CINE › CLOSED CURTAIN, DE JAFAR PANAHI, Y CAMILLE CLAUDEL 1915, DE BRUNO DUMONT
La película del iraní es una evidencia de la condena y censura que sufre en su país, pero también pone en crisis las nociones de realidad y representación. La del francés enfoca a la famosa escultora en el período en que estuvo internada en un neuropsiquiátrico.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Lo primero que se ve en la pantalla es una reja. No es la reja de una cárcel, sino del ventanal de una hermosa casa con vista al mar. Pero es una reja. Y tratándose del nuevo film del cineasta iraní Jafar Panahi, la imagen no deja de ser sugestiva, casi explícita. Como es bien sabido, Panahi –uno de los realizadores más importantes del cine contemporáneo, autor de films esenciales como El globo blanco, El círculo, El espejo y Offside, premiados en Cannes, Venecia, Locarno y aquí mismo, en la Berlinale– fue condenado en diciembre de 2010 a seis años de cárcel (ahora en suspenso) y a veinte de inhabilitación para hacer cine, viajar al extranjero o conceder entrevistas. El delito que se le imputa es “actuar contra la seguridad nacional y hacer propaganda contra el régimen”. Aun en esas condiciones, Panahi se las ingenió para realizar dentro de los límites de su propio departamento en Teherán esa obra maestra que es This is not a film (Esto no es una película), que llegó clandestinamente al Festival de Cannes 2011. Y ahora mandó en concurso al Festival de Berlín Closed curtain (Cortina cerrada), su nueva película, realizada también puertas adentro, para esquivar la censura de su gobierno.
¿Y quién está encerrado dentro de esa casa? Al comienzo, lo único que se ve es a un hombre que –a diferencia del film anterior– no es el propio Panahi. Pero podría serlo. Llega subrepticiamente, como si quisiera ocultar sus pasos, como si temiera algo, y lo primero que hace es cerrar todas las cortinas. El mar ya ni siquiera se ve detrás de una reja. El mundo exterior desaparece, porque sobre esas cortinas el hombre (cuya única compañía es su pequeño perro) echa unos telones aún más pesados, completamente negros. La idea, parece, es impedir que desde afuera se sepa que hay alguien adentro. Pero también aislarse de esa realidad, buscar refugio, concentrarse en el trabajo, que en su caso es escribir, aparentemente un guión.
La realidad, sin embargo, no está dispuesta a rendirse. Primero se escuchan unos ruidos, luego unas radios policiales (Panahi siempre fue un maestro en el uso del sonido y del “fuera de campo”). Y, de pronto, sin que sepa siquiera cómo, ese hombre encuentra dentro de la casa a una mujer, que dice ser fugitiva. ¿De quién, por qué, cómo entró? Eso es algo que el film develará poco a poco, si es que en verdad lo hace. A partir de esa instancia, Closed curtain irá internándose en un terreno que no es estrictamente fantástico, sino que tiene que ver, en todo caso, con el de la mente y la imaginación. ¿Hasta qué punto todo lo que se ve en la película existe realmente? La aparición del propio Panahi, hacia la mitad del film, no hará sino poner aún más en crisis las nociones de realidad y representación.
Algo similar sucedió también ayer en Potsdamer Platz. En los alrededores del Berlinale Palast, aparecieron unas fotos en tamaño real del director, de pie y sonriente, que decían “Panahi debería estar aquí”. Pero ante la imposibilidad de salir de su país, quien lo representó ayer en la conferencia de prensa fue Kambuzia Partovi, su protagonista, que figura en los créditos también como codirector de Closed curtain. “Con Jafar somos amigos desde 1979, cuando él era estudiante de cine. Luego fue asistente de algunas de mis películas, yo trabajé en las de él (N. d. R.: fue coguionista de El círculo) y cuando pidió mi ayuda para hacer esta película sentí que tenía que hacerlo”, dijo Partovi. “Es difícil trabajar en estas condiciones, pero más difícil todavía es no trabajar, sentarse a esperar sin hacer nada. Eso lleva a la depresión. Es verdad que Jafar estuvo deprimido, como él mismo lo reconoce en el texto que acompaña la película, pero salió de eso trabajando.”
Sin ser grave (porque Panahi siempre encuentra un resquicio para el humor), la película en muchos momentos es oscura, asfixiante, tal como lo sugiere su mismo título. Y también ronda el tema del suicidio. “No es que Panahi esté pensando constantemente en el suicidio, si no nunca hubiera podido hacer la película”, tranquilizó Partovi. “Pero es verdad que no hay nada que podamos esperar por el momento del gobierno, no sabemos qué nos espera en el futuro.” Si uno se atuviera a la mera interpretación de las imágenes, esos fragmentos documentales que de pronto se ven en el televisor (¿la televisión es la realidad?), con unos perros muertos y apaleados, no son precisamente tranquilizadores. “No es un film contra el régimen iraní –insistió Partovi–, pero es verdad que la realidad siempre se cuela e influye.”
El aislamiento, la reclusión forzada, las relaciones entre la opresiva realidad exterior y la libertad interior también forman parte del núcleo de otra gran película presentada ayer en la competencia oficial de la Berlinale, Camille Claudel 1915, del francés Bruno Dumont. Sin dejar de ser fiel a su estilo, el nuevo film de Dumont (capaz de cumbres como La humanidad y de abismos como Twenty nine palms) marca un cambio radical en su obra. O, al menos, un momento de experimentación. Habituado a trabajar con actores no profesionales, con personajes de la calle con rostros impresionantes, como tallados en piedra, aquí su protagonista absoluta es nada menos que Juliette Binoche, a la que somete a unos planos-secuencia que parecen no tener fin.
Fue Binoche quien le hizo saber a Dumont que quería trabajar con él. Y fue Dumont quien le propuso el personaje de Camille Claudel en el momento más sombrío de su vida, allá por 1915, cuando su familia la recluyó por la fuerza en un hospicio para enfermos mentales. Asistente y amante durante tres lustros de Auguste Rodin (como ya lo narró aquel film protagonizado por Gérard Depardieu e Isabelle Adjani), extraordinaria escultora ella misma, Camille Claudel quedó profundamente desestabilizada por aquella relación. Es en ese momento que Dumont y Binoche la recuperan, a partir de los pocos documentos –los archivos médicos– que se conservan de su paso por el asilo de Montdevergues, en el interior profundo de Francia.
Camille persiguiendo al menos un momento de silencio, Camille buscando intimidad allí donde no la puede haber, Camille intentando que sus médicos y su familia comprendan que ella está recuperada, no como sus compañeras de internado, que atraviesan las etapas más monstruosas de la enfermedad mental... Esa es la mujer que encuentra Dumont: una que lucha denodadamente por sobrevivir, por no enloquecer, por mantener su dignidad en medio del infierno. Mucha de esa tensión, el director la consigue en el contraste evidente entre Binoche y las otras pupilas del asilo, auténticas internadas de un hospital neurosiquiátrico, a quienes Camille a la vez teme, aborrece y compadece, seguramente como le sucedió también a la actriz.
Pero el verdadero duelo es con su hermano, el escritor Paul Claudel (Jean-Luc Vincent, estupendo), cuyos textos sirvieron también para la construcción del guión. Y cuyo catolicismo a ultranza eriza la piel. Su fanatismo religioso, su soberbia y su vanidad intelectual, con las que construye no sólo un modo de justificar su credo sino también, y por sobre todas las cosas, un muro para invisibilizar a su hermana, lo convierten en el verdadero demente, en el extraviado soldado de una causa que se dice piadosa, pero no es sino perversa y cruel. En el diálogo final entre ambos –que recuerda un poco el enfrentamiento entre la fe y la pasión de Hadejwich, uno de los mejores films de Dumont– parece claro cuál es el adentro y cuál es el afuera. Aun privada de su talento, y siendo creyente ella misma, Camille parece más libre que ese hombre que ha hecho de la religión su cárcel y que proviene de un mundo hecho de intereses, de mezquindades y de guerras.
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