Sáb 24.11.2012
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CINE › GRAN FINAL PARA LA COMPETENCIA INTERNACIONAL DEL FESTIVAL DE MAR DEL PLATA

Una verdadera escuela de la mirada

Desde el primer plano hasta el último, Dupa dealuri, del rumano Cristian Mungiu, desarrolla un mecanismo en el que todo se encamina a la disgregación y la derrota. Starlet, de Sean Baker, es de una deslumbrante luminosidad y vivacidad.

› Por Horacio Bernades

Desde Mar del Plata

En gran nivel se cierra la Competencia Internacional del 27º Festival de Cine de Mar del Plata, con la presentación de dos películas que, más allá de su excelencia, no podrían ser más disímiles. Una es la rumana Dupa dealuri, nuevo film de Cristian Mungiu, desde 4 meses, 3 semanas, 2 días uno de los nombres mayores del cine de ese origen. La otra es la estadounidense Starlet, del treintañero Sean Baker, cuyas previas Take Out (2004) y Prince of Broadway (2008) se habían visto en ediciones previas de este festival. Como es frecuente en el nuevo cine rumano (ver La muerte del señor Lazarescu, Police Adjective, Martes después de Navidad), desde el primer plano hasta el último, Dupa dealuri (cuyo título de distribución internacional es Beyond the Hills) desarrolla un mecanismo en el que todo se encamina a la disgregación y la derrota. Pero lo hace –ésa es su gloria– sin que jamás se advierta que el mecanismo se ha activado. Starlet es una de esas raras películas detrás de las cuales no parece haber guión, ni producción, ni actores. En verdad, nada en ella parece estar por detrás ni por delante: todo sucede en absoluto presente. Como si la película se armara a medida que el espectador la ve.

En el primer plano de Dupa dealuri, dos amigas se reencuentran, estrechándose en un abrazo interminable. Ni ellas ni el espectador lo saben, pero en ese abrazo están sellando su destino: todo lo que hacen de allí en más, todo lo que el mundo hace, tiene el encadenamiento de una tragedia griega. Años atrás, Alina y Voichita se conocieron en un orfanato y se hicieron amigas. Bastante más que amigas, todo indica. Voichita eligió la vida monástica, en un internado más allá de las colinas, en plena intemperie rumana. Todo lo que quiere Alina es estar con ella. Ciega en su amour fou, que la lleva a pelear, batallar y rebelarse, no está dispuesta a compartirla con nada ni con nadie. “Occidente eligió el camino del mal”, dice antes de la primera cena el pastor, a quien Voichita llama Papá. “Los hombres se casan con los hombres, las mujeres con las mujeres”, pone como ejemplo Papá del mal occidental: no va a ser muy posible que Alina y Voichita vivan juntas, bajo ese techo, en las condiciones que ellas quieren. En las condiciones que Alina quiere.

Voichita duda, Alina está dispuesta a prenderle fuego al mundo con tal de lograr lo que desea, el mundo se rige con reglas que no lo permiten: el muy rumano mecanismo de lo irreconciliable se ha activado, y de allí en más no hará más que crecer y desarrollarse. Lo que hace del film de Mungiu una fascinante experiencia de conocimiento es que en él, como se decía del cine de Jean Renoir, “todos tienen sus razones”. Más allá de coincidencias o aversiones ideológicas, en Dupa dealuri no hay buenos y malos. Por intolerantes que sean las creencias de los miembros de la comunidad, desencadenado el conflicto, el pastor y las monjitas lo afrontan con la mayor de las tolerancias. Aunque no necesariamente con lucidez: allí donde Alina se rebela a los intentos de frenarla, detenerla o atarla, ellos ven la presencia del demonio. Voichita representa la paradoja contraria. Conciliadora, comprensiva y siempre dispuesta a ceder, las consecuencia de sus actos demuestran que todas esas aparentes virtudes podrían ser no otra cosa que sus peores defectos.

Todos tienen sus razones, todo depende del punto de vista: Dupa dealuri es una verdadera escuela de la mirada. Una escuela de ética, por lo tanto. De ética y de estética, uno de los puntos altísimos de la Competencia Internacional. Starlet es otro de esos puntos. Allí donde, como siempre en el cine rumano, el film de Mungiu lleva a fijar la mirada (aunque recurriendo esta vez mucho menos al plano fijo, marca de fábrica hasta ahora), el de Sean Baker da –y se toma– toda la libertad del mundo para desplegarla en todos los sentidos posibles. Esa ética se manifiesta en una cámara que parece mirar siempre para todos lados, pero también en el punto de vista que el relato adopta en relación con los personajes. En Starlet nunca se sabe más de lo que se ve, lo que se ve es siempre un fragmento, la totalidad es inabarcable. Pero es posible conocerla desde ángulos diversos.

De allí la fragmentación visual de cada escena, pero también los movimientos de cámara, que siempre parecen buscar un enfoque distinto, y los cortes narrativos, que de pronto echan luz sobre lo que quedó fuera de campo. Que la chica con la que vive la protagonista es actriz porno, por ejemplo. Que se puede ser actriz porno y seguir siendo tan naïf como Bambi, como sucede con la protagonista, Jane, cuyo entusiasmo infantil la debutante Dree Hemingway (hija de Muriel) transmite de modo inigualable. Que la octogenaria a la que Jane “adopta” como amiga (la extraordinaria no-actriz Besedka Johnson) sea algo más que viuda, como se descubre en la última escena. “El mundo es ancho y cambiante”, dice Starlet, con deslumbrante luminosidad y vivacidad.

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