CINE › LAS MALAS INTENCIONES, DE LA PERUANA ROSARIO GARCIA-MONTERO
› Por Diego Brodersen
“Perú, 1982”, reza una placa impresa sobre las imágenes de un grupo de niñas, corriendo durante un simulacro de amenaza de bomba en su escuela. Son los años del comienzo de la lucha armada, de Sendero Luminoso, el trasfondo
ineludible de una historia que intenta conjugar lo histórico y lo íntimo, tal vez incluso lo autobiográfico. “Crecí en Perú en los ’80, una década turbulenta de transformaciones sociales y crisis. Cuando era chica no comprendía del todo lo que estaba pasando, aunque percibía por ósmosis, por el comportamiento de mis padres, mis familiares, mis amigos. Allí es donde nació la idea inicial de Las malas intenciones”, reflexiona en el dossier de prensa la peruana (aunque nacida en Chicago) Rosario García-Montero, acerca de su primer largometraje. Presentado en sociedad en la Berlinale 2011, Las malas intenciones presenta un retrato generacional tamizado por la criba de la subjetividad de una niña de 8 años.
Cayetana no parece estar atravesando la edad de la inocencia. Criada en un ambiente de clase acomodada, su vida cotidiana la encuentra trasladándose desde su casa, en las afueras de Lima, hacia la escuela y viceversa, en un auto cuyas ínfulas de fortaleza no se corresponden con su auténtico estado. Divorciada de su marido y vuelta a casar, su madre regresa de un viaje con algunos regalos, la esperanza de reconciliarse luego de la ausencia y una noticia que genera la más inesperada de las crisis: Cayetana tendrá en poco tiempo un hermanito. De allí en adelante, la niña cerrará aun más las puertas hacia el exterior, haciendo de su mundo interno el único universo real y tangible, convencida de que el día del nacimiento del bebé será también el día de su muerte. Que, no casualmente, el guión ubica el 2 de mayo, día en que se recuerda el Combate del Callao, una de las fechas patrias más importantes del Perú. Mientras alrededor suyo se suceden los atentados y hechos de violencia, y el país se interna en uno de los períodos más sangrientos de su historia, Cayetana vuelve una y otra vez a encontrarse en su imaginación con los héroes nacionales del Perú, fantasmas monolíticos e intachables que se transforman en una suerte de única tabla salvadora.
En esa mirada sobre el pasado reciente, pero también sobre los mitos fundantes en la historia de su país, García-Montero despliega una mirada sobre la infancia alejada de la candidez, marcada por la descomposición y la muerte, por momentos muy cerca de los personajes infantiles del primer Saura (una escena que involucra una figura del Jesús niño recuerda, incluso, a un pasaje de Ana y los lobos). El aislamiento de Cayetana –a quien el film, inteligentemente, nunca abandona como centro de referencia y origen del punto de vista de todo lo que ocurre– es también un reflejo y un síntoma de la sociedad en su conjunto: la escuela religiosa como ámbito de cerrazón física y espiritual, el blindaje del auto que la transporta, la ampliación del muro que la separa de sus vecinos pobres. En esa acumulación simbólica, Las malas intenciones pierde algo de su fuerza, precisamente porque su obviedad choca con la sutil violencia de sus mejores momentos. La noche anterior al nacimiento de su hermano, la joven protagonista se pincha uno de sus dedos accidentalmente; el derrotero sanguinolento que le sigue es mucho más potente, ambiguo y perturbador que cualquiera de las metáforas más evidentes que lo anteceden.
Tal vez en su afán de volcar demasiadas ideas, Las malas intenciones se pierda en su propio laberinto, en una suerte de repetición discursiva que no sólo extiende innecesariamente su metraje, sino que le hace perder brío narrativo. Una subtrama que acompaña a Cayetana durante unas vacaciones en la playa y que presenta a otro personaje femenino de su misma edad con una mirada sobre el mundo ciertamente diferente, se siente como un desvío innecesario de la historia pero, paradójicamente, aporta una buena dosis de aire al relato, haciéndole tomar impulso hasta el desenlace. Más allá de un notable trabajo de encuadre y fotografía en formato 2.35, es notorio un arrobamiento temporario con cierta prolijidad formal que, sumado al empeño por evidenciar al trabajo de diseño de arte, hace que por momentos el film se vea demasiado artificial en sus aspectos visuales. Más allá de estos cuestionamientos formales, Las malas intenciones es una más que atendible ópera prima; una película por cierto personal que, afortunadamente, evita en gran medida cualquier clase de maniqueísmo político. Y que, además, cuenta con un notable trabajo de dirección de actores, particularmente evidente en el caso de la debutante Fátima Buntinx, sobre cuyos hombros descansa gran parte del peso dramático del film.
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