CINE › LAS PELICULAS ESTADOUNIDENSES QUE NO SE ESTRENARON EN LA ARGENTINA
Marginados por una cartelera local que tiende cada vez más a la homogeneización del gusto, films como Bernie, Margaret, Goon, Casa de mi padre y Killer Joe dan cuenta de otra realidad. Claro que para acceder a ella hay que recurrir al sálvese quien pueda digital.
› Por Ezequiel Boetti
La diversidad como falencia principal del actual modelo cinematográfico reverbera con el amargor de lo institucionalizado. Basta repasar la lista de estrenos de los últimos años, compuesta casi en su totalidad por films nacionales y provenientes del norte de Río Bravo, para comprobar que la cartelera vernácula es una entidad insalubremente homogénea. Pero en los últimos años la tendencia se concentró aún más, deglutiéndose incluso a sus otrora beneficiarias. Así, si las históricas perdedoras de la era multicine fueron las filmografías del resto del globo, ahora no sólo es impensado ver una película de, por ejemplo, Corea del Sur, sino que ni siquiera parece haber lugar para producciones norteamericanas “medianas”, ésas no pirotécnicas ni escindidas de franquicias estiradas hasta el hartazgo.
¿Qué ocurre con todo ese cine estadounidense que se ve –no se puede ver–- en una sala? Dos posibilidades: la primera es su lanzamiento en un mercado hogareño al que hay que prestarle cada vez más atención. Al fin y al cabo, películas notables que habrían elevado bien alto la cota de la cartelera, como Hazme reír, ¿Cómo saber si es amor?, Saber dar o Atormentado, por citar ejemplos de los últimos años, encontraron en los disquitos un espacio de visibilidad. Reducido y lejos del merecido, pero espacio al fin. La segunda es la lisa y llana marginación a la marchanta de la circulación 2.0, al sálvese quién pueda digital y, en muchos casos, ilegal. A continuación, entonces, se hablará sobre un conjunto de buenas películas pertenecientes al último grupo que habrían merecido un huequito en mercado nacional. Ellas son: Bernie, Margaret, Goon, Casa de mi padre y Killer Joe.
Es verdad: Richard Linklater nunca fue una pasión de multitudes, pero la entronización fílmica del vagabundeo, el culto al retrato cotidiano de la amistad y ese hitazo romántico que fue Antes del amanecer le dieron buena notoriedad durante los noventa. El idilio duró hasta justo después de sus dos mejores películas, Escuela de rock y Antes del atardecer, cuando su nombre empezó a languidecer hasta convertirse, con excepción de Fast Food Nation, en un habitué de los directo a DVD. Allí fueron Los osos de la mala suerte y Una mirada en la oscuridad, de 2005 y 2006 respectivamente. Pero la curva decreciente continuó y la distribución internacional pareció ensañarse aún más con sus películas, desplazándolas al olvido. O a lanzamientos tardíos en videoclubes, lo que es casi lo mismo en plena época Torrent. Hubo que acostumbrarse, entonces, a tipear Linklater en la PC para ver en qué andaba el oriundo de Austin. Así fue posible enterarse de que en 2008 filmó un drama de época con Zac Efrón y Claire “Homeland” Danes llamado Me and Orson Welles y editado aquí en... 2010, según IMDB. O que en abril de este año se despachó con Bernie, película de la que, claro está, aquí no se sabe nada.
Interpretado por un Jack Black en estado de gracia, el hombre del título es, además del único sepulturero orgulloso de serlo, la contracara perfecta del Dewey Finn de Escuela de rock: si aquél era pura fiereza antisistema, éste es modosito en sus gestos, apolíneo, peinado con raya al costado, meticuloso, dueño de una pasmosa predisposición para la servidumbre y, como buen habitante del estado de los Bush, pro statu quo. Quizá por eso es el orgullo de la comunidad de Carthage, donde oficia no sólo como maestro de ceremonia en los velorios, sino también como amigo y confidente de quienes sobreviven a los difuntos. Pero con una viuda septuagenaria (Shirley Mac Laine) parece ir más allá, estableciendo un vínculo patológico oscilante entre la filiación, la amistad e incluso algún atisbo de calentura (sobre todo de ella). El asunto termina con él asesinándola accidentalmente y luego encubriendo su crimen ante una comunidad que será republicana, pero no estúpida. A partir de ahí, el ex niño prodigio del indie lucubra una comedia negra con dosis de falso documental. Esto es: mechándole a la narración ficcional una serie de entrevistas directas a cámara. Entrevistas que en algunos casos son verdaderas, ya que el tal Bernie existió. Película incómoda como ninguna de las estrenadas este año, la de Linklater se preocupa no por condenar o juzgar a sus criaturas, sino más bien por entenderlas mediante la auscultación de sus artistas y contornos. Y si a eso se le suma que el film adopta el punto de vista del protagonista, el resultado es la imposibilidad de no empatizar con él.
Matt Damon, Matthew Broderick, Mark Ruffalo, Jean Reno, Allison Janney. La sola enunciación del cast es apenas una muestra del mejor trato que mereció Margaret. O quizás no: al fin y al cabo, su tortuoso derrotero la eleva hasta la categoría de obra maldita del siglo XXI, premio ex aequo con Donnie Darko. Al igual que la ópera prima de Richard Kelly, editada aquí en DVD ¡diez años! después de su estreno, el opus dos de Kenneth Lonergan (el mismo de Puedes contar conmigo, otro directo a las bateas) atravesó las mil y una antes de llegar a los cines para finalmente pasar totalmente inadvertida y recién alcanzar su justa valoración gracias al boca en boca y las campañas en Internet. A modo de somero resumen (hay más información en el blog Micropsia), puede decirse que el conflicto se inició justo después del rodaje, en 2005, cuando Lonergan no podía reducir las más de tres horas a las dos y media necesarias para tener el control sobre el corte final. Finalmente lo hizo, pero el productor le ganó de mano dándole forma a su propia versión, en este caso de dos horas. Después vendría otro corte de Martin Scorsese y una serie de juicios aún vigentes de un lado y el otro, hasta que finalmente se estrenó en cines la versión “reducida” por Lonergan, que luego se editaría en DVD a mediados del año pasado junto con la “original” de 186 minutos. “En un sentido, esta larga batalla es una parábola familiar para los cineastas: arte contra dinero, un conflicto de visiones creativas, un proyecto promisorio destrozado por los mecanismos de Hollywood”, resumió el The New York Times. Pero, ¿cuál era el disparador de tantas disputas? ¿Hay algo de cine detrás de todo esto? Sí, y mucho.
“¿Sabés qué? En el mundo hay problemas mucho más importantes que nuestra relación”, le espeta con altivez la adolescente Lisa (Anna Paquin, varios años antes de True Blood) a su madre. La contestación tiene su lógica, sobre todo después del menudo trauma generado por ver cómo un colectivo atropellaba a una transeúnte. Pero también porque ella atraviesa un proceso de maduración física y mental en pleno Nueva York post 11-S. Suerte de híbrido entre fábula pesimista y coming of age urbano, la historia se balancea entre los dilemas propios de una chica de 17 años (debut sexual incluido) y la pérdida de la inocencia ante la realidad de un mundo inhóspito y para ella injusto. Ese porrazo contra la realidad, que bien podría ser el de la sociedad toda, se cultiva primero en los debates sobre política y religión en el college, y después en la inmersión de Lisa en el sistema judicial, ya que incentivará a la hermana de la accidentada a iniciar acciones legales contra el chofer del vehículo.
¿Sistema judicial? ¿Debut sexual? ¿Accidente callejero? ¿Debates políticos y religiosos? ¿11-S? Efectivamente: todo eso y mucho más confluye en la vida de Lisa. Pero ojo, porque esa confluencia no implica superficialidad. Lonergan se toma todo el tiempo necesario para que cada una de esas facetas no impliquen simples episodios colocados a reglamento sino complementos de un todo amalgamado. Así, el mérito principal de este auténtico OVNI es su capacidad para pasar de una fiesta adolescente con Lisa repartiendo picos entre su pretendido y pretendiente a un enfrentamiento entre ella y su madre, y de ahí a su intento de comprender el expansionismo geopolítico norteamericano para terminar en un diálogo con un jefe de policía o un abogado. Y todo eso con la naturalidad extraordinaria de lo cotidiano.
Queda claro que el circuito de exhibición nacional no tiene lugar para muy buenas películas dirigidas por cineastas conocidos o pobladas de actores de renombre. Cabría preguntarse, entonces, qué queda para otras como Goon. Es cierto que es uno de los films deportivos más grandes de los últimos años, pero también es verdad que en la previa nada hacía suponerlo. Filmada sin el respaldo de un estudio importante, estrenada sólo en un puñado de países, ambientada en las vicisitudes de un deporte desconocido en estos pagos (el hockey sobre hielo), con un par de rostros reconocibles, pero no reconocidos ni mucho menos “prestigiosos” (Sean William Scott, Liev Scheider, Eugene Levy) y dirigida por un canadiense sin antecedentes relevantes, Goon es una de esas sorpresas con las que cada vez más esporádicamente se despacha la industria, una película fibrosa, física y recontra violenta en la que a su vez palpita una profunda sensibilidad y preocupación por sus personajes, sin que esto implique un ápice de condescendencia.
Partes iguales de bonhomía, corazón y músculo, Doug (un Sean William Scott notable, entregado en cuerpo y alma a su criatura) es un patovica que sueña con jugar al hockey sobre hielo. El problema es que no tiene ni la más remota idea de cómo patinar, ni mucho menos de la técnica del juego en cuestión. Lo único que sabe hacer, y muy bien, es pegar. Casualidad solo posible en el cine mediante, llega a un equipo canadiense con la misión de moler a los rivales. Algo totalmente natural en un deporte cuyo reglamento permite que los jugadores detengan el reloj para trompearse hasta que uno caiga al suelo. En ese sentido, el desempeño de Doug es notable, permitiéndole cosechar fanatismo en las plateas, un interés amoroso (Alison Pill, la turista de A Roma con amor) y sed de sangre entre los rivales, en particular el anti Fair-Play Ross (Liev Scheider).
Que a lo largo de toda la película se vean más piñas y sangre que lujos y goles explicita que una de las particularidades de esta hija dilecta de Rollerball es el corrimiento de la perspectiva habitual de este tipo de films.
Dirigida por Michael Dowse, un desconocido cuya destreza para aprehender la esencia cinemática del juego obliga a prestarle un poco de atención de aquí en adelante, Goon reivindica el espíritu deportivo desde su carácter más antipódico. Lo notable es su correspondencia formal. Así, si el hockey es sucio y violento, Dowse lo muestra como tal, mientras que la ciudad es retratada un ámbito oscuro y pleno de tugurios de mala muerte. Tugurios visitados con frecuencia por esos parias sociales que aquí son los deportistas, héroes trágicos plenamente concientes de sus destinos confluentes en la marginalidad. Allí están, entre otros, la promesa juvenil fallida, el borracho, un estudiante y el luchador que aprendió a patinar por un sueño.
Los lanzamientos directos a DVD de gemas absolutas del humor contemporáneo como El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, Ricky Bobby: Loco por la velocidad, Deslizando a la gloria, Hermanastros y Policías de repuesto hicieron de la batalla por un Will Ferrell en pantalla grande una patriada casi imposible. El estreno de Locos por los votos en octubre insufló un brío de esperanza, pero la ausencia de Casa de mi padre en el mercado oficial argentino a más de nueve meses de su lanzamiento norteamericano significa un golpe de KO irremontable.
56. Esas son las palabras en español que aprendió el comediante para ponerse en la piel de Armando Alvarez. Es evidente que un léxico de ese gramaje machacado a pura fonética rompe cualquier atisbo de verosímil. Sin embargo, esa dicción tosca e imposible esconde una de las claves de todo este asunto, menos una película que una gran joda asentada sobre la apropiación de los códigos narrativos y formales de los culebrones mexicanos para hacer uso y abuso de ellos. Y si existe un actor capaz de sostener esa comicidad operada desde la pura acumulación, ése es Will Ferrell, de probada capacidad para el absurdo y la generación de chistes usando como materia base cualquier cosa que tenga a mano, en este caso una competencia de risas o la destrucción masiva de botellas. En ese sentido, Casa de mi padre es la muestra más fiel y depurada del humor de Ferrell, además del film más anárquico de su carrera.
El protagonista de Elf es aquí el hijo mayor de un hombre que no tiene ningún tapujo en manifestarle su desprecio. “Si fueras inteligente te darías cuenta de que sos tonto”, le dice como al pasar. Tampoco parece ayudar mucho que el menor (Diego Luna) esté forrado en plata y a punto de casarse con una despampanante morocha (Génesis Rodríguez, hija del Puma). El problema es que ese dinero proviene del tráfico de cocaína con los gringos, obligándolo a enfrentarse al líder del cartel enemigo, el malísimo, cruel y encima latino Onza, interpretado por un Gael García Bernal a la altura del Vilain de Jean-Claude Van Damme en Los indestructibles 2. De allí en más habrá secuestros, asesinatos, riñas familiares, secretos ocultos, un tigre de bengala que habla y ese flechazo en apariencia imposible entre Armando y su cuñada, concretado en una escena de sexo inolvidable. El combo se completa con la música extradiegética al tope y esos diálogos almibarados y absolutistas habituales de los mediodías de Canal 9. Si Casa de mi padre no es una obra maestra es porque la voluntad de que el espectador note de qué va todo el asunto hace que en algunos momentos se respire un olorcito a guiño canchero un poco rancio.
Si las cuatro omisiones anteriores son injustas, el no estreno de Killer Joe es una lisa y llana falta de respecto. Primero, a la trayectoria de uno de los directores norteamericanos más importantes de la segunda mitad del siglo pasado. Y también de esta primera década y pico de éste, ya que las últimas películas de William Friedkin (sí, el de El exorcista) lo muestran no sólo alejado del óxido y del aburguesamiento, sino en plena espiral ascendente de locura y desquicio. Segundo, al mismísimo cine: Killer Joe es una película salvaje, perversa y endemoniada que combina la fascinación por la anatomía del Cronenberg más retorcido con la negrura camp del Tarantino más refinado.
Estrenada en el Festival de Venecia 2011, lo nuevo de Friedkin es la adaptación de una obra de teatro de Tracy Letts, el mismo autor de Bug. Quienes hayan visto aquel desquicio mental progresivo hecho cine sabrán que lo normal no es parte del universo de ese dramaturgo. Entenderán, además, que la solución encontrada por el veinteañero Chris para saldar su deuda de juego sea matar a su madre y cobrar una póliza de cincuenta mil dólares, suma casi millonaria en el contexto white-trash del sur profundo norteamericano en el que vive. Para enturbiar aún más el panorama, el dinero deberá dividirse con su padre, su hermana menor Dottie y el killer del título. Killer con la voz monocorde de un Matthew McConaughey desatado y en plena ebullición, como si en estos últimos dos años hubiera comprendido el carácter lúdico del arte de actuar, la idea basal de jugar a ser una persona distinta por día (ver su sheriff en Bernie o el striper de la inminente Magic Mike, de Steven Soderbergh).
Chris desconocía que Joe cobraba sus trabajos por adelantado, algo imposible para los bolsillos flacos de la familia. “Entonces la quiero a ella como garantía”, impone mientras señala a la virginal Dottie. Ya en el sometimiento ejercido durante la “cita” entre ambos, se entrevé que algo no anda del todo bien en la cabeza del hitman. La película se apropia de esa psicología, enrareciéndola aún más y expandiéndola progresivamente a medida que pasan los minutos. Hasta llegar a punto máximo en una secuencia final inolvidable que incluye, entre otras cosas, una fellatio a una pata de pollo frita. Eso muestra que el cine norteamericano puede ser mucho más que anteojitos 3D, animación digital y superhéroes tribuneros. Que no se pueda verlo es otra cosa. Muerta la diversidad, viva Internet.
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