CINE › COMPLICES, DEL SUIZO FREDERIC MERMOUD
› Por Horacio Bernades
Lo mejor de Cómplices, ópera prima del suizo Frédéric Mermoud, es sin duda el final, donde la película se atreve a hacer primar el sentido de justicia personal por sobre la fría letra de lo legal, subvirtiendo los valores más conservadores del género. Como si fuera un film de los hermanos Dardenne filtrado a través de códigos del policial, la película de Mermoud –participante de la competencia oficial del Festival de Locarno, un par de años atrás– hace foco en una pareja de adolescentes, cuyo afán de consumismo los pone en un brete moral y los lleva al crimen. Pero allí donde los realizadores de El niño y El silencio de Lorna abordan espesos dilemas morales sin caer en moralinas, subyace a Cómplices la idea de que, al ofrecer sus servicios sexuales, la pareja protagónica da “el mal paso”. Lo cual termina acercándola más a La carnada, donde el omnisciente Bertrand Tavernier levantaba el dedo acusador, que a los ambiguos films del dúo belga. Por suerte, el final compensa, con su bienvenida dosis de empatía.
No hay una pareja en Cómplices, sino dos. Los protagonistas son un par de investigadores. Un hombre y una mujer, claro, en beneficio de la teoría especular. Como buenos policías, el teniente Cagan (Gilbert Melki, actor con buena máscara para el género) y la inspectora Mangin (la gran Emmanuelle Devos, que a su rostro brutal suma una voz hermosamente desafinada) son gente solitaria. Clásico del género también, Cagan (perdón) carga con un trauma personal que lo lleva, en plan redentorista, a una ley de compensaciones. Su compañera suele tener citas a ciegas, todas ellas fallidas, mientras el teniente no termina de animarse a un avance que notoriamente quiere dar. Agudizando paralelismos, la película se narra en dos tiempos, en los que el presente de la investigación, a cargo de Cagan y Mangin, se alterna con aquello que investigan, protagonizado por los jóvenes Vincent (Cyril Descours) y Rebecca (Nina Meurisse). Espejo invertido de sus contracaras, a poco de conocerse, en un ciber, Vincent y Rebecca van directo al grano. Poco más tarde ella descubrirá de qué trabaja él, decidirá acompañarlo y la cosa terminará mal (no estamos revelando nada que la propia película no revele en su mismo comienzo).
Más allá de la audaz resolución (no carente de psicologismo, en verdad), lo mejor de Cómplices son su tono, su ritmo, que se mantienen fluidos y parejos, con predominio de planos americanos y un modo brumoso de la fotografía, que se corresponde tanto con la zona donde la película transcurre (el Ródano, en la frontera suizo-francesa) como con el clima moral que se intenta instalar. No sin forzamientos, por cierto: en términos de lógica dramática, la decisión de la ingenua Rebecca, de acompañar a Vincent en una mano pesada, no aparece justificada en lo más mínimo. Algún subrayado innecesario (“Somos todos parecidos”, comenta en un momento la inspectora Mangin, como si la película entera no lo estuviera diciendo) y alguna cortedad dramática (finalmente, Cómplices no dice nada que no se haya dicho antes) suman límites a una película que no está mal, pero tampoco del todo bien.
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