Martes, 27 de noviembre de 2012 | Hoy
CINE › SANDRINE BONNAIRE HABLA DE SU CARRERA COMO ACTRIZ Y REALIZADORA
La protagonista de La ceremonia, que trabajó con cineastas de la talla de Maurice Pialat, Agnès Varda y Claude Chabrol, estuvo en el Festival de Mar del Plata y hoy presenta en la Sala Leopoldo Lugones una muestra con sus films más representativos.
Por Ezequiel Boetti
Si el cine fuera un universo infinito compuesto por pequeños cuerpos celestes hechos de material fílmico, bastaría trazar una línea imaginaria uniendo todos aquellos habitados por algún personaje de Sandrine Bonnaire para tener una buena dimensión de la galaxia audiovisual francesa moderna. Al fin y al cabo, a lo largo de los últimos treinta años, ella se puso al servicio de varios de los realizadores post-nouvelle vague más importantes de la segunda mitad del siglo pasado, desde Claude Chabrol, Maurice Pialat y Claude Sautet hasta los todavía activos Jacques Rivette, Agnès Varda y André Téchiné. “De ellos aprendí a romper con la imagen permanente de la actriz”, reconoce hoy la francesa. Pero para observar la particularidad de ese cosmos no se necesita un telescopio ni muchos menos. Bastó, por ejemplo, con asomarse a la retrospectiva de su obra que le dedicó el reciente Festival de Mar del Plata. ¿Que el evento costero terminó el domingo? A no alarmarse: las películas seguirán orbitando por estos pagos hasta llegar a la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530). Allí, desde hoy y hasta el viernes, se realizará el ciclo Encuentro con Sandrine Bonnaire, en el que la propia actriz presentará algunos de sus cuatro protagónicos más emblemáticos y su primera película como directora (ver recuadro).
El cine le llegó a esta francesa de 45 años de la forma en que suelen hacerlo las mejores cosas: de pura casualidad. Séptima hija de un mecánico de motores de avión y una ama de casa, tenía apenas quince años cuando acompañó a su hermana a un casting para A nuestros amores, de Maurice Pialat. Pero el director optó por ella, seguramente fascinado por el misterio subyacente de sus rasgos refinados, detalle esencial para componer a aquella adolescente en plena efervescencia hormonal, papel que le valdría un premio César –suerte de Oscar francés– a la mejor actriz joven. Con un par de roles mínimos en películas menores como únicos antecedentes, Bonnaire entraba a la historia del cine por la puerta grande. Y lo hacía sin saberlo. “Todo el mundo me decía que era un genio y que era muy afortunada de trabajar en ese proyecto, pero sinceramente no tenía muchas referencias de Pialat porque en mi casa mirábamos mucho más televisión que cine. Pienso que pude hacerlo porque no sabía quién era Pialat. Todos estaban muy impresionados, incluso los actores, y a mí creo que me salvó la inocencia”, confesó la actriz en una master class brindada durante el festival.
Sin embargo, el reconocimiento de la crítica no aplacó las dudas. Bonnaire continuó debatiéndose entre considerar a aquellas experiencias cinematográficas como el primer eslabón de un oficio o un simple compendio de anécdotas juveniles. Hubo que esperar hasta 1985 para que la balanza se inclinara hacia la primera opción. Ese año, Agnès Varda le ofreció el rol de la joven vagabunda de Sin techo ni ley, partes iguales de laconismo y agresión, que terminaría catapultándola a la fama internacional. “Cuando me lo propusieron, el guión era un texto de no más de diez páginas. Simplemente me dijeron que era una chica que le decía ‘mierda’ a todo el mundo y nunca usaba la palabra ‘gracias’. Así que acepté”, recordó, y agregó: “Este trabajo me marcó que la actuación era una verdadera profesión. El personaje estaba tan alejado de mí que me di cuenta de que tenía que interpretarlo”.
Desde ese momento, la carrera de Bonnaire empezó un proceso de expansión que incluyó coproducciones en diversos países de Europa y el mundo. Fue en esos años que pasó por la Argentina para integrar el elenco multiestelar (William Hurt, Raúl Juliá, Robert Duvall) de La peste, de Luis Puenzo. La experiencia no del todo positiva (ver recuadro) la llevó a elegir la seguridad de los nombres reconocidos. Es así que en 1994 protagonizó el díptico Juana de Arco, de Jacques Rivette, y un año más tarde el que quizá sea su protagónico más reconocido por la crítica y el público, la mucama Sophie de La ceremonia, de Claude Chabrol, uno de los directores “más beneficiosos para mi carrera”, tal como lo definió antes de adentrarse en las claves de aquella composición: “Siempre traté de no pensar mucho en la psicología sino en trabajar más bien con el cuerpo. Yo sentía a este personaje como alguien que oculta una personalidad, así que tenía que verse como alguien irreprochable, absolutamente recto, sin una mínima falla. Mi idea fue traducir eso a lo físico, y procuré que Sophie estuviera siempre rígida, como en un estado de atención constante”.
Los años posteriores la encontraron alternando films de directores de renombre, producciones independientes y otras más comerciales. Pero a mediados de la década pasada empezó a rondarla el hastío y el aburrimiento, y se dio cuenta de que tenía “cosas para decir”. Así fue que en 2007 empuñó una cámara, se alejó del glamour y los sets y filmó el documental Ella se llama Sabine, desgarradora crónica de vida de la hermana autista de la actriz en la que se entremezclan el relato personal con un manifiesto político sobre el estado del sistema de salud francés. Un lustro más tarde llegó el turno de la ficción con J’enrage de son absence. Protagonizada por su ex marido William Hurt, a quien conoció en la Argentina durante el rodaje argentino, y estrenada con aceptables críticas en el último Festival de Cannes, se trata de un film basado parcialmente en la historia de una pareja de la juventud de su madre. “Pero como quería trabajar el tema de la paternidad antes que el amor, decidí que el protagonista fuera un hombre que entabla una amistad secreta con el hijo de su ex mujer”, explicó. Sobre esas películas y su trayectoria, entre otras cosas, habla Sandrine Bonnaire en esta entrevista con Página/12.
–Podría pensarse que una persona tan vinculada a la ficción elegiría ese género para debutar en la dirección. ¿Por qué decidió comenzar con un documental tan personal como Ella se llama Sabine?
–Hace varios años que amadrino la causa del autismo y en Francia hay varias jornadas sobre esa enfermedad, así que ahí conocí a varias personas con hijos, hermanos o sobrinos que tienen esos problemas. Entonces pensé que la mejor manera de amadrinar esta causa era contando la historia de Sabine y mostrar que para mí es una heroína.
–¿Por qué?
–Porque le infligieron muchísimo dolor. Generalmente usamos el término “hospitalizar”, pero en este caso prefiero decir que ella estuvo internada y en cierta forma también aprisionada. A lo largo de su vida hubo muchísimas personas que quisieron que dejara de existir, pero ella continuó luchando con todas sus fuerzas y nunca tuvo miedo de decir las cosas. Es una mujer que está enamorada de la vida y yo tenía ganas de mostrar cómo es ella, su vida, su fuerza. Entonces, al mismo tiempo, es un mensaje político, pero también un poco más que eso: una película.
–¿La cuestión política se relaciona con la crítica al sistema de salud?
–Podría ser. Creo que, además de una película, es una constatación de la realidad que existe en un país donde se defienden los derechos del hombre y tantos otros, pero hay un barbarismo con respecto a la forma de hacerse cargo de los psiquiátricos. Yo tenía la intención de que fuera un mensaje político. Me propuse hacer esta película para alertar al poder público y al mismo tiempo para que la gente tuviera una mirada diferente respecto de los discapacitados, que no los prejuzgaran por un defecto físico o mental. Y en ese sentido creo que lo logré.
–Varias escenas muestran a su hermana en situaciones íntimas de su enfermedad. ¿Tuvo algún límite al momento de decidir qué mostrar y qué no? ¿Cómo se manejó en ese sentido?
–Sí, totalmente. Yo quería mostrar no sólo las cosas agradables del vínculo con mi hermana sino también aquellas situaciones difíciles por las que tiene que pasar diariamente. No quería limitarme a mostrar al autismo como lo hace Rain Man, donde aquellos que padecen la enfermedad son superdotados y están absolutamente integrados al resto de la sociedad. Yo, en cambio, quería mostrar lo difícil que es lidiar a diario con esas personas.
–¿Cree que la película le permitió acercarse más a su hermana?
–No, yo tenía previamente una relación muy cercana a ella. Sí, es verdad que en cierta forma esto reforzó nuestro vínculo, ya que emprendimos una especie de “viaje” juntas.
–Ambas películas tienen un punto de partida muy cercano a su vida familiar. ¿Eso es casualidad o le interesa seguir explorando esa línea creativa?
–Al tener que contar una historia uno siempre parte de algo que lo afecta personalmente. Creo que seguiré trabajando con cosas profundas, no para hacer terapia, o algo así, sino simplemente porque me conmueven.
–Hace algunos años dijo que le gustaba trabajar con aquellos directores que le dieran margen para desarrollar la libertad de los actores. ¿Sigue pensando lo mismo después de haber dirigido su primera ficción?
–Bueno, ocurre algo curioso en ese sentido: odiaría trabajar con una directora como yo. Soy muy precisa y meticulosa en mis pedidos a los actores y no me gusta dejar ningún espacio para la improvisación, así que está todo muy enmarcado. Y yo como actriz odio eso.
–¿Cree que la mirada del cineasta se pone más en juego en la ficción o en el documental?
–Creo que es lo mismo, aunque la forma es diferente. En la primera uno imagina lo que sucederá y la puesta en escena se hace antes. En un documental, en cambio, la puesta se hace en la sala de edición, y durante el rodaje uno tiene que tratar de atrapar lo que sea interesante.
–A lo largo de su carrera trabajó en más de cincuenta películas con directores muy disímiles. ¿Siente que alguno en particular influyó en su trabajo como realizadora?
–Sí, más allá de que cuando dirigí J’enrage de son absence no quise que hubiera referencias a ninguno en particular, muchos directores me influenciaron. De hecho tomé esa película como una especie de proceso de enseñanza: empecé a trabajar en esta profesión a los quince años y recién dirigí cuando tenía más de cuarenta. Es como un niño que lentamente va creciendo, cumple dieciocho, se va de casa, forma una familia... Acá pasó lo mismo: quería ver si con toda la educación que había recibido estaba a la altura de lo que yo esperaba.
–Por último, ¿hay algún director francés con el que le gustaría trabajar?
–Me gustaría muchísimo trabajar con Alain Resnais. De hecho me propuso varios proyectos, pero nunca pude aceptarlos porque estaba ocupada en otros asuntos, aunque quizá no teníamos que encontrarnos.
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