Jueves, 4 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › “CASEROS –EN LA CARCEL”, DE JULIO RAFFO
“Con la inauguración de esta cárcel de encausados, la República Argentina pone en evidencia ante el mundo su fidelidad a una tradición política y jurídica que se remonta a sus comienzos de vida independiente, que se ha orientado, invariablemente, a la creciente consolidación y garantía de los derechos individuales.” Es el 23 de abril de 1979, la dictadura militar está en su apogeo genocida, y las palabras –de un cinismo sólo equiparable al de su hipocresía– corren por cuenta de Alberto Rodríguez Varela, ministro de Justicia del gobierno de facto de Jorge Rafael Videla (y actualmente su abogado defensor).
El motivo de tanto orgullo es la puesta en funcionamiento, en plena Capital Federal, en Parque Patricios, del penal de Caseros: 85.000 metros cuadrados cubiertos, dos torres gemelas de 22 pisos, 1996 celdas individuales de 2,30 por 1,30 metros, más un centenar de calabozos de máxima seguridad. “Confort tras las rejas”, titula el semanario Gente. “Como un hotel cinco estrellas”, se entusiasman los celadores. Sobre ese supuesto “penal modelo”, construido a la sombra del siniestro Alcatraz, el abogado Julio Raffo (con la colaboración de un equipo del Laboratorio de Medios de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora) hizo este documental de urgencia, que testimonia con implacable serenidad la vida cotidiana en ese monumento al horror, que desde 2001 espera el momento definitivo de su demolición.
Elaborado a partir de entrevistas a una docena de ex prisioneros políticos que lograron sobrevivir a esa terrible experiencia –militantes de Montoneros, ERP, PRT, sindicalistas y activistas universitarios–, el documental de Raffo se interna en la pasillos y las celdas de ese “lugar concentrado de dolor”, como lo define Ernesto Villanueva, uno de los testimoniantes. Lo que para el presumido orador Rodríguez Varela –gesto adusto, ojos hundidos y huidizos, pelo a la gomina– se constituía en “una afirmación tangible de los principios de nuestra organización política”, en la práctica era precisamente eso: una demostración diaria de las iniquidades a las que eran sometidos sus prisioneros. Diseñada de forma tal que un preso jamás pudiera recibir la luz directa del sol, adornada con parlantes que propalaban día y noche ensordecedoras marchas militares y regida por la discrecionalidad de carceleros de metódico sadismo, Caseros funcionaba como un campo de concentración legal en medio de la ciudad. No extraña que por lo menos dos internos –Jorge Toledo y Eduardo Schiavoni, evocados emotivamente por sus ex compañeros– hayan sufrido suicidio inducido.
Pero el film de Raffo no se conforma con registrar el lado más oscuro del penal. También –y, se diría, sobre todo– pone el acento en las historias de compañerismo y solidaridad entre sus internos: cómo lograban burlar la permanente vigilancia de sus carceleros, de qué manera se comunicaban entre ellos y con el mundo exterior, inventando los más ingeniosos e inverosímiles medios (“la paloma”, “el caramelo”); cuándo ponían en marcha la ceremonia del mate...
La voz marcial y la imagen oscura de Rodríguez Varela, recuperada por el film, insiste: “La inauguración de un establecimiento modelo como esta unidad constituye un testimonio explícito de fe en el hombre, en su carácter de sustancia individual, racional y libre. Caseros viene aconsolidar la paz y asegurar la vigencia plena del Estado de derecho...”. La película de Raffo, un aporte a la memoria colectiva, viene ahora a corregirlo, con ardiente paciencia.
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