Martes, 18 de septiembre de 2012 | Hoy
CINE › MATHIEU AMALRIC Y LA EXPERIENCIA DE REALIZAR TOURNéE
Según cuenta el actor y director, todo nació con un libro de Colette, El otro lado del music hall, que terminó siendo el puntapié inicial para una película en la que no sólo importan las historias de sus protagonistas, sino también la pintura del contexto.
Por Diego Brodersen
Difícil no saber quién es Mathieu Amalric, particularmente si el lector sigue con cierta atención el desarrollo del cine francés de los últimos quince años. Se trata, sin dudas, de uno de los actores más inteligentes y versátiles de su generación. Su rostro ha estado presente en pantalla en una gran variedad de roles y fue dirigido por una extensa lista de prestigiosos realizadores, coterráneos y extranjeros, jóvenes y no tanto: Olivier Assayas, Claude Miller, Alais Resnais, David Cronenberg, Bertrand Bonello, Arnaud Desplechin y siguen las firmas. Incluso el chileno Raúl Ruiz, fallecido recientemente, y el georgiano Otar Iosseliani contaron ocasionalmente con su talento. Precisamente bajo las órdenes de Io-sseliani debutó como actor, en un pequeño rol en el film Les favoris de la lune, allá por 1985, cuando Amalric contaba apenas con 17 años. “A Otar lo conozco desde que era chico. Mi padre escribía en esa época para el diario Le Monde desde Moscú. Y como Otar nunca utiliza actores en sus películas, sino a amigos y conocidos, me pidió que interpretara un rol. Fue entonces cuando me enamoré del cine, quería hacer lo mismo que él: dirigir películas. Fue Iosseliani quien me contagió el virus del cine.” De allí en más, Amalric fue pasante, asistente de montaje, asistente de dirección. “Pero fue realmente Arnaud Desplechin quien me inventó como actor”, con La sentinelle, en el año 1992. Punto de partida de una extensa colaboración que los ha reunido, a la fecha, en otras cuatro oportunidades.
Su faceta como realizador incluye cuatro largometrajes, varios cortos y algunos telefilms, pero de su filmografía poco y nada se ha visto en la Argentina. Apenas Le stade de Wimbledon (2001), exhibida en su momento en el Festival de Mar del Plata, y ahora el estreno comercial de Tournée, que viene precedido de varios pergaminos, incluido el premio a Mejor Director en el Festival de Cannes. En Tournée, que podría traducirse como “De gira”, Amalric pone el cuerpo delante y detrás de cámara: es el encargado de la “puesta en escena” –como gustan decir los franceses– e interpreta al mismo tiempo a Joaquim Zand, un ex productor de televisión caído en desgracia que, luego de un autoexilio físico y emocional, regresa a su país con la misión de hacer un éxito del espectáculo de new burlesque que produce. Rodada en el interior de Francia, en ciudades portuarias y pequeños pueblos de provincia, Tournée describe un mundo desconocido para la mayoría –el mundo de las bailarinas y stri-ppers que intentan legitimar su arte a fuerza de imaginación y talento–, al tiempo que narra una tradicional historia de redención y amor con gran libertad formal y narrativa.
–Es la primera vez en un largometraje; había actuado en uno de mis cortos junto a mi padre y mi abuela, un proyecto muy familiar. En este caso, no era la idea original. Junto a Philippe (Di Folco) y Marcelo (Novais Teles), dos de los guionistas, escribimos la historia con un actor protagónico en mente: el portugués Paulo Branco, un famoso productor de cine que produjo, entre otros cineastas, a Manoel de Oliveira. Fui asistente de Paulo durante muchos años, antes de dedicarme a la actuación. De hecho, en un primer momento el personaje de Tournée se llamaba Paulo. Tres semanas antes del comienzo del rodaje, por diversas circunstancias, se determinó que yo mismo debía interpretarlo. Pero definitivamente no lo escribimos pensando en mí.
–No es difícil si lo hacés con amigos con quienes ya has trabajado antes, gente que te conoce bien. En esta película descubrí que es bueno estar en cuadro con los otros actores, no como un simple observador, sino corriendo los mismos riesgos. Puedes dirigir, marcar el ritmo, incluso generar sorpresas cuando se está rodando. El bigote postizo del personaje me ayudó a poder hablar en plena toma sin que se note en pantalla. Por supuesto eliminando en posproducción ese pasaje del sonido. No fue difícil en lo más mínimo; de hecho, fue como si la película misma lo pidiera. Hay incluso un correlato entre el personaje, este manager que trae a un grupo de chicas americanas a Francia, prometiéndoles la Luna, y yo mismo como director, al trabajar con estas actrices no profesionales que nunca actuaron antes en una película, trayéndolas a un mundo extraño. Hubo una conexión interesante. Tal vez el hecho de ser actor y estar en cuadro con ellas generó una especie de calidez entre los personajes que, de otra forma –de haber estado detrás de cámara, observándolas como animales extraños y pintorescos–, no hubiera existido. Físicamente, disfruté mucho interpretando a este tipo un poco desagradable, duro, frío. Un tipo chiquito, diminuto, en medio de esa enorme cantidad de cuerpos increíbles.
–Definitivamente. Te hace conocer diferentes estilos, te “alimenta”, de alguna manera, creativamente. Es increíble haber sido testigo de maneras tan diversas de trabajo. A algunos directores les gusta ensayar antes del rodaje. Otros prefieren darle al actor la línea de diálogo dos minutos antes de la toma. Algunos eligen a sus actores a último momento, otros ensayan con ellos por dos años antes del rodaje. Podés encontrar tu propia manera de trabajar en medio de esos dos extremos. Pero de algo estoy seguro: cuando dirigís tu película estás solo. Tenés que encontrarte a vos mismo como director.
–En el origen hay un libro, L’Envers du music hall (“El otro lado del music hall”), una suerte de diario escrito por Colette a comienzos del siglo XX (N. de la R.: nacida Sidonie-Gabrielle Colette, su obra más famosa como novelista fue Gigi, que luego sería llevada al cine por Vincente Minelli). Además de novelista y periodista, ella era también actriz y conocía el mundo del music hall muy bien. Ese fue el germen de mi deseo de hacer este film. De todas formas, rápidamente decidí que no debía ser una película de época, por lo que la pregunta central era “cómo trasladar el espíritu de Colette a nuestra época”. Un día me topé con cierto artículo sobre algo de lo cual nunca había oído hablar, el “new burlesque”. Y me sorprendió la edad de muchas de estas mujeres, sus cuerpos, su sentido del humor, su coraje, su particular forma de decir “vivimos en un mundo ordenado por la idea de que los cuerpos deberían ser todos iguales, donde a las mujeres no se les permite ser ellas mismas”. Hay algo que no está del todo bien cuando una chica de catorce años se opera las tetas. ¿Por qué esa suerte de dictadura donde el mandato es tener el cuerpo perfecto? Encontrarme con el mundo del burlesque me permitió encontrar finalmente la historia del film, la de este productor que pasa un tiempo fuera de Francia y que vuelve para decirles a todos “Váyanse a la mierda, estoy vivo de nuevo”.
–Fue un período largo, de siete años, durante el cual actué en muchas películas, por lo que hubo varias interrupciones. El primer guionista con el que trabajé fue Marcelo Novais Teles, un amigo de origen brasileño, pero eso fue antes de conocer el mundo del burlesque. Luego colaboramos con Raphaëlle Valbrune, la hermana de Arnaud Desplechin; en esa instancia, el protagonista era un coreógrafo, como en la película de Vincente Minelli, Brindis al amor. Luego llegó Philippe Di Folco, en esa instancia el tema del new burlesque ya estaba establecido. Lo que descubrí con este film es que el hecho de escribir y reescribir permitió improvisar durante el rodaje. No es posible improvisar si antes no escribiste mucho, es como el free jazz: al conocer los acordes al detalle, los músicos pueden ser cómplices e improvisar. Por otro lado, queríamos para la película algo cercano a la forma libre, como si no hubiera un director detrás, como si nada hubiera sido escrito. La realidad es absolutamente opuesta, fue una película muy escrita. Al mismo tiempo, nunca les di el guión a las chicas, simplemente les conté la historia general, porque no quería que aprendieran de memoria las líneas. En el rodaje hacíamos algo sin ensayo en la primera toma, luego hablábamos y reescribíamos. Si la primera toma duraba cinco minutos, la reducíamos a dos minutos, luego a uno y medio. Como en una película de Hawks: lo mismo pero dos veces más rápido. Esa es la única manera de esconder el trabajo, de esconder la escritura y la cámara.
–Es que en parte lo son. No teníamos dinero para una gran cantidad de extras, entonces organizamos un tour de verdad, con presentaciones reales, gratuitas por supuesto, e invitamos al público para que viniera a verlas. El show duraba unas dos horas y teníamos siempre dos cámaras filmando; sabíamos perfectamente qué íbamos a rodar durante esos shows. Esos 600 u 800 espectadores reales generan una energía que no puede lograrse de otra forma. Las chicas necesitan del público, la cosa sólo funciona con la energía de un público real.
–Preferimos rodar en fílmico por muchas razones. Una de ellas es que, paradójicamente, sabíamos que iba a resultar más económico. Muchas veces se rueda en digital y se deja mucho trabajo para el proceso de posproducción, lo cual puede resultar carísimo. Tournée era más del espíritu de resolver todo en cámara, en el momento. Incluso el trabajo de sonido fue muy particular. Por ejemplo, en las escenas de los espectáculos, se registraron con sonido directo tanto los diálogos como la música, un logro notable de Olivier Mauvezin, el ingeniero de sonido. Tratamos de rodar rápido, no más de siete semanas, tratando de mantener un ritmo cercano al de la historia.
–Eso es algo realmente irónico y tiene que ver con la forma en la que los dos continentes fantasean acerca del otro. Como nosotros, los franceses, fantaseamos acerca de los Estados Unidos y como los americanos imaginan Francia... el Moulin Rouge y demás. El personaje de Joaquim usa ese imaginario para atraer a las chicas.
–Se hizo una búsqueda, por supuesto. Cuando se viaja, por ejemplo a festivales de cine, uno comienza a caer en la cuenta de que los hoteles son todos iguales. Uno puede estar en Marsella, en Buenos Aires, en Hong Kong y todo es igual: las mismas toallas, las mismas camas, la música de fondo. Originalmente teníamos la idea de que todos los hoteles en el film fueran iguales, pero eso fue cambiando. De hecho, cuando encontramos ese hermoso hotel que cierra el film... decidimos que la última escena debía transcurrir allí. Un hotel vacío, abandonado, hermoso. Lo loco es que si buscás en Internet, descubrirás que ese hotel fue recientemente remodelado. Y es terrible, ahora es como cualquier otro hotel en el mundo. ¿Será posible escapar de esta tendencia a la uniformidad, a ser todos iguales?
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