irá cobrando un sentido diferente: irá descubriendo que esa alteridad está mucho más cerca (y más adentro) de ese matrimonio de lo que ellos siquiera sospechan. ¿Y si esos videos –como sucede también en el cine de David Cronenberg– no fueran otra cosa que la materialización de su conciencia oscura?
Que es también la conciencia sucia de Francia. Un viejo episodio de la niñez del protagonista, relacionado con la masacre de unos 200 argelinos que en octubre de 1961 marcharon por las calles de París y terminaron reprimidos y asesinados a orillas del Sena (un hecho que Francia ha hecho todo lo posible por olvidar), es el centro tácito del film. Eso es lo que está “escondido” y a lo que se refiere el título de la película. Algo subyace de aquel momento que es capaz de expresarse de la manera más inquietante, cuarenta y cinco años después. Tuvo que ser un austríaco y no un francés quien viniera a desenterrarlo.
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