CINE › LAS CHICAS DE LA BANDA, DEL BELGA GEOFFREY ENTHOVEN
› Por Diego Brodersen
El término “película de fórmula” suele aplicarse a aquellas obras cinematográficas cuya estructura narrativa, iconografía, detalles argumentales y/o tipos de personajes pueden reconocerse fácilmente, rastreando una amplísima ascendencia fílmica. No se trata necesariamente de un epíteto: hay películas de fórmulas extraordinarias y cabría preguntarse, incluso, si la totalidad del cine no está, de una u otra manera, basada en alguna clase de receta preexistente. También hay películas de fórmulas mediocres; banales en su concepción, anodinas en su concreción, estériles en sus alcances estéticos y ontológicos. Las chicas de la banda, largometraje de origen belga producido en la zona flamenca, que llega a las pantallas argentinas con algunos años de retraso, pertenece a este último grupo.
El film de Geoffrey Enthoven se ubica desde sus primeras escenas en el terreno de la comedia dramática (o agridulce) con protagonistas de la tercera edad en busca de segundas oportunidades. Y también desde un principio Las chicas de la banda se acomoda en la confortable zona de los lugares comunes. Con la excusa de la reciente muerte de su marido, la protagonista, Claire –una mujer mayor con mucha energía contenida durante demasiados años– decide ayudar a su hijo díscolo con su carrera musical, que nunca pasó de la etapa del amateurismo, a pesar de su ¿evidente? talento. De paso, la anciana puede reunirse con dos queridas amigas y volver a rearmar su antigua banda coral. Y eso es básicamente todo, cada uno de los personajes calzando perfectamente en el molde del estereotipo. La película alterna casi milimétricamente escenas dramáticas con otras cómicas y ensaya todos y cada uno de los clichés más previsibles, desde un nuevo posible amor con un hombre también mayor (sacerdote, cosas del protestantismo) hasta la escena en la cual Claire maneja un automóvil o fuma marihuana por primera vez.
El entrecruzamiento generacional, que en pantalla se ve reflejado por el choque entre los estilos musicales favorecidos por las mujeres y el del treintañero amante del hip-hop (un hip-hop pop de ánimos bien mainstream) sólo puede convocar una sonrisa forzada. El realizador parece creer que el mero hecho de poner en pantalla al trío septuagenario cantando el hit de Technotronic “Pump Up the Jam” es gracioso en sí mismo, estirando el gag más allá del pegadizo estribillo. Y cuando la película mete la baza de la enfermedad degenerativa, el desbarranque es absoluto, a tal punto que el guión, ante la imposibilidad de un auténtico final feliz, lo inventa como un sueño o fantasía para el feliz regreso al hogar del espectador.
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