Jueves, 4 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › OPINION
Por Hernan Invernizzi*
La dictadura encarceló alrededor de 10.000 militantes del campo popular: eran los presos políticos. En el marco de una política general destinada a destruirnos, cada cárcel tuvo sus propias características. En todas, las palizas fueron brutales y sistemáticas, en todas la comida era un asco ineludible y repugnante, en todas hubo censura (cuando nos permitían leer), en todas la atención médica fue perversa o inexistente, en todas nuestros familiares fueron vejados, maltratados y perseguidos. En algunas asesinaban a los prisioneros delante de los compañeros; en otras les daban la libertad, los secuestraban en la puerta y se convirtieron en desaparecidos o cadáveres en las banquinas.
La cárcel de Caseros fue algo especial. En pleno barrio de Parque Patricios están demoliendo la herramienta más sofisticada del sistema carcelario de la dictadura. Antropólogos, psicólogos, médicos y abogados trabajaban junto a los guardia cárceles en el proyecto común de arruinar cuerpos, devastar psicologías y destruir compromisos de los militantes que la dictadura ponía en sus manos.
Como en una mala película de ciencia ficción, Caseros era una cárcel que por dentro parecía un hospital. En ese ambiente limpio, frío y metálico donde nunca entraba el sol ni soplaba el viento, los presos nos poníamos de un extraño color entre gris y verde. No nos golpeaban tanto como en otras cárceles. En cambio, intentaron demoler los restos de nuestra salud física con procedimientos más sofisticados pero tan perversos como patear personas indefensas, pretendieron volvernos locos a través de las técnicas más variadas.
Fue así, a modo de ejemplo, que asesinaron a un compañero montonero, al Negro Jorge Toledo. El expediente dice “suicidio”. Quienes compartíamos el pabellón con él vimos que fue un asesinato llevado adelante entre médicos, enfermeros, psicólogos y guardiacárceles que celebraron su éxito con una ronda de mate y la música a todo volumen para aturdir nuestra desesperación. A pesar de las denuncias, el caso quedó impune.
La memoria tiene sus trucos: está llena de recuerdos, pero también incluye olvidos. Las cárceles de la dictadura fueron un infierno siniestro y racional del cual, hasta ahora, se habló muy poco. El documental de Julio Raffo sobre Caseros desentierra un tema olvidado, pone en su lugar las trampas de la memoria y, precisamente por eso, se convierte en una película necesaria y perturbadora.
* Ex preso político.
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